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Cuatro de la mañana de un día cualquiera. Nadie la ha invitado pero la bestia hace rato que logró subir a la cama. Muevo compulsivamente los dedos de los pies y de las manos para deshacerme de ella, pero cuanto más peleo, más se aferra a mis huesos. Me rebelo con la fuerza de mil Robb Stark, una y otra vez, una y otra vez, pero es inútil. Lo sé porque ha trepado hasta el estómago y es su rincón favorito. Desde ahí soy presa fácil. Cambio de postura. Trato de concentrarme en un hipotético punto negro entre ceja y ceja. Me recreo pensando en mí mismo jugando un gran partido de fútbol. Casi siempre la misma jugada: gran control en banda izquierda, diagonal hacia dentro y disparo al paro largo. Pero el sueño no me alcanza. Cuando creo tocarlo con la punta de las neuronas, algo me trae de vuelta a la bestia. Un pensamiento. Dos pensamientos. Tres pensamientos. Se alternan. Se mezclan. Se funden. Ya tiene mi cabeza. No importa lo cansado que esté. O lo mucho que desee parar de pensar o sentir. Mi única salida razonable es destaparme, salir de la cama y ocupar mi tiempo. Escribir algo. Jugar un LoL. Asegurarme que los cuadros están rectos. Masturbarme. Jugar otro LoL. Borrar lo escrito. Ver series. Sobre todo ver series.
Tony Soprano sufrió en sus carnes la pesadilla de la ansiedad. La Doctora Melfi, los patitos, los ataques de pánico. Quienes no han sufrido nunca su hostigamiento tienden a creer que la ansiedad es consecuencia exclusiva de grandes responsabilidades y titánicos problemas que ni Jessica Jones podría soportar sobre sus hombros. Pero están equivocados. No hace falta ser el jefazo supremo de la mayor organización criminal de Nueva Jersey para quedar marcado por la bestia. En la gran mayoría de ocasiones, los problemas son nimios, fácilmente esquivables para mentes saludables. La bestia se encarga de colocarlos lo suficientemente cerca para que parezcan gigantes de más allá del muro. Planeta eclipsado. Vida que aguarda a la sombra. La bestia te susurra: “haz algo”. Y haces mucho: fabricas alguna obsesión maldita y lidias con ella con el entusiasmo de una Olive Kitteridge en un concierto de los Gemeliers. Mónica Geller limpiaba. Hannah Horvath contaba hasta ocho. Quien escribe veía series de televisión de manera compulsiva.
«Hay toda una generación de teóricos protofelices ahí fuera que cayeron rehenes de la presión por ser algo, por hacer algo por conseguir algo de lo que tantos esperaban de ellos»
Cómo un joven de veintiséis años, estado de ánimo gaditano in the blood y una vida maravillosa puede sucumbir al embrujo de la ansiedad no es ningún misterio para los seguidores de Girls. Al fin y al cabo, hay toda una generación de teóricos protofelices ahí fuera que, en algún punto de ese idílico sendero prometido con tintes de Friends, cayeron rehenes de la presión por ser algo, por hacer algo, por conseguir algo de lo que tantos -incluido uno mismo- esperaban de ellos. El futuro diluido, tambaleante. Las prisas, la indecisión. La brújula, el humo. El tic-tac de las arrugas. El fantasma louieano del fracaso. El talento que prometía alcanzar tierras vírgenes malgastado en una habitación de Tarifa sin nada más que hacer que clicar en Filmaffinity y buscar desesperadamente alguna mierda que llevarse a la boca.
Primer paso: autoconsciencia. Si quieres dedicarte a escribir sobre series de televisión porque no sabes qué otro escuajo hacer con tu vida, párate a pensar un momento. Si sientes una tromba de urgencia por estar al día con todas las grandes series de la historia de la HBO, párate a pensar un momento. Si no dejas de buscar algo nuevo día tras día. Si sigues empezando a ciegas una serie y otra. Si algo te impele a esclavizarte ante el ordenador, a estar al día, a descargar, a buscar subtítulos. Si continúas series paupérrimas como Extant o Wayward Pines por el simple hecho de haberlas comenzado un condenado día. Si notas que ya no disfrutas viendo nada. Ni siquiera Penny Dreadful. Si la bestia de la ansiedad aprieta sus colmillos contra tu cuello cuando la carpeta de descargas anda repleta de capítulos. Si notas que algo va mal, tan solo para.
«No veas los capítulos que salieron esta mañana. Déjalos para el domingo, estarás más aburrido y los disfrutarás mucho más»
Segundo paso: liberación. Sal de ahí. Juega al fútbol, que tanto te gusta, o al tenis. Vuelve a leer; El camino del corazón te está esperando en la estantería del salón. Entra en tu cuenta de tvshowtime y borra de tu calendario todas las series que no te ilusionan. No empieces nada en mucho tiempo. No importa lo bien que la vistan en Serielizados: no la empieces todavía. No hay prisa ninguna. No veas los capítulos que salieron esta mañana. Déjalos para el domingo, estarás más aburrido y los disfrutarás mucho más. Descarga tu semana, para que los lunes vuelvan a ser un día maravilloso lleno de alegrías seriales. Olvídate de los showrunners y su puta madre. Busca algo que hacer que te guste: ayuda en la organización del Festival de Cine Africano de Tarifa. Estudia unas oposiciones. Muévete. Aunque sea para pasear por la orilla. Pasa mucho tiempo en la calle. Vuelve a casa y disfruta de la camita. Vuelve a revisionar, después de tres años, un episodio que te haya gustado mucho. No necesitas saltar a otro para engordar las filas de tu serieteca. Recréate. Disfrútalo.
Tercer paso: reincidencia. La bestia regresa a casa. Como la tristeza o Frank Gallagher, la ansiedad es un compañero sempiterno de viaje. No hay dibujos de escorpiones que puedan mantenerla fuera para siempre. Entonces recaes: la limpieza frenética, la cuenta hasta el ocho, la angustia por vaciar tus «tengoquever». Día tras día, año tras año, la relación va madurando. Hasta que una noche, distraído, entregado a algún maratón malsano por culpa de la jodida Netflix, la notas trepar por el nórdico como tantas otras veces, pero ningún instinto te invita esta vez a adoptar la posición defensiva de un Ragnar Lothbrok puesto de opio en una feria de fuegos artificiales. Por el contrario, le haces un hueco a tu lado, la dejas recostarse hecha un ovillo y sigues con tu vida. Sabiendo que se irá para volver y que volverá para irse en un ciclo cuyo final está escrito a seis pies bajo el suelo. Eso sí, llévense cuantas más series mejor en esos cerebros tan estrafalarios que guardan en sus testas. Aún sin ansiedad, la eternidad puede hacerse muy larga.