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La primera temporada de Barry me pareció extremadamente buena. Como una especie de sucesora espiritual de Breaking Bad en la que las dosis de humor negro se habían exacerbado pero la misma escritura implacable hacía acto de presencia, la serie creada por Bill Hader y Alec Berg (Silicon Valley, Larry David, Seinfeld) se convirtió en una joya más en la pesadísima corona de HBO, aunque eso sí, con la mayoría de ojos vueltos hacia ficciones mucho más ambiciosas como Juego de Tronos.
Con episodios de apenas media hora y una idiosincrasia tan particular, próxima al estudio de personajes y a los estallidos de violencia de los Coen, Barry basaba su premisa inicial en los intentos de un sicario, exmarine reconvertido en cáscara vacía, por entrar en el mundo de la interpretación amateur y de paso dejar atrás su oscuro pasado. Al final, algunas de las preguntas que se hizo Barry desde el principio son tan antiguas como las propias ficciones, como la propia ética humana: ¿puede un hombre malvado, a fuerza de costumbre, volverse bueno? ¿Qué es lo que de verdad define estos dos polos, si es que existen? ¿Vale la pena decir la verdad?
Para Barry la redención no llegará jamás… su mundo es demasiado absurdo como para confiar en una evolución dramática tan clásica
La primera temporada de la serie jugó a esbozar un arco de evolución para su protagonista, desde la oscuridad hasta la (previsible) luz, punteado por una extraordinaria galería de personajes secundarios, para, como buena muestra de humor negro, concluir dejándonos claro que todo había sido una gran broma: para Barry, probablemente, la redención no llegará jamás. Ha hecho demasiadas cosas jodidas y, sobre todo, su mundo es demasiado absurdo como para confiar en una evolución dramática tan clásica.
Pero en su segunda temporada, tras el devastador final de su anterior entrega, Barry ya no ha estado tan interesada en la evolución hacia el bien de su protagonista, desechada esa estructura en favor de entregarse completamente en lo que ya latía en ella desde el principio: una pulsión de locura que alcanza su máxima expresión en «ronny/lily», el quinto episodio, que, jugueteando con las claves del fantástico y la ciencia-ficción, directamente parece un capítulo de Expediente X, con su propio monstruo y todo. Y uno de los buenos.
En ese afán por convertirse en un cajón de sastre pero sin perder el control, Barry se desmarca de otras ficciones de cariz moral protagonizadas por un hombre atormentado (es decir, prácticamente todas) para convertirse en algo mucho más interesante. Primero, como ya adelantó su anterior temporada, en un ensayo acerca de los límites del género (de la comedia a la tragedia y básicamente todo lo que hay en medio). Segundo, en una serie mucho más coral, con varios personajes que dejan de ser tan secundarios para, prácticamente, protagonizar cada uno de ellos una micro-serie dentro de la serie (urge un spin-off de NoHo Hank, el gángster con modales interpretado por Anthony Carrigan, que por momentos parece vivir literalmente en un universo paralelo).
Uno de los mejores elencos de la televisión actual
Esto es especialmente relevante para el personaje de Sally, interpretado por Sarah Goldberg, cuya evolución sostiene la temporada y que sirve de espejo a muchas de las cuestiones que en la primera entrega se habían asociado con Barry. Cuando decide representar como actriz el maltrato que sufrió hace años a manos de su exnovio, la indecisión entre contar lo que realmente ocurrió y quedar como una cobarde o simular una respuesta heroica y servir de ejemplo hace surgir, como con Barry, el tema de la necesidad de máscaras, de ocultar la verdad a los demás para no hacerles daño, esta vez atravesado por una cuestión de género. La respuesta de la serie, tal vez sale más a cuenta no decir la verdad, hace pensar que es posible que ella tampoco tenga redención posible.
Así, la segunda temporada de Barry complejiza a los que hasta el momento habían sido comparsa de su protagonista, lo cual es mucho más sencillo teniendo en cuenta que su elenco de protagonistas es uno de los más sólidos de la ficción actual. A los ya mencionados se suman Henry Winkler y Stephen Root, que como profesor de teatro y antiguo compañero de crímenes continúan tirando de Barry en dos direcciones opuestas y de paso brindándonos algunas de las mejores escenas de la televisión de 2019.
Barry es también, en fin, un testamento al extraordinario talento de Hader, ese hombre que empezó protagonizando sketches (inolvidables, tengámoslo en cuenta) para pasar a aparecer como secundario de lujo en muchas de las mejores comedias estadounidenses de los últimos quince años, y entonces decidió escribirse un protagonista prácticamente mudo. Pero conviene no confundir esto con un salto hacia el «drama de calidad», dejando atrás la prescindible comedia: el compromiso de Hader con la risa sigue ahí, incluso más profundo que antes. Porque Barry, ahora que estamos en medio del enésimo debate sobre los límites del humor y el significado político de la risa, reivindica el auténtico poder subversivo, revolucionario, del chiste.
Su primera temporada cerraba con un final tan lógico como devastador, mezcla del talento del equipo de guionistas para llevar a los personajes al límite (otro paralelismo con Breaking Bad) y el ramalazo cómico de Hader, detrás de algunos de los mejores sketches y personajes del Saturday Night Live reciente: tras un acto de la violencia más absoluta, asistíamos a la ejecución perfecta del mejor chiste de toda la temporada. Y nos íbamos a negro.