Crítica de 'Peaky Blinders' (2022): El final del túnel, al fin
Crítica: 'Peaky Blinders' (Finale)

El final del túnel, al fin

Este artículo se construirá con fogonazos de ideas. Cada párrafo será poco más que un verso profano, poco menos que un canto sacro de taberna. Por orden de los Peaky Blinders.
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Se avisa: cantidad bárbara de spoilers por delante. Sean cautos.

 

Thomas Shelby no es un poeta, pero piensa como un poeta, y existe como un poeta: ciego de belleza, ahogado de oscuridad. Bajo tierra. Su hábitat son los túneles que perforan los cimientos del mundo. Lobreguez de galería subterránea, eso es Tommy Shelby. La temporada final de Peaky Blinders bien merece que cojamos una pala y, hundidos en el barro, cavemos hasta dar con las verdades del rey de Birmingham.

El enemigo definitivo de Thomas Shelby no es otro que Thomas Shelby

En el barro. La temporada empieza allí. Tommy, desesperado, se desploma en él tras intentar acabar con todos sus problemas volándose los sesos. No hay balas en la pistola. Cuando se levanta, tiene la mitad del rostro cubierta de un barro denso y pegajoso; jugo de pesadilla. Luz y oscuridad en la cara de Thomas Shelby, a juego con su mente magullada, con su alma penitente.

“Quizás he encontrado al hombre al que no puedo destruir”, dice Tommy de Oswald Mosely, fascista británico que en los años treinta del siglo pasado soñó con emular el éxito de Hitler. Parece el enemigo definitivo de los Shelby, pero en la sexta temporada pronto deja de serlo; sigue siendo un enemigo –y amigo al mismo tiempo–, pero no es el definitivo. Tampoco lo es el IRA. Ni la mafia irlandesa de Boston. Ni la temible combinación de todos ellos que lleva de cabeza al líder de los Shelby, de hecho. El enemigo definitivo de Thomas Shelby no es otro que Thomas Shelby. También es el hombre al que no puede, y debe, destruir.

Volveremos a ello más tarde. Antes, más destellos de idea.

La tía Polly –descansa en paz, Helen– ya no está. El IRA la ha matado para dar una lección a Tommy. Michael, hijo de Polly, culpa de la muerte de su madre a la ambición sin límites de su primo. En un inicio de temporada plenamente shakesperiano, ante una jauría de llamas devorando el cuerpo sin vida de Polly, Michael le promete venganza. Matará a Thomas Shelby. No es una novedad, para la malograda Polly. Ella había vaticinado en vida el enfrentamiento. “Habrá una guerra en esta familia, y alguien morirá”. La profecía de las brujas llevó a Macbeth al desastre; la profecía de Polly, también bruja, desembocará necesariamente en desastre o bien para su hijo o bien para su sobrino.

Cabe señalar dos elementos cuyo peso es trascendente a lo largo de la temporada: la poesía y el opio

Entonces pasan cuatro años en los que pasan muchas cosas. Michael, en Boston, está relacionado con la mafia irlandesa que durante la Ley Seca ha dominado el tráfico ilegal de licor en el país. Al otro lado del Atlántico, el licor ha salido de la vida de Thomas Shelby. Ahora solo bebe agua. Thomas Shelby bebe agua. Y se nos insiste mucho en ello. Qué forma más brillante de decirnos que Tommy ya no es Tommy; que forma más atroz de mentirnos.

Pasan cuatro años, lo hemos dicho. En la isla de Miquelón, territorio francés a pesar de encontrarse a escasos kilómetros de las heladas costas canadienses, Michael y Tommy vuelven a encontrarse. Un negocio entre manos. El azabache del odio solo palidece ante el verde del dinero. Aunque no desaparece, el odio, jamás, solo se posterga. De la reunión en esa isla maldita cabe señalar dos elementos cuyo peso es trascendente a lo largo de la temporada: la poesía y el opio.

Con ellos, conectados por un angosto túnel, seguiremos construyendo bocado a bocado esta crítica, o urdimbre de párrafos en apariencia inconexos, o lo que sea que sea esto. Ser suele estar sobrevalorado.

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La temporada final de ‘Peaky Blinders’ bien merece que cojamos una pala y cavemos hasta dar con las verdades del rey de Birmingham.

Los irlandeses se mofan de Tommy por poeta, y le piden que recite algo. Ese algo es un tal William Blake. Versos sobre ira y odio, amigos y enemigos. Soberbios, patanes, los irlandeses no entienden que Thomas Shelby les acaba de recitar su epitafio. Michael, presente en la reunión, lo intuye. Otro poeta británico fue Siegfried Sassoon. Combatió en la Gran Guerra, quién sabe si en la misma trinchera que los hermanos Shelby. En abril de 1917, desde esa trinchera anónima, Sassoon escribió el poema La Retaguardia, cuyo primer verso nos dice: A tientas por el túnel, paso a paso. Y los dos últimos: Subió a través de la oscuridad al aire crepuscular / Descargando el infierno tras él, paso a paso. En esos versos de Sassoon, poeta como Thomas, soldado de la Gran Guerra como Tommy, encontramos el trayecto exacto que recorre Thomas Shelby a lo largo de los seis episodios de la temporada final de Peaky Blinders.

Porque, y esta es la clave de todo, Thomas Shelby sigue en los túneles que cavaba junto a sus hermanos y compañeros de brigada bajo los campos de batalla franceses. Hace quince años que terminó la guerra, pero él sigue allí. En la oscuridad. En el miedo. En la muerte. En la falta de oxígeno de los que reptan bajo tierra: los vivos muertos. Thomas sigue viviendo en los túneles donde ya murió. Y así no hay quien viva, ni quien muera.

El centro gravitacional de Peaky Blinders siempre ha sido Thomas

Quien tampoco sabe vivir ni tiene talento para morir de una vez por todas es Arthur. “Aún estamos en Francia”, le dice el mayor de los Shelby al predicador Jeremiah. Cuando pronuncia esta frase, Thomas está en Miquelón, territorio galo de ultramar, y no es casualidad. Arthur también sigue bajo tierra, decíamos, en los túneles, e intenta combatir la angustia con opio. Cantidades descomunales de opio. Jamás habíamos visto a Arthur tan descontrolado. Eso es mucho decir. El trabajo interpretativo de Paul Anderson es descomunal. A medida que la adicción aumenta, el peso de Arthur en la serie disminuye. Nunca había sido tan secundario a lo largo de la serie como en esta última temporada, a pesar de dejarnos momentos estelares como la paliza a un par de camisas negras de Mosley al grito de “¡Nazis bastardos!”. Pero Arthur, por muy Arthur que sea, no deja de ser un mero satélite de órbita enloquecida que da vueltas alrededor del inevitable centro del universo: Thomas Shelby.

Un matiz sideral, por eso, a la teoría tommycéntrica. Un nuevo esqueje de idea.

Es innegable. El centro gravitacional de Peaky Blinders siempre ha sido Thomas. Desde aquella lejana primera escena a lomos de un caballo negro. En esta última temporada, sin embargo, ese protagonismo alcanza niveles inéditos. Como si la oscuridad del túnel en el que vive desde la Primera Guerra Mundial hubiera incubado en él toda su absencia de luz, Thomas Shelby es ahora un agujero negro. Un día fue un astro, todo giraba a su alrededor, pero ese astro –una enana blanca, por supuesto– ha colapsado y ahora absorbe todo lo que antes se contentaba con hacer danzar.

Absorbe lo bueno de la temporada: el aumento del protagonismo de Ada, la aparición de personajes tan interesantes como Diana Mitford o Jack Nelson, incluso el glorioso momento en que Alfie Solomons le confiesa estar escribiendo una ópera. Absorbe lo malo de la temporada: la conveniente trama del hijo perdido, la forma de despachar el intrascendente Finn, la imperdonable manera de desaprovechar el talento de Stephen Graham. Lo bueno, lo malo. Qué más da. Acaba todo devorado por un ciclón, un monstruo, un agujero negro llamado Thomas Shelby. En ninguna otra serie recuerdo un personaje tan arrollador. Ni las migas, para los demás. Pero los agujeros negros también se devoran a sí mismos, el propio espacio que ocupan, todo ello sin dejar de crecer. Están locos.

Allí, al fondo, se intuye un claro. Queda poco para salir del bosque de ideas, del túnel.

peaky blinders temporada 6 final

Es innegable. El centro gravitacional de ‘Peaky Blinders’ siempre ha sido Thomas.

Thomas pierde a su hija por culpa de la tuberculosis. Eso hace enloquecer a un padre. Él ya estaba enloquecido antes de la tragedia. El médico le dice que la enfermedad de su hija le ha infectado para después extenderse hasta pudrirle el cerebro. Le quedan meses de vida. Thomas Shelby morirá, a pesar de que un par de capítulos atrás él mismo había asegurado que ya lo había matado cuatro años antes, cuando dejó el whisky. Cuántas veces tienes que morir, Thomas.

El tiempo apremia, lo quiere dejar todo atado. Vuelve a beber, primero con Arthur, después con el enemigo. Vuelve a ser el de antes. ¿Lo había dejado de ser? La respuesta nos la da Esme, la viuda del añorado John, cuando le pregunta: “¿Cómo puedes haber cambiado tanto sin haber cambiado nada?”. Beber agua no ha cambiado un ápice a Tommy, en ningún momento. Era todo una gran mentira que nos hemos contado a nosotros mismos. Saber que va a morir, sin embargo, sí ha provocado movimientos tectónicos en él. Y, además, nos parece confirmar algo que sospechábamos desde hacía tiempo: a Thomas Shelby solo lo puede matar un enemigo, y el nombre de ese enemigo es Thomas Shelby.

Ni tan siquiera eso es verdad.

“Quizás he encontrado al hombre al que no puedo destruir”

Tras cumplir la profecía de la bruja Polly, ganar la partida y salir indemne de un millar de intentos de asesinato, Thomas se despide de todos sus seres queridos. Se va a las montañas con un caballo, un carruaje y el aliento de la muerte en el cogote, literalmente, pues allí se afinca el tumor que debe terminar con el príncipe de los gángsters, como lo bautizó un buen amigo allá por 2013. “In the bleak midwinter”, como un eco del pasado, de nuevo en los labios del poeta. Dedo en el gatillo. Y entonces vuelve la hija perdida. No es tu momento, padre, le dice. Thomas Shelby no ha estado enfermo en ningún momento. Es la treta más inteligente que sus adversarios han osado utilizar contra él en toda la serie: hacerle creer que iba a morir para que se quitara la vida. El plan casi funciona, pero no. Ni Thomas Shelby consigue matar a Thomas Shelby. “Quizás he encontrado al hombre al que no puedo destruir”, dijo una vez. Hablaba de sí mismo sin saberlo.

Llega a galope. Lo anuncia una frase de Tommy: “He vuelto de bajo tierra”

Tommy vuelve a galopar. No sobre un caballo negro, esta vez. Es un caballo cuatralbo. Galopa para enterrarlos en el mar. Encuentra al médico que le mintió sobre su enfermedad, aliado del odioso y odiado Mosley. Cuando Tommy lo va a ejecutar, suena una campana. El tañido, en una escena que hubiera enorgullecido a Proust, excava en la memora de Thomas y desentierra un recuerdo hasta ese momento aletargado. Son las once. El Armisticio. El día once del mes once de 1918, a las once de la mañana, las potencias europeas firmaron el fin de la Primera Guerra Mundial. Ahora, dieciséis años más tarde, la guerra termina de una vez por todas también para Thomas Shelby. Lo anuncia una frase de Tommy: “He vuelto de bajo tierra”. No podemos más que recordar los versos de Siegfried Sassoon.

Ha salido, por fin, del túnel en el que mató y murió. Deja de ser aquel soldado destruido por la culpa y el terror. Un Thomas Shelby muere para que Thomas Shelby pueda seguir viviendo. “Paz, al fin”, sentencia.

Pero una última idea, por favor. Lo que Thomas Shelby no sabe aún es que después de la Primera Guerra Mundial vino una Segunda. Y fue mucho peor.

La luz al final del túnel, a veces, no es luz. Son llamas.

Pero qué le voy a contar yo al diablo.

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