Comparte
Listas, listas, listas. Cada fin de año lo misma mierda. Pero bueno, mi jefe me ha dicho que lo hagamos por SEO y eso. En fin. Esta lista no será por posicionamiento web, ya os lo avanzo. Básicamente porque los nombres que aparecen no son los que han copado cientos de artículos analíticos sobre las mejores series de un 2016 que tras la muerte de mitos artísticos como David Bowie, Leonard Cohen, Prince, Lou Reed y La Veneno y la victoria política del anticristo en el mundo (aparentemente) avanzado solo nos dejan el sofá, la televisión y la manta como alternativa vital a la debacle que se acerca al otro lado de la ventana.
Bueno, tras un primer párrafo en el que he conseguido colocar sin que se note los nombres más buscados en Google este año y poder callar así al editor de Serielizados me predispongo a explicar de qué va esto. Cada año, cientos de nuevas series llegan a nuestra retina, un mar de productos comerciales infumables entre los que de vez en cuando se vislumbran perlas exquisitas. Su mediocridad o sublimación, nuestro aburrimiento o excitación. Todo se mide en gran parte gracias a sus protagonistas. Y este 2016 no ha sido menos. Entre bosses de la interpretación olvidados y abominaciones narrativas, este es el repaso de los mejores y peores personajes que nos ha dejado la televisión en este año de infamia.
Cardenal Voiello (The Young Pope)
“Trozo de mierda, no te voy a permitir que pronuncies el nombre de Dios en vano”
Inconmensurable. La nueva excentricidad kitsch del director italiano Paolo Sorrentino, The Young Pope, es una de esas curiosas perlas. No es ni pretende ser una obra perfecta sino varias pinceladas a medio camino entre el drama de tintes épicos y una comedia de lo absurdo. Y aunque el Papa Pío XIII de Jude Law sea muy convincente los baches narrativos y el surrealismo situacional se sustentan en gran parte gracias a una figura más oscura, la del Cardenal Voiello.
Interpretado por Silvio Orlando, este magnífico papel es el que nos mantiene dentro de la trama, esperando que su atuendo cardenalicio, sus gafas de aviador y sus cejas despeinadas aparezcan susurrando en cada esquina del Vaticano. Voiello pasa del odio a la ternura, de parecer el Frank Underwood de la Santa Sede a confirmar un lado sentimental entrañable. El romanticismo naif de sus miradas con la Hermana Mary (una Diane Keaton que, sea dicho, solo funciona como reclamo) o sus gestos de compasión con el malogrado Girolamo son pura maravilla.
Pero si algo nos enamora de Voiello es su fervor enfermizo por el fútbol, una traslación a la pantalla de la fiebre deportiva que padece Sorrentino. Poco podríamos imaginar que bajo la sotana y sus pérfidas maneras se esconde el tifosi número uno del Nápoles, un hooligan de la azzurra, un apóstol maradoniano. Su defensa a muerte de El Pelusa o su ira contra Higuaín por la traición que supone fichar por la Juventus, son momentos impagables. El Vaticano así, sí.
Arthur Shelby (Peaky Blinders)
Mire por donde se mire, Peaky Blinders es una de esas obras de arte destinadas a hacerse en silencio un hueco en la historia televisiva. Su relato no es nuevo pero la tercera temporada que ha llegado este 2016 ha dado rienda suelta a su personaje más tortuoso, explosivo y desestabilizante. Ni Tommy Shelby (Cillian Murphy), ni la tía Polly (Helen McRory), ni incluso la exquisita banda sonora con la que Arctic Monkeys, Radiohead y Nick Cave nos hace babear a cada capítulo se alza por encima del mismísimo Arthur Shelby (Paul Anderson). Y decir esto en una serie de interpretaciones impolutas en la que incluso Tom Hardy se permite un guest star interpretando al acojonante Alfie Solomon habla por sí solo.
Arthur es el hermano tonto de los Shelby, un clan familiar gitano que controla los putrefactos bajos fondos del Birmingham de entre guerras. Tommy ocupa la cúpula, es el cerebro de un entramado criminal en el que su hermano mayor es poco más que el músculo, el frío bíceps que obedece y aprieta el gatillo o raja cuellos a navajazos con una mano y empuña la botella de whisky con la otra. La concepción cristiana del amor y un romance con la primera mujer que no teme ser empotrada animalmente por esta bestia descerebrada hacen que Arthur empiece a cuestionarse cuanto hay a su alrededor. Un mundo de sangre coagulada, alcohol, sudor y semen que se derrumba al mismo ritmo que él.
Cada gesto patético, de pulso tembloroso y mirada quebrada deja huella. Cada trago de scotch baja por nuestra garganta con el mismo dolor con el que se traga para reprimir una lágrima. Cada puñetazo que le convence que es el perro de la familia nos hiere tanto como a él. Cada aullido desesperado de ira nos impulsa a saltar del sofá y agarrar cualquier artefacto que nos permita salir a quemar las calles de esa Birmingham asquerosa.
Todo eso ha convertido a Arthur Shelby en uno de los personajes más carismáticos y a la vez más infravalorados de la televisión. Ante tal exhibición de fuerza interpretativa uno solo puede arrancar nerviosamente la tela del sofá e indignarse cada vez que la hortera y glamurosa escena hollywoodiense olvida a este secundario de élite en sus excéntricas galas de premios y prefiere nominar año tras año a famosillos con la misma expresividad que Vladimir Putin de pesca.
Josh Pferfferman (Transparent)
Aunque se parecen tanto como la investigación científica de Stephen Hawking y la de Belén Esteban, aquí el caso de Transparent es equivalente al de Peaky Blinders. Dos obras maestras inconmensurables, con un guión desbordante y un elenco interpretativo a su altura. Probablemente dos de los mejores castings de la televisión actual. Pero dejemos a un lado esta erección y al trapo.
«Su efímera relación con Shea es otro parche que intenta ocultar el destripamiento emocional causado por el adiós de la rabina»
Hablar de la genialidad parida por Jill Solloway es hablar de personajes tan abrumadores como Maura Pfefferman (Jeffrey Tambor) o sus hijas Ali (Gaby Hoffmann) y Sarah (Amy Landecker). Todos sobresalientes. Pero me es imposible pensar en Transparent sin evocar la constante tragedia del primer mundo que supone la vida de Josh (Jay Duplass), el pequeño de esta estrambótica familia judía. En las dos primeras temporadas ya habíamos visto bien al personaje pero esta tercera es la apoteosis de Joshy. Su efímera relación con Shea (Trace Lysette) es tan solo otro parche que intenta ocultar el destripamiento emocional causado por el adiós de la rabina Raquel (Kathryn Hahn) y por la frustrada asimilación de un mundo femenino en el que se siente profundamente perdido tras la conversión transexual de su único referente paternal. Un cataclismo personal tan sufrido como adictivo. Una incomodidad muy cercana.
Limón (Narcos)
Una de las mejores noticias que nos ha dejado la segunda temporada de Narcos (además de la batalla entre los puritanos que tratan al ciudadano de estúpido y los que comprenden la ironía que ha dejado el cartel de «Blanca Navidad» en la madrileña Plaza del Sol) ha sido la inesperada irrupción de este mozo. De entrada, su posado a lo René Higuita y un pelazo a lo mohawk que recuerda al look gitano más hortera de Cesc Fábregas en su adolescencia y de Sergio Ramos el resto de su vida, ya nos hacen querer un poquito a Limón.
A primera vista parece otra marioneta de La Quica, otro insignificante peón más en el sanguinario tablero en el que juega Pablo Emilio Gaviria Escobar (difícil pronunciar el nombre del diablo colombiano sin un hiueputa añadido al final). Pero la trama nos reserva una pequeña alegría. En lugar de caer en el arquetipo del personaje muleta los padres de Narcos moldean un joven profundo en su sencillez, un terciario poliédrico que con pequeños gestos transmite a la perfección la delgada línea entre la admiración y el miedo, entre la compasión y el mal, sufrida por las víctimas del imperio de la coca colombiana.
Bonus track: Barb (Stranger Things)
Si, yo también me pregunto qué hace esta tradicional pringada del high school estadounidense en esta lista. Reconozcámoslo, su personaje es una mierda, el típico y tópico estereotipo de chica fea que solo sirve como lazo narrativo para que la pija del pueblo y la bestia del down under puedan compartir protagonismo televisivo. Y sí, no nos molesta en absoluto, era su única misión en la nostálgica trama de Stranger Things, no es un error. Pero si por alguna razón Barb entra en esta lista es por el movimiento indignado que generó su inesperadísima muerte. Que una multinacional petrolera construya un oleoducto arrasando a su paso con el hábitat natural y territorio indígena o que Hillary Clinton sea vista como una progre vale, pero eso de que un monstruo alienígena se regale un festín con la marginada social de un pueblucho de Indiana ni de coña, aquí se lía gorda. Maravillas de esta gran letrina en la que se ha convertido Internet.
Mención especial para O’Track (Carmine Monaco), el Yung Beef napolitano de Gomorra, la retorcidamente maquiavélica Cersei Lannister (Lena Headey) de Juego de Tronos, la sobrecogedora pareja de baile judicial de The Night Of formada por Nasir Khan (Riz Ahmed) y John Stone (John Turturro), o la siempre impecable y gélida Claire Underwood (Robin Wright) de House of Cards.
Pero hay otra cara de la moneda. Este 2016 ha dado alas a personajes memorables pero también han habido seres incomprensibles que han asomado, con más o menos popularidad, la cabeza. Desfibrilador en mano, estas son las tres peores apariciones televisivas con las que me he encontrado:
El niño negro de Stranger Things
Lo de niño negro no tiene nada que ver con la victoria de Donald Trump, lo prometo. Es que no me acuerdo de su nombre y, qué cojones, es negro. También hay el freak simpático, el gordo entrañable, el desaparecido que a nadie le interesa y la skinhead molona con superpoderes, eso es así. ¿Alguien me sabría decir quien es Lucas Sinclair (Caleb McLaughlin)? Yo tampoco.
A pesar de no haber nacido en los años setenta, gocé de Stranger Things y sus constantes referencias pop como un niño pequeño. Pero a veces es difícil apartarse del hype y de todo el ruido mediático (estudiosamente diseñado por Netflix) que acompañó esta serie. Y uno de los ruidos más insoportables fue ver como McLaughlin posaba ante las cámaras con un gesto pseudogangsta más barato que Jaden Smith en un Lidl de Benalmádena, lo que llevaba inevitablemente mi mano derecha a desplazarse a la velocidad de la luz hacia mi brazo izquierdo y a agarrarlo estremeciéndose ante un pinchazo final que aún no ha llegado. Pero no conozco personalmente al chico, así que, aunque apunta maneras para ser una nueva versión del infecto hijo del príncipe de Bel-Air (al que también hemos sufrido hasta la arcada en la irritable The Get Down), enfoquémonos en por qué no me cuadra dentro de la serie.
Todos los personajes de Stranger Things son voluntariamente arquetípicos, estereotipos del cine de aventuras ochentero, pero el personaje de Lucas no cuela ni con pegamento. Su histrionismo y celosía pueden ser buscadas para intentar crear una subtrama de supuesto conflicto interesante entre los niños para que después se reagrupen en un dream team a dos ruedas y todo se convierta en una orgía nostálgica difícilmente resistible. Pero a este traje a medida se le ven los descosidos. Lucas no solo es de una artificialidad que asusta y no convence, sino que desluce en algunos capítulos los momentos más goonie en los que se apoya Stranger Things.
Los trabajadores tontos de Westworld
Hablando de hype, probablemente Westworld es el caso más flagrante del año. Se hace muy difícil terminar esta fuerte apuesta de HBO sin un regusto intensamente amargo. El piloto es una delicia, el final puro arte, pero gran parte del trayecto es un coñazo de proporciones calatrávicas. Más allá de su perenne falta de ritmo y de unos diálogos de manual cutre que a veces rozan el ridículo, gran parte de la culpa la tienen los empleados de este futurista parque de atracciones, personajes con más agujeros narrativos que el cerebro de Charlie Sheen.
El máximo exponente de la imbecilidad llega con dos seres (Felix y Sylvester, según la todopoderosa iMDB), operarios que trabajan reparando los problemas técnicos y reiniciando a los anfitriones, los robots del parque. Su insufrible momento de gloria llega cuando por exigencias de un incomprensible guión deciden explicar al cyborg Maeve (una muy convincente Thandie Newton) la razón de su existencia para después darle acceso a los controles de su organismo. Claro que sí, tenemos a un robot con fallos que empieza a tomar «conciencia» y lo primero que hacemos es dotarle de más capacidades y darle todo el poder. Lo malo no es que su rol sea una muleta para enseñarnos parte del mundo ideado por Michael Crichton sino que se haga de una forma tan absurda, estereotípica y plana que consigue aburrir hasta la saciedad esta subtrama con focos interesantes y que contribuye a que tres cuartas partes de Westworld sean más soporíferas que un Osasuna-Granada después de un festín navideño.
La madre de plástico de Pablo Escobar
Señora, que no cuela. La segunda temporada de Narcos es casi más explosiva que la primera. A pesar de no contar con la profundidad narrativa de otras series, esta hija de Netflix es pura acción secundada por muy buenas actuaciones y una historia de primerísimo nivel. Siendo una obra tan convincente, ¿alguien me puede explicar quien es esta especie de Mrs. Doubtfire de telenovela barata? Aquí no se trata de que el personaje sea un ejemplo de oferta de la banalidad del mal sino de una actuación menos creíble que el argumentario de Kanye West acompañada por un esperpéntico maquillaje digno de parálisis facial.