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En 1954, Vincente Minnelli dirigió la versión cinematográfica de Brigadoon, un colorista y empalagoso musical de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe en el que dos excursionistas (Gene Kelly y Van Johnson) se topan con una pequeña aldea escocesa escondida en medio de un bosque. Pronto conocerán la realidad de la leyenda: víctimas de un encantamiento, los habitantes del lugar duermen eternamente, despertando solamente un día cada cien años, justo la jornada en la que los protagonistas aparecen en este pueblecito mágico, misterioso y encantador.
Idéntica premisa utilizaba Schmigadoon! en su sorprendente primera temporada: Josh y Melissa, qué estupenda y chisposa química gastan Keegan-Michael Kay y Cecily Strong, no pasan por los mejores momentos de su relación. Pero la crisis de pareja encuentra una ventana de oportunidad en un bucólico lugar en technicolor en el que el tiempo parece haberse detenido, un entorno de cartón-piedra en el que sus habitantes cantan y bailan más que hablan.
Sin comerlo ni beberlo, y sin margen para la huida hasta encontrar y sentir el amor verdadero, nuestros protagonistas se ven metidos de lleno en un musical de los años 50, rodeados de personajes de Carrusel, de Oklamoha o de The Music Man. Incluso de Sonrisas y lágrimas: una de las mejores escenas de la temporada pone a cantar a Strong cual Julie Andrews, convirtiendo el Do-Re-Mi en una desternillante clase básica de educación sexual.
Nacida de la imaginación de Cinco Paul y Ken Daurio (las mentes pensantes tras Gru, mi villano favorito y Los Minions), y con cierta tendencia al cachondeo del Saturday Night Live (Lorne Michaels es productor ejecutivo, y Cecily Strong formó parte del equipo del programa durante una década), Schmigadoon! mostraba su debilidad por el musical más clásico con un tono que viajaba del rendido homenaje a la caricatura del spoof, tan cariñosa como gamberra.
La alegría de vivir, la cursilería y el optimismo propios de muchos de aquellos musicales, cinematográficos y teatrales, de mediados del siglo pasado, salpicaban la peripecia de la pareja protagonista, permanentemente atribulada ante lo que la rodeaba, cada vez más adaptados al feliz entorno. Y propiciaban la sátira: aquellas tramas son pizpiretas y ñoñas, pero sus rancios valores están pasados de moda, y Josh y Melissa chocarán permanentemente con virtudes pretéritas.
Hay en Schmigadoon! muchísimos momentos inspirados, además trufados de canciones estupendas, la risa no está reñida con el talento: en este sentido, resulta un plus gigantesco el que todos los secundarios de la función sean estrellas de Broadway, en un permanente guiño a ese espectador que alguna vez en su vida ha viajado a Nueva York o a Londres a ver teatro del bueno. En la piel del alcalde, de la mujer del predicador y defensora de la moral, del rufián de medio pelo, de la condesa ricachona (otro chiste a costa de Sonrisas y lágrimas) o de la sufrida maestra de escuela, desfilan, cantan y bailan, de Alan Cumming a Kristin Chenoweth, de Aaron Tveit a Jane Krakowski o a una Ariana DeBose que poco después ganaría el Oscar por West Side Story.
El maravilloso girito de la temporada 2
¿Seguimos con la historia de Josh y Melissa tras cruzar el puente? El spoiler no existe si hablamos de finales felices en los musicales de los 50. Otra cosa bien distinta ocurre en los musicales de los 70, mucho más oscuros y de conclusión menos evidente, hijos de tiempos revueltos, turbulentos, de magnicidios y guerras en Vietnam, de escándalos políticos, de movimientos pacifistas y lucha antirracista por los derechos civiles.
La segunda temporada de ‘Schmigadoon!’ es suficientemente inteligente para mantener la inspiración y darle la vuelta a los chistes
Total, que al final de la temporada 1, Josh y Melissa cruzan el puente en un ‘The End’ de colores. Ahora, año y medio más tarde, vuelven a vivir una crisis, está vez por una maternidad frustrada. Mochila a la espalda, deciden regresar al lugar donde fueron felices, solo que, y ahí viene el ingeniosísimo giro argumental, al otro lado del puente ya no se encuentran con Schmigadoon, sino con la algo más inhóspita Schmicago. Enseguida descubrirán que las normas que rigen la ciudad ya no son tan alegres ni luminosas.
Como ocurría en Schmigadoon, en cada esquina de la oscura Schmicago se esconde un cliché, un personaje reconocible de una escena o número de un musical icónico. Pero, a diferencia de entonces, los referentes son ahora algo más agresivos con nuestra pareja protagonista: en el aire flotan Sondheim, Fosse, Kander y Lloyd Webber. Los cerebros de los más puestos en el asunto empiezan a procesar, y a gozarlos, fragmentos de Sweeney Todd, de Cabaret, de Hair, de Pippin y, por supuesto, de Chicago; en todos ellos se sustenta la parodia argumental. Y también se dejan caer los homenajes a Annie, Oliver, Jesucristo Superstar, Godspell o Company.
El grifo de los guiños no se cierra nunca: cada personaje es un suma y sigue de otros bien reconocibles. Cada entuerto al que se enfrentan los personajes (ya sea un asesinato, una venganza, una amenaza de convertir a huérfanos en salsichas, o una ola hippy de paz y amor libre) resuena a otros que hemos visto cantados en cine y teatro. Cada uno de los carteles de neón que alumbran la ciudad esconde algún hilo del que tirar. Así hasta el infinito.
Manteniendo al inmejorable plantel de secundarios bregados en el género y en los escenarios, con el añadido de Tituss Burgess (Unbreakable Kimmy Schmidt) y Patrick Page (otra figura de los escenarios) al equipo, la segunda temporada de Schmigadoon! es suficientemente inteligente para mantener la inspiración y darle la vuelta a los chistes, para no bajar el listón con las traviesas canciones de Cinco Paul, innovando sin perder la esencia ni dejar de jugar a lo mismo que en su primera entrega. El resultado es un díptico delicioso, un festival para adictos al musical, pero también un tronchante aterriza, agárralo, o cántalo y báilalo como puedas.