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Continuamente nos vemos intrigados por la forma en la que en nuestros países campea la corrupción. En las noticias de nuestros canales de televisión y la radio es habitual encontrar informaciones en las que se registra la corrupción como fenómeno social. Detrás de ella siempre observamos a los políticos, ladrones de cuello blanco, que se hacen con jugosas partidas presupuestales de cuenta de una ambición desmedida. Es así como hemos sentido que la corrupción parece tocar de una manera mucho más profunda las expectativas de todos aquellos que revisten ropajes de poder. Sin embargo, a la hora de observar la realidad es fácil también notar que las corrupciones hacen parte de la vida de los seres humanos más humildes, más sencillos, más «honestos».
No es extraño que en las casas de muchas personas se encuentren objetos que inicialmente no les pertenecían, cosas que hacen parte del registro de sus lugares de trabajo, papelería, objetos de higiene, incluso alimentos que tal vez pudieron dirigirse a otra población. Es un hecho muy común el que, de cuenta de cierta abundancia en nuestros entornos, podamos colegir que podríamos sacar ventaja de ello. Por eso resulta muchas veces normal que estemos escribiendo con lapiceros que tienen sellos empresariales, o que nos alimentemos con bebidas y comidas que iban dirigidas inicialmente a otros, pero que singularmente sobraron a la hora de las reparticiones.
Este tipo de comportamiento ventajoso en el que terminamos todos caracterizados ha tenido su formulación inicial en el concepto clásico de «tragedia de los comunes». Y si bien, en la propuesta de Garrett Hardin (autor del concepto), se matizaban los elementos con los cuales nos referimos a los desastres medioambientales, lo cierto es que la noción se extiende a los múltiples comportamientos en los que se asume que «a nadie se le hace daño» o que «solo se quiere sacar un beneficio personal». Con él lo que se quiere caracterizar es un fenómeno muy humano en el cual, si nos conviene sacar ventaja, sencillamente lo hacemos.
El nombre viene más que acomodado para una situación en la que como seres humanos todos resultamos inmersos. Y comportamientos así se registran comúnmente en todas las formas de habitar este planeta. Muchas veces este tipo de acciones se camuflan bajo la premisa de que a nadie resultan dañinas. Por ejemplo cuando la avenida se encuentra expedita para nuestra circulación y necesitamos transgredir un semáforo en rojo, lo hacemos sencillamente porque necesitamos brincarnos una normatividad social. De este tipo de comportamientos está hecha la vida cotidiana: «tragedia de los comunes». También lo podemos ver en las diferentes filas, hileras, que se hacen para ingresar a los estadios o en los bancos. Si podemos encontrar a alguien que nos haga el favor de ahorrarnos tiempo en nuestras diligencias, sencillamente lo hacemos.
La retribución de McDonalds reivindicaba el triunfo de los más sencillos a partir del juego del Monopoly
La serie McMillions va un poco de ello y de algo más. Durante los años noventa, la empresa de comidas rápidas McDonalds organizó una retribución de premios para sus clientes (modelada bajo la noción de juego) a lo largo de los Estados Unidos. La retribución reivindicaba el triunfo de los más sencillos a partir del juego del Monopoly. Este juego, tablero y láminas, se adjudicaba a cada uno de los comensales que pudiera llegar al sitio. En revistas, en periódicos y en las mismas sucursales del conocido McDonalds se entregaban, a la par, las preciadas piezas con las que los participantes podían alcanzar los premios. Y, como en todo concurso, había premios sencillos y había premios jugosos sujetos a las más estrictas medidas de la suerte. Los premios más apetecidos, naturalmente, eran los segundos. Los participantes se llenaban de una particular expectativa por el hecho de verse realizados como ciudadanos del mundo en la posibilidad de obtener recompensas millonarias. Todo estaba dado, ni más faltaba, para que, en medio de unas fuertes medidas de seguridad, los premios resultaran absolutamente democráticos.
No obstante, como suele ocurrir en muchas de las aventuras humanas, llegaron las oportunidades para trampear el mismo juego y, así, reivindicar la corrupción de los decentes, esa tragedia de los comunes de la que muchos investigadores creen todos los seres humanos llegamos a volvernos presas.
De esta misma convicción, a la par, surgen refranes habituales en el argot popular como «la ocasión hace al ladrón» o «hecha la ley hecha la trampa». Y así hemos ido configurando una forma de vernos a nosotros mismos y también nos hemos ido entregando al fatalismo en el que las acciones humanas tienen muchas sombras que ocultar. Bajo ese tipo de premisas es muy difícil observar con tranquilidad, sin desconfianza, los procederes ajenos.
https://www.youtube.com/watch?v=F8PC9LUfRew
En McMillions podemos observar a un tipo que, sin ser realmente un criminal, termina convirtiéndose en un gran delincuente. Y también podemos observar, y esto es algo que perdemos a veces de vista, a un grupo de policías honestos que configuraron una cautivadora forma de ir tras los decentes ganadores del monopolio de MacDonalds. Una simple llamada, un delator anónimo, puso en circulación la idea de que, tal vez, detrás de todo el andamiaje del juego de la reconocida marca de comidas rápidas, hubiera un completo fraude. Pero no era un fraude promovido por la misma empresa, al contrario, lo que se descubrió fue que, en una simple ligereza, habitual en personas sagaces, tío Jerry, un ex policía y subalterno en todo el recorrido de las fichas del juego, lograba potenciar que el monopolio (qué irónico) se diera siempre a su favor y al de quienes él quiso designar como sus bendecidos.
Sin embargo, así como a cada hombre que quiera vida religiosa le resulta su sacerdote patrocinador, así también a un incipiente criminal le urge un padrino en las sombras y le hace falta todo el andamiaje de una organización. Aquí es donde aparece la familia Colombo, pero sobre todo el más extravagante de sus miembros y el protagonista de algunos de los momentos más agraciados de la trama de McMillions, Jerry Colombo. (Son dos Jerrys, entonces, que no deben confundirnos como sí lo hicieron en su momento con los detectives del caso).
Si bien seis partes parecen demasiado para reconstruir la trama de esta tragicomedia, lo que resulta jugoso es el retablo de personajes
Si bien la serie puede explicar en pocos minutos lo que es la trama de esta acción delictiva, lo importante en ella es acercarse a los victimarios (a la vez víctimas) y a los policías. A los victimarios porque muchos de ellos se configuraron en esa noción de que a nadie le estaban haciendo daño y que con el dinero recaudado por su «suerte» podían realmente hacer mucho bien. Y a los policías porque en sus intuiciones y en los modos en los que también socorrieron la ficción y la farsa para ir tras aquellos, develan cómo es de habitual el que todos resultemos insertos en una red de mentiras.
Los engaños van y vienen por doquier, desde Jerry Jacobson, pasando por la organización de Jerry Colombo, y llegando a las llamativas e ilustrativas formas de evidenciar el crimen por medio de las cuales los policías atraparon a los decentes corruptos.
Si bien, como digo, seis partes parecen demasiado para reconstruir la trama de esta tragicómica corrupción, lo que resultó jugoso fue el retablo de personajes que en ella aparecieron. Podría comenzarse por uno de sus narradores principales, el carismático detective Doug Matthews. Más allá de sus modos de contarnos lo que ocurre, con cierta dosis de arrogancia y crudeza policial, el agente Matthews ilumina con su personalidad y juicio la condición que permite ejecutar la farsa por medio de la cual se podía dar con la trampa y sus impulsores. Irónicamente, para lograrlo, se convierte él y su equipo en un trampero.
De otro lado, está el finado Jerry Colombo, de quien todo nos es referido por algunos viejos videos caseros en los que lo vemos envuelto en problemas de convivencia, así como en la existencia familiar con su voluptuosa esposa, Robin. La señora Colombo es, a la par, otro personaje de enmarcar. La pelirroja parece manejar incluso las directrices de lo que se puede pensar y hacer detrás de cámaras. Emociona y conmueve, exalta y golpea a los espectadores con una energía que resulta fundamental en este tipo de ejercicios documentales.
Y a ellos podemos sumar el desconocido tío Jerry y las cuentas viejas que liberan sus parientes y mujeres; agregamos a los comunes ganadores que, cercanos a la parentela Colombo o Jacobson, definieron su vida y las consecuencias de sus actos en el hecho de haber considerado inocentemente que nada tenían que perder y sí mucho que ganar; y por último, en la mezcla, el decorado de los años noventa y el colofón de una época con el 11/9, que puso a la sombra casos tan atractivos para narrarse, para verse y para reflejarnos como el de los millonarios del monopolio de McDonalds.
Nunca es tarde para revisar las páginas ocultas de la prensa de aquellos años. Tan nunca es tarde que Ben Affleck y Matt Damon han manifestado su intención de hacerse una película en la que este caso quede redondeado. Adelantándonos a ellos, el viaje de seis capítulos por McMillions resulta una muestra más de la realidad que supera la ficción.