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Que las series colonizan nuestro cerebro con las estrategias de fidelización de la cocaína es materia conocida por cualquier telenauta que haya metido la nariz más de la cuenta en el polvo estimulante de las ficciones catódicas. Y no es una hipérbole catastrofista, estudios recientes confirman que para nuestro organismo las series son un veneno tan placentero como adictivo. Es una evidencia tan palmaria, que incluso a ojo desnudo resulta fácil hallar paralelismos entre el modus operandi del toxicómano y el seriéfilo.
Lo más preocupante es que el reciente estreno de la tercera temporada de House of Cards al completo ha elevado el ansia que carcome los adentros del seriéfilo a un nuevo estado de voracidad que comienza a resultar inquietante. No es poca la gente que se ha tomado el visionado de esta nueva temporada como un concurso de comer perritos calientes, ¡y ha intentado introducirse por el esófago 13 horas del tirón! Digo “intentado”, porque una cosa es proponérselo y otra conseguirlo sin acabar en el Asilo Arkham con una inyección de atropina bajo la lengua. Eso sí, el mero hecho de proponérselo ya produce pavor.

La bulimia descontrolada por Frank Underwood ha sido el aviso más claro de que en algún momento de nuestras vidas las series pasaron de ser un entretenimiento a una compulsión de lo más jodida… Y no nos hemos enterado. Ahora ya no nos gustan las series, ni siquiera nos consideramos expertos en series, ahora nos llamamos seriéfilos, que suena más gordo e importante, y solo vemos y vivimos para las series, las masticamos todas juntas con los ojos surcados de capilares sanguinolentos, como hacía a Lemmy con las anfetas. El objetivo ya no es gozar con un par de títulos durante un largo espacio de tiempo, sino metérnoslos todos a la vez por la napia en una raya del tamaño de la espada de Jaime Lannister y esperar que nos reviente el cerebro en mil pedazos.
No a la compulsión seriéfila
«La vorágine caníbal de House of Cards supone la primera escisión profunda entre el Viejo y el Nuevo Orden de consumidores de series de televisión»
La reciente vorágine caníbal de House of Cards supone la primera escisión profunda entre el Viejo y el Nuevo Orden de consumidores de series de televisión. Tengo la suerte o el infortunio de estar a caballo entre ambas eras. A riesgo de sonar nostálgico, y después de haber sufrido durante mucho tiempo la adicción salvaje que tanto se estila en los tiempos que corren, estoy convencido de que el actual modus operandi de la comunidad seriéfila más radical es un modelo insostenible para seguir disfrutando del formato en toda su extensión.
Por culpa del seriéfilo, la forma de consumir, asimilar y analizar las ficciones televisivas en la actualidad se ha gangrenado hasta la misma raíz. Es un encaramiento diametralmente opuesto al imperante antes del boom. Y no hace tanto de eso. Lo grave es que se ha perdido de forma irrevocable la liturgia del culto a una serie. El antes y el después. Recuerdo que hace unos años, aguardaba la cita con cada nuevo episodio de mi serie favorita embargado por la excitación; la espera y preparación del momento formaban parte indisoluble del ritual. Nunca me superaba la impaciencia del yonqui, pues no estaba abocado a la dictadura y a la velocidad suicida del panorama actual. Las series se disfrutaban en las dosis adecuadas, se rumiaban un buen rato hasta la llegada del nuevo episodio y no pasaba nada. Las series eran fieles a su formato y no a las apetencias de sus adictos: se dilataban en el tiempo, se metían en nuestra rutina, formaban parte de la familia.
Una temporada dividida en 13 episodios no está concebida para ser vista de una sentada, pues se rige por unos códigos que nada tienen que ver con los de una película. Es como si ahora nos diera por ver largometrajes en episodios de 10 minutos durante un par de semanas. Quizás soy demasiado radical con el asunto, pero cada vez estoy más convencido de que para disfrutar plenamente una serie de calidad hay que ver un capítulo (a lo sumo dos) por día. Dejar que respire la trama. Hacer que los personajes entren poco a poco en tu vida. Tener el tiempo suficiente para que todos los detalles y piezas vayan encontrando su sitio en tus entendederas antes de meterte otro jeringazo de ficción. Echarte novia y esas cosas.
Ver la tercera temporada de House of Cards en uno o dos días es perderse demasiadas cosas, es empachar el organismo, es comerse una bandeja de nigiris embutida en un calzone, y en mi pueblo el sushi hay que saborearlo pieza a pieza, calma chicha. Volcarlo todo a la sopa boba en una plataforma no solo va en contra del espíritu de la propia serie, sino que alimenta a ese depredador insaciable, enloquecido, que es el seriéfilo actual. Ponle 13 y los verá. Ponle 18 y, qué diablos, también se los meterá entre pecho y espalda. Y así es cómo se rompen las cosas: forzándolas.
El chute de la competición
«Al seriéfilo solo le queda ser el primero y el que más cosas se traga para reclamar su posición de poder en esta jungla superpoblada»
El seriéfilo es un virus a exterminar. Su voracidad ha terminado infectando a los demás. El seriéfilo ya no se mueve por la adicción a una serie, algo que hasta puede resultar comprensible en casos extremos. Nah, su liga ya es otra y se mueve por una adicción todavía más peligrosa que solo entienden los de su casta: la competición.
Dado que el acceso a las series se ha democratizado y todos podemos verlas gratis wi-fi mediante, al seriéfilo solo le queda ser el primero y el que más cosas se traga para reclamar su posición de poder en esta jungla superpoblada. La industria ya no esconde nada, internet nos avisa de todos los estrenos por muy minoritarios que sean, hay páginas que analizan cada episodio pormenorizadamente el día después de su emisión… Dárselas de descubridor y gurú es del todo imposible en este contexto.
El seriéfilo vive en un sprint perpetuo y necesita verlo todo antes que nadie, ser el primero en amenazar a la humanidad con spoilers, abandonar toda vida social para respirar a través de una escafandra seriéfila las 16 horas de vigilia. Es febril. Absurdo. El tipo tiene que sentar cátedra a la velocidad de la luz, escribir el primero sobre todas las series importantes que existen porque a lo mejor sus competidores ya están colgando sus respectivos análisis en sus blogs, y eso sería una maldita tragedia.

Y es que la inFoxicación radical de la series es también otra lindeza del legado seriéfilo. Datos, detalles, teorías, referencias literarias, errores de raccord, elucubraciones, interpretaciones, cualquier soplapollez es bienvenida siempre y cuando hinche la serie como un pavo el día de Acción de Gracias con mierda de relleno, lecturas inanes y relecturas todavía más patéticas. Mientras el papo del seriéfilo rebose más que el de tus competidores, bienvenida sea la muerte por sobreinformación de la serie. Da igual que el cadáver que la víctima se llame True Detective: inFoxiquemos sin piedad y maricón el último, que aquí no hay prisioneros.
Hay que pararle los pies a la Bestia. El seriéfilo ha pervertido un acto tan inocente como seguir una serie de televisión. Lo ha convertido en una lucha a cara de perro contra el tiempo y el resto de la humanidad, no sin antes inocularle dos agentes altamente dañinos: el ego y el estatus. Porque no hay nada como ser el tipo al que las becarias acuden para una recomendación seriéfila; no hay nada como ser el ídolo con pies de barro de la oficina.
Me estoy quitando
«He dejado la última temporada de 24 a la mitad y la retomaré cuando me lo comunique mi masa testicular»
Si el seriéfilo perteneciera a una minoría de chalados que se reúnen en estaciones de metro abandonadas para ver Carnivàle en un Cinexin, aquí paz y después gloria. El problema es que su influencia está siendo cada vez más decisiva y son cada vez más los incautos que se ven arrastrados a su mundo. Tal es su poder, que hasta las cadenas ajustan emisiones y formatos a la bulimia competitiva del bichejo. Si no queremos cargarnos el tinglado y evitar la zombificación del consumidor de series, se impone una catarsis desintoxicadora, una cura masiva, joder, ¡Seriéfilos Anónimos!

Confieso que he sido un seriéfilo al límite de sus capacidades. Y aunque ya no me considero un adicto, la pulsión siempre seguirá latente en mis entrañas, como el alcoholismo. Durante unos años, no había serie que saliera que no acabara en mi laptop el día después de su emisión. La competición. Verlo todo antes que nadie. Esa era mi auténtica droga. He llegado a tragarme episodios sin subtítulos para no esperar. He llegado a comprarme packs de series que son pura mierda y languidecen en mis estanterías aún precintados. He visto temporadas enteras del tirón encerrado en casa durante todo un día. Me he zampado series que me apetecían menos que un sándwich de excremento canino para no ver peligrar mi estatus en mi círculo de amigos y conocidos. He visto episodios de Perdidos en la oficina a las 7,30 de la mañana, mientras las mujeres de la limpieza ultimaban su trabajo. He dicho que soy fan de Mad Men, cuando en realidad la odio, para no ser apedreado por mis iguales. He hecho cosas terribles.
Sin embargo, he salido del hoyo. Agotado por la presión de semejante gilipollez y con el sentido del gusto totalmente entumecido por el consumo indiscriminado, he decidido dejar de engullir series como si fueran complejos vitamínicos. Ahora las veo al ritmo que dicta mi nabo. Y mi nabo lo quiere lento, suave, concienzudo. Estoy viendo House of Cards, por supuesto, pero llevo apenas seis episodios y, aunque ya haya pontificado sobre ella hasta el cirujano plástico de Maradona, no pienso volverme majara para llegar al final. He dejado la última temporada de 24 a la mitad y la retomaré cuando me lo comunique mi masa testicular. Hace apenas dos días que he terminado de ver la cuarta temporada de Juego de Tronos en Blu-ray y me la sudan los cientos de spoilers que me he tenido que comer por el camino, de hecho la he disfrutado como nunca. La moraleja es que si una rata politoxicómana y egomaníaca como yo ha podido escapar de este infierno, seguro que vosotros también. Por cierto, todavía no me he presentado: hola, me llamo Óscar Broc y soy un seriéfilo.