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Cuando uno empieza a ver Sugar tiene la impresión de estar asistiendo a una amalgama de tópicos que durante años nos ha servido en bandeja de plata el cine negro: un investigador, una desaparición, un coche elegante, un interés romántico, una femme fatale. Como si sus creadores hubieran leído demasiadas veces aquella frase que se atribuye D.W. Griffith, otras a Francois Truffaut y otras a Jean Luc Godard: ‘todo lo que necesitas para hacer una película es una mujer y una pistola’.
La serie es una concatenación de factores que hemos visto en el mismo orden y con la misma intención ya en muchas ocasiones en la pequeña y en la gran pantalla. La propia trama detectivesca es en sí misma de una consistencia dudosa y los personajes que orbitan alrededor del protagonista no dejan de ser campos de asteroides que protegen al planeta alrededor del cual orbita la historia: John Sugar. Construido con una mezcla de calidez, frescura y clasicismo por un inmenso Colin Farrell, Sugar es lo único interesante de Sugar. O al menos eso es lo que parece hasta el final del sexto episodio.
Si alguien ha sido capaz de esquivar el maldito spoiler y quiere seguir evitándolo que deje de leer ahora mismo.
Hay muchos momentos a lo largo de la primera etapa de Sugar en la que es imposible no pensar, ‘este tío de qué planeta viene’. Habla idiomas con una facilidad pasmosa, se comunica con el reino animal de un modo claramente singular, usa un lenguaje que huele a perfume caro y es impecablemente conciso. Nada parece ponerle nervioso: ni siquiera que tres tarados con escopetas y cuchillos le tengan acorralado en una habitación en la que parece inevitable irse al otro barrio.
Definitivamente, hay algo realmente marciano en su manera de relacionarse con el mundo y para los muy observadores es fácil deducir que hay algo tremendamente enigmático en la historia de este tipo. Además, sus soliloquios (esa eterna voz en off que parece casi una sesión de «ASMR director’s cut») aparecen salpicados por fragmentos de antiguas películas de género negro y al final uno acaba creyendo que John Sugar se ha educado en un cine viendo clásicos y que, en realidad, trata de comportarse como esos tipos duros que habitan en las entrañas de El sueño eterno o La noche del cazador.
‘Sugar’ no admite medias tintas y esa es probablemente su gran virtud: la locura con la que se arroja a una piscina sin saber si hay agua suficiente
Sin embargo, parece imposible ver venir con cierta claridad el loquísimo giro de guion que se sacan de la manga los creadores de esta serie: al final del sexto episodio nuestro (anti)héroe en blanco y negro se pincha una sustancia mientras susurra algo parecido a un ‘abracadabra’ y et voilà: John Sugar es un alienígena. Uno azul, por más señas.
Y con ese martillazo en la cara del espectador, se abre el gran interrogante que va a perseguirnos a partir de ahora: ¿juego o no?
Una cuestión de fe
En cierto sentido, el plot twist de Sugar es casi una cuestión de fe. Si ese cosquilleo que sentías en la nuca cuando veías lo cool que es Colin Farrell te ha arrastrado hasta aquí y te has dado de bruces con el extraterrestre o si sabiendo que llegaba algo con lo que te darías de bruces has seguido con la serie. La primera opción es la que llevará al fan a disfrutar de lo que viene y hasta a viajar al pasado para repasar si todas esas pistas que Sugar había ida dejando a lo largo del camino eran realmente sustanciales.
No hay marcha atrás para el creyente: si has llegado hasta aquí siguiendo al detective no vas a parar ahora; si te has añadido a la ola porque no querías quedarte sin saber qué demonios pasaba con el amigo John, es bastante posible que te asalte la tentación de romper la tele a martillazos.
La serie podría acabar siendo una genialidad casi diabólica o una tremenda memez, pero con solo dos capítulos para acabar la temporada sería injusto no darle la oportunidad de darnos el tortazo
Porque Sugar no admite medias tintas y esa es probablemente su gran virtud: la locura con la que se arroja a una piscina sin saber si hay agua suficiente para arroparle en el chapuzón o si el mirón al otro lado de la pantalla le va a mirar con la misma cara de mala hostia que se le pone a un vendedor de Tecnocasa que llama a tu timbre a las once de la noche e insiste en que es una hora tan buena como cualquier otra.
Una genialidad casi diabólica o una tremenda memez
El incauto que firma este texto no ha visto aun el séptimo episodio, que es el que realmente validará (o cancelará) Sugar. Ahora es cuando se visibilizarán las costuras de un show realmente circense en todas las variantes del término y por fin podremos ver si es agudo y afilado o un simple delirio que surgió para insuflarle algo de vida a una serie que no tenía ningún elemento que la hiciera memorable.
Estos días hemos visto al creador de Sugar lanzarse a su particular tour de prensa para explicar a cualquiera que quisiera escucharle que muchas plataformas rechazaron la propuesta por culpa del susodicho giro espacial, pero cuesta mucho de creer que el titular no sea más que el equivalente sofisticado del tipo que hace malabarismos en un semáforo esperando que le prestes atención.
Sugar podría acabar siendo una genialidad casi diabólica o una tremenda memez, pero con solo dos capítulos para acabar la temporada sería injusto no darle a la serie la oportunidad de darnos el tortazo más grande desde el primer episodio de Black Mirror o confirmar su condición de ocurrencias delirante de showrunner sabelotodo que necesitaba alguna gilipollez épica para finiquitar una serie que de otro modo se hubiera perdido en la catarata de estrenos semanales que nos inundan sin remedio.
Ahora llega la gran decisión: cara o cruz. No hay más.
Venga John, súbete al ovni y que sea lo que Dios quiera.