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Miren se atreve a romper el sólido dominó de su familia perfecta. Un día, denuncia a la policía a su marido, un terrorista emocional que la ha violado durante treinta años amparado por el matrimonio. Por primera vez la mujer se defiende, señalando por su nombre todo lo que esconde el tramposo Querer: mucho Mentir, Juzgar y Perder, verbos que dan nombre a los capítulos de la primera serie de Alauda Ruiz de Azúa (acompañados de un asterisco por ser tan universales como particulares, provisorios). Etapas que esperamos que lleven a un mañana diferente, mejor.
La serie se ocupa de que los monstruos del abuso permanezcan siempre debajo de la cama, al girar la esquina, dentro del armario
La historia de Miren (Nagore Aranburu) perpetúa los arquetipos tristemente reales alrededor de la denuncia femenina desacreditada, que ya cultivaron narrativas como la de Creedme (Netflix) o películas como The Assistant de Kitty Green. Querer acompañará en los primeros días desde la denuncia hasta la resolución judicial, tres años más tarde. Le sostendrá la mirada al desplegar las herramientas de un drama plenamente funcional, mientras los integrantes del núcleo familiar se descomponen, poco a poco, ante la gravedad de los hechos.
A todos, a sus dos hijos (Miguel Bernardeau e Iván Pellicer, el “pepero” y el aliado) y al padre abusador (un gigantesco Pedro Casablanc), se les dará el privilegio de tambalearse. A ella, no. Porque la serie de Ruiz de Azúa –y sonrío al escribir “serie”, Querer es una serie en el mejor sentido– se ocupa de que los monstruos del abuso permanezcan siempre debajo de la cama, al girar la esquina, dentro del armario. Que los fantasmas sean tan fríos como etéreos y que, por lo tanto, no haya un solo sitio seguro. Bien al contrario del vergonzoso ataque al alfabetismo emocional del público por parte de culebrones como Intimidad.
De hecho, Alauda Ruiz de Azúa aplasta cualquier estridencia del melodrama para párvulos bajo la anubarrada sobriedad formal, siempre azulenca, del Bilbao urbano. La repudia y la inquietud piden la seriedad asceta de un buen guion, aunque la directora, al cargo de los cuatro episodios, se permita algún que otro ramalazo satírico, como la apariencia deliberadamente buitresca de un letrado machista, arrinconado y calvo.
En realidad, al guion escrito junto con Eduard Sola (El cuerpo en llamas) y Júlia de Paz (Las largas sombras), podría reprochársele que bordee y caiga en la ilustración moral, el catálogo de formas en las que, por ejemplo, las violencias del padre van poseyendo a su hijo mayor, Aitor. Sin embargo, la redención de este hombrecillo congestionado llega de una forma tan paulatina, casi sin desencadenantes visibles, que la vivimos con la sorpresa de quien encuentra a un amigo cambiado por el tiempo. Eso es bueno, y no tan común.
‘Querer’ confía en la expresividad del tiempo real antes que en los grandes despliegues narrativos
Tampoco hay nada malo en el comentario, mientras interese. Y si bien el epílogo del último capítulo resulta tan evidente como necesario, el del episodio anterior, con un Aitor deshecho compartiendo baño con el fiscal que juzga a su madre, traduce en imágenes un caso muy concreto de vulnerabilidad en los espacios públicos generizados, que es una palestra mucho más compleja de lo que apunta este drama en particular. Así que bien.
En cualquier caso, es en la orfebrería de la coloquialidad española que el guion de Ruiz de Azúa, Sola y De Paz brilla. Su ficción se nutre de “gracias a Dios”, de “como en todos los matrimonios”, de “normales” o de “entrares en razón”, que nos devuelven a casa y que suenan a todas aquellas “bofetadas a tiempo”.
Querer confía en la expresividad del tiempo real antes que en los grandes despliegues narrativos: la toma de testimonios del juicio, donde se verbalizan sin ribetes muchos antecedentes que ya conocemos o que ya hemos podido intuir, ocupa su buena hora de las cuatro que dura la serie en total. Mientras tanto, sabemos únicamente por coletillas de diálogo qué ha ocurrido en los tres años que hubieran sido el cuerpo de una manida historia de superación.
Alauda Ruiz de Azúa y su equipo han ajustado los volúmenes de todo el artefacto dramático con tanta maña que el producto final espesa hasta compactar
Demostraba la responsable de Cinco lobitos que sólo apegándonos a la caligrafía de lo real (al mareo coreografiado de una cámara que nos sacude en una noche de insomnio por berreos infantiles), pueden sostenerse los combates cotidianos. Hoy, cuando la imagen calla para dejar paso al hecho, es Nagore Aranburu quien se encarga de sostener la torcha del drama a pie de calle. La actriz recoge el arquetipo de la madre coraje con pleno dominio sobre sus quiebras y reconquistas emocionales.
Como a Patricia López Arnaiz (sólo un punto más sobria), resulta fascinante verla moquear, titubear y tropezarse con las sílabas de manera tan melódicamente fortuita que los momentos de entereza llegan como cimas, aunque casi por sorpresa. La forma en la que traga saliva agraviada pero en alto… Es el mismo gesto que el oscuro Pedro Casablanc emplea para transformarse, de forma más o menos completa, en una criatura imberbe y frágil, chapada a la antigua, que simplemente no sabe hacerlo mejor.
Querer renuncia a lo evidente, posiciona su cinematografía y entrega a su elenco a las potencias expresivas del gesto. Alauda Ruiz de Azúa y su equipo han ajustado los volúmenes de todo el artefacto dramático con tanta maña que el producto final espesa hasta compactar. Podéis ver Querer con el móvil delante, o comiendo, pero lo que la serie pide es silencio activo, ser escuchada de verdad.