Machos omega ('La voz más alta')
Roger Ailes & Fox

Machos omega

'La voz más alta' demuestra que la ficción televisiva es cada vez menos complaciente con el poder patriarcal.
Naomi Watts y Russell Crowe en 'La voz más alta'

Naomi Watts y Russell Crowe en 'La voz más alta'. Imagen: SHOWTIME.

A mediados de los ochenta, una década dominada por las hombreras y la falta de corrección política, Lisa Bonet se permitía afirmar que el malo siempre es el que hace latir deprisa el corazón de una chica. Lo aseguraba tras una sesión de sexo salvaje con un Mickey Rourke muy sudado, sucio de polvo y paja, pero limpio de bótox, en aquella impactante película de Alan Parker llamada El corazón del ángel.

A quien también le latió deprisa el corazón, y no precisamente por amor, fue a Bill Cosby, el padre televisivo de la joven actriz, guardián de las esencias más puras de la familia norteamericana, esa que no se permite un mal pensamiento y cuya mayor transgresión moral quizás sea ponerle kétchup al pavo el día de Acción de Gracias, 

Y mira tú por dónde, con los años aquel cómico venerable, disgustado al ver que su hija en la ficción se iba a los pantanos de Louisiana en sus ratos libres a restregarse con gallinas y hombres con barba de seis días, resultó ser un auténtico depredador sexual.

Seguro que el personaje de Bonet en la película de Parker no pensaba en un tipo como ese cuando se refería a los malos. Al fin y al cabo, las fantasías sexuales siempre son una copia artificiosamente embellecida de la más cruda realidad, aquella realidad en la que los personajes éticamente reprobables no siempre tienen unos pectorales pétreos, sino una fachada flácida de cartón piedra, en que los malvados no lucen chupa de cuero ni van en una Harley, sino que embuten su panza oronda en un traje de Armani y son llevados al consejo de administración de turno por su chófer personal. 

Del héroe se espera cada vez más que no sea de una pieza, que tenga un punto canalla

Sea como sea, más allá del atractivo físico, es innegable que una de las reglas no escritas de la ficción ha sido durante décadas, en el cine y la televisión, la de dotar al antihéroe de un carisma equivalente, cuando no superior, al del justiciero al que se enfrenta.

Destruir el mundo puede ser mucho más divertido que tratar de salvarlo, aunque tengas que pasar por el peaje de detallar tus planes maquiavélicos en escenas forzadamente explicativas. Que se lo digan a los fans del imperturbable James Bond. Resulta muy ilustrativo que la estrategia para adaptar a los nuevos tiempos al agente con licencia para matar haya sido precisamente la de crearle unos cuantos traumas del pasado, sin olvidar que el 007 del siglo XXI, por el momento, ha sido un tipo con la pinta de marrullero de Daniel Craig, al que incluso cuando se sirve un Martini no podemos dejar de ver como un púgil de barrio.

Del héroe se espera cada vez más que no sea de una pieza, que tenga un punto canalla. Si nos fijamos por un momento en otra de las sagas más rentables de la historia, no es casualidad que el pícaro Han Solo superara a Luke Skywalker en las preferencias del público. Admitámoslo: el bueno de Luke, por lo menos en la trilogía original, siempre fue algo soso.  

El paso lógico en la evolución de la villanía audiovisual era convertir a las némesis en protagonistas de sus propias historias, adoptar el punto de vista del personaje megalómano, trastornado y ambicioso que no duda en pisotear a quién sea para lograr sus objetivos. No sólo resultan más contradictoriamente atrayentes para la audiencia; también suponen un reto de introspección psicológica para guionistas, directores e intérpretes.

Superada la cotilla bienpensante del Hollywood clásico, podemos rastrear un noble linaje de malvados cinematográficos convertidos en los reyes de la función que nos llevaría desde Vito Corleone o Tony Montana hasta el reciente Joker de Joaquin Phoenix, setentero, anarquista y mucho más existencialista, que todavía hoy hace incurrir a algunos en el debate estéril y absurdo sobre la supuesta fascinación por el mal real que se deriva de la ficción.

Ya no vemos a Hannibal Lecter a través de la mirada de Clarice Starling o de Will Graham, sino que penetramos directamente en su mente. Lo dejó bien claro la serie desarrollada por Bryan Fuller, en la que Mads Mikkelsen añadió capas de glamour, refinamiento y complejidad al magnetismo que ya poseía Anthony Hopkins

Que la audiencia se sienta atraída por ellos, no significa que estas series estuvieran pensadas para glorificarlos

A inicios de este siglo diversos creadores televisivos nos pusieron en la piel de tipos corrompidos y corruptores, un doble salto mortal si tenemos en cuenta que una serie debe mantener ese punto de vista a lo largo de diversas temporadas, lo que exige un esfuerzo de identificación más profundo por parte del espectador del que requieren dos o tres horas en un cine. Allí han quedado Tony Soprano, Vic Mackey, Don Draper o Walter White, por no hablar de Dexter Morgan, amplificando hasta el paroxismo la empatía que el pionero Alfred Hitchcock, en un ejercicio de hábil trilerismo dramatúrgico, nos hizo sentir por un tal Norman Bates.

Que la audiencia se sienta atraída por ellos, incluso que algunos estén dispuestos a llevar camisetas de Pablo Escobar por un puro postureo textil que obvia la realidad histórica, no significa que estas series estuvieran pensadas para glorificarlos. Algunos de ellos alcanzaron la redención, no exenta de martirio, y otros simplemente obtuvieron su merecido. Tampoco Scorsese pretendía enaltecer a los gángsteres con sus películas, un extremo que ha quedado subrayado en ese epitafio portentoso de un género y una época que es El irlandés.  

En la sociedad patriarcal en la que todavía nos movemos el mal es capaz de adoptar formas mucho más sutiles y cotidianas, que acaban desembocando tarde o temprano en comportamientos criminales. Mal que nos pese, la política es terreno abonado para este tipo de personajes, entendida como un vasto campo de juego en el que se retroalimentan centros de poder y medios de comunicación, un campo de juego en el que las líneas se cambian de posición o directamente se borran cuando conviene.

En este ámbito, la ficción no ha hecho más que exagerar comportamientos que se ven confirmados a cada nueva sentencia por escándalo de corrupción. Y aún así cuántas veces habremos oído en una tertulia de bar una justificación más o menos encubierta del instinto innato por enriquecerse, aquel “si tú pudieras, también lo harías” diseñado para interpelar a seres presuntamente corruptos por naturaleza. 

No hace tanto el público de medio mundo se dejó conquistar por los tejemanejes de Frank Underwood, el taimado protagonista de la House of Cards americana. Sus maniobras para llegar a la Casa Blanca no tenían nada que envidiar a las de su actual inquilino, ese tipo del peluquín mal puesto capaz de espiar a Dios y a su madre ucraniana para imponerse a sus rivales. En el ascenso de Underwood hubo tiempo para mentiras, manipulaciones, engaños y traiciones. Y también, en su relación interesada con la periodista Zoe Barnes, algo de chantaje sexual, culminado en un terrible asesinato, en una trama que tenía su origen en la primera versión de House of Cards, la británica.

Underwood era un ser despreciable, encarnación de la ambición sin escrúpulos, pero el espectador medio no lo sentía como tal, ni que fuera porque buscaba la complicidad del espectador en esos monólogos que rompían la cuarta pared y porque le daba vida un actor de la talla de Kevin Spacey. Incluso cuando le veíamos convertirse en un asesino, en una escena en la que Underwood se camuflaba de miradas indiscretas ayudado por un sombrero negro muy similar al que convertía a Walter White en Heisenberg, tras el gesto horrorizado por nuestra parte se escondía la fascinación, la paradoja de estar disfrutando con un personaje al que esperábamos ver salir impune durante muchos más episodios.

Algo está cambiando en la mentalidad colectiva, si bien es verdad que muy lentamente

La suerte que acabó corriendo Spacey, expulsado de su propio show por las acusaciones de abusos sexuales sobre diversos jóvenes, se puede considerar una triste metáfora del destino que sabíamos que tarde o temprano le esperaba al presidente Underwood, convertido el actor que se escondía detrás de sus corbatas en una suerte de profeta aciago de la era del #MeToo.  

Algo está cambiando en la mentalidad colectiva, si bien es verdad que muy lentamente. En las nuevas producciones televisivas siguen apareciendo personajes taimados, pero ya no son esos malvados de opereta que anuncian su plan inverosímil de manera todavía más inverosímil, sino boas constrictor de los negocios que saben reptar por los despachos tan bien como enroscan su cuerpo grasiento alrededor de sus presas, habitualmente compañeras de trabajo subordinadas.

Estos seres resultan mucho más terroríficos porque suelen estar extraídos de la realidad. Siempre después de su caída, por supuesto, que a los líderes con pies de barro pocos se atreven a toserles hasta que el barro no se convierte en lodo. Y el ejemplo más claro lo tenemos en Roger Ailes, el ejecutivo que convirtió Fox News en una rentable vía de comunicación con la América conservadora, retrógrada, machista y xenófoba, bajo la protección del magnate Rupert Murdoch.

Ailes, muerto en 2017, fue el asesor clave para el ascenso al poder de algunos de los presidentes republicanos más destacados de la historia reciente de los Estados Unidos, de Nixon a Trump. El escándalo protagonizado por Ailes cuando salieron a la luz diversos casos de acoso sobre algunas presentadoras de la cadena, empezando por Gretchen Carlson, nos va a ser contado en muy pocos meses a través del documental Divide y triunfarás: la historia de Roger Ailes, la miniserie La voz más alta y una película de esas que huelen a galardones, El escándalo (Bombshell).

No se puede negar que la industria del entretenimiento le ha sacado jugo a la caída en desgracia a uno de sus antiguos factótums. Porque precisamente eso, entretenimiento para solaz de sus convencidos seguidores, y no información mínimamente veraz, es lo que manufacturaba Ailes desde Fox News.

A la espera de la interpretación de John Lithgow en la película que se estrena este diciembre, en La voz más alta, producción de Showtime disponible en Movistar Plus, un Russell Crowe más pantagruélico de lo habitual se deja poseer por el espíritu del personaje. Los músculos torneados del gladiador Máximo yacen sepultados bajo kilos de grasa, abuso de poder y obscenidad en el sentido más amplio de la palabra, componiendo un ser despreciable que nos provoca asco moral, decisión artística impensable si pensamos en estrellas de hace no tantas décadas (dejando de lado honrosas excepciones, ya que no costaría imaginarse en el papel a un Orson Welles o un Charles Laughton).

La muy recomendable miniserie basada en el libro del periodista Gabriel Sherman, The loudest voice in the room, ha sido producida y parcialmente escrita y dirigida por Tom McCarthy, actor que en la última temporada de The Wire encarnó a un periodista peligrosamente manipulador y director que nos mostró la necesidad de un periodismo de investigación riguroso en la oscarizada Spotlight.

El mismo rigor lo encontramos a lo largo de los siete capítulos en que se divide esta crónica detallada de las andanzas de Ailes, cada uno de ellos situado en un año diferente entre 1995 y 2016. No hace falta cargar las tintas del tremendismo melodramático para hacer llegar al público toda la dimensión de este personaje nefasto. Es así cuando ordena referirse al aspirante demócrata a la presidencia como Barack Hussein Obama, supuesto cabeza de lanza de una absurda conspiración izquierdista para cargarse el país, o bien decide mostrar las imágenes de personas que se arrojaban desde lo alto de las Torres Gemelas en pleno ataque del 11-S, ofreciendo una coartada audiovisual a la mal llamada guerra contra el terrorismo. Pero también captamos esa podredumbre en los tensos encuentros con la presentadora que acabó grabando en su móvil todo tipo de insinuaciones libidinosas, aquí una siempre eficaz Naomi Watts

Annabelle Wallis como Laurie Luhn en 'La voz más alta'

Annabelle Wallis como Laurie Luhn en ‘La voz más alta’. Imagen: SHOWTIME.

En la piel de Gretchen Carlson, Watts encarna a la mujer que decide actuar contra tanta arbitrariedad patriarcal después de años aguantando indirectas y condescendencia a raudales. De hecho, los personajes femeninos de la miniserie simbolizan las diversas actitudes posibles ante esta actitud dominante: la esposa obediente, Elizabeth, más papista que el Papa y más machista que el Macho; una Sienna Miller oculta tras capas de maquillaje a la que tienes que mirar media docena de veces hasta llegar a reconocer; la antigua amante, Laurie Luhn, humillada física y psicológicamente hasta el límite de la depresión, obligada a buscar su propio relevo en una especie de casting macabro, interpretada por una sufriente Annabelle Wallis (para nosotros siempre será el gran amor de Thomas Shelby en Peaky Blinders); sin olvidar a la secretaria fiel y discreta, Judy Laterza, testimonio mudo de los abusos de su patrón, a quien da vida Aleksa Palladino, la mujer que acompaña al ascensor a otras mujeres sabiendo lo que les espera.

El #MeToo también ha acabado interpelando a los que miraban para otro lado. En un momento u otro podemos haber sido todos nosotros. La ficción, por lo menos la que se basa en hechos tristemente reales, empieza a empujar en esa misma dirección.

Hace unas tres o cuatro décadas, en la era pre-Weinstein, un magnate abusador de esta calaña hubiera podido ser la percha de personajes de ficción tan malévolamente simpáticos como J.R. No hizo falta ver todos los episodios de Dallas para darse cuenta que el hijo mayor de los Ewing era tan despiadado en los negocios petrolíferos como en las relaciones con las mujeres.

Hace tres o cuatro años, cuando el escándalo Weinstein ya asomaba en el horizonte, un político escurridizo e igualmente manipulador como Frank Underwood buscaba nuestra sonrisa cómplice, y más de una vez la encontraba, probablemente con más facilidad entre la mitad masculina de la audiencia. Ahora que uno de estos tipos sin escrúpulos ocupa el Despacho Oval, ya no hay excusas para la complacencia narrativa ni la ambigüedad moral. Y no hace falta que sean repulsivos físicamente.

Queda claro que estos malvados, etiqueta categórica para tiempos de excesivo relativismo ético, no hacen latir deprisa el corazón de ninguna chica… a no ser que la hagan temblar de miedo, de rabia o de impotencia. Abusar de la autoridad para chillar, humillar o manosear a otras personas es propio de seres babosos y despreciables, individuos de serie Z que se creen machos alfa y no llegan a omega.

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