Los políticos son lo mejor que nos ha pasado nunca (en la ficción)
25 Años de 'El ala oeste de la Casa Blanca'

Los políticos son lo mejor que nos ha pasado nunca (en la ficción)

'El ala oeste de la Casa Blanca' celebra su 25 aniversario y ya podemos gritar a los cuatro vientos que nos importa un pito que no hay quien se la crea.

Los protagonistas de 'El alta oeste de la Casa Blanca', hace ya veinticinco años.

El ala oeste de la Casa Blanca cumple 25 años. Pocas cosas se pueden decir de la propia serie que no se hayan dicho ya, del mismo modo que poco se puede añadir a lo ya relatado sobre su creador: ese tipo que parece dejar algo de sí mismo en cada guion, conocido por su alergia a escribir en compañía, por su obsesión por los personajes que logran andar rápido y hablar como el emperador Marco Augusto después haberse bebido dos docenas de Red Bulls.

Por supuesto, hablar de Aaron Sorkin es hablar de cocaína, de adicciones y de escribir dopado para acabar dibujándose a sí mismo en versiones ligeramente adulteradas: del guionista-tótem que interpretaba Matthew Perry en Studio 60 on the sunset strip, pasando por el Steve Jobs de Danny Boyle o el Josh Lyman de la citada El ala oeste. Tipos enfrentados a sus propias obsesiones, cegados por un halo compuesto de intelectualidad y soberbia; hombres mefistofélicos por definición, que encajarían perfectamente en aquella canción de Steve Earle que decía que la pistola era la mano derecha del diablo, aunque en este habría que sustituir el arma por una pluma.

Ese andar quijotesco en el que se asienta la serie desde sus inicios ha sido para muchos una joroba que se ha agravado con el tiempo.

Todos los que han visto El ala oeste de la Casa Blanca coinciden en que su mayor virtud es también su mayor defecto y que ese retrato de la clase política lleno de titanes con conciencia, caballeros virtuosos que obedecen a un propósito mucho más grande que ellos mismos y referentes morales cuya sombra es tan grande como su bondad, no es más que una gigantesca epopeya de ciencia-ficción: un monumento al idealismo que podría derrumbarse con un simple soplido.

El ala oeste de la Casa Blanca

Bartlet (Martin Sheen), Sam Seaborn (Rob Lowe) y Toby Ziegler (Richard Schiff) en plena faena.

Ese andar quijotesco en el que se asienta la serie desde sus inicios ha sido para muchos una joroba que se ha agravado con el tiempo. Es imposible no mirar al show desde el presente sin que uno le vea las abolladuras, los rasguños que la realidad ha causado en todas esas líneas rectas que convergen hasta convertirse en una columna impertérrita, un cimiento inamovible que personifica esa idea de que la política es el más alto de los honores y servirla un oficio imposible. Como si Sorkin hubiera leído al filósofo indio Rabindranath Tagore cuando decía, «no es tarea fácil dirigir a hombres; empujarlos, en cambio, es muy sencillo».

El ala oeste de la Casa Blanca

Josh Lyman, o uno de los numerosos alter egos de Sorkin.

Puede que las costuras del templo que erigió El ala oeste, sean ahora más visibles que nunca, especialmente si uno echa un vistazo al gigantesco barrizal en el que se ha convertido el país que trata de esbozar en cada uno de sus capítulos. Sin embargo, es difícil –paradójicamente– encontrar un refugio mejor, un lugar al que huir cuando te persiguen todos esos monstruos que amenazan con convertirse en dictadores de nuevo cuño, como si la política moderna hubiera quedado encerrada en una de esas plataformas en las que solo emiten sitcoms. No importa a la velocidad a la que uno maneje el mando a distancia: el chiste siempre es más rápido. 

La política aspiracional que retrataba ‘El ala oeste’ a finales de los 90, ha pinchado su propia burbuja y revelado su verdadera identidad

La llegada al ring de la democracia de personajes cuya ocupación suele ser la de tratar de establecer un nivel de idiotez al que todos puedan acceder con facilidad, como el que se conecta a una red de wifi cuya contraseña es no necesitar contraseña, ha situado a El ala oeste en una especie de Olimpo conceptual que establece aquello que repetía el personaje de John Spencer en la serie, «se hace campaña en poesía, pero se gobierna en prosa». Uno se queda embobado contemplando la sabiduría casi aristotélica de sus protagonistas, su aversión por los falsos profetas y su adicción a la justicia sea cual fuere el precio de ésta. No importa saber que en el mundo real se hace campaña en poesía y se gobierna en mimo.

El ala oeste de la Casa Blanca

Allison Janney interpretó a la mítica CJ Clegg antes de ganar un Oscar por ‘Yo, Tonya’.

Y es que del mismo que Stendhal quedó prendado a de la belleza de la Santa Croce de Florencia, el seriéfilo se enamora al momento de la astucia de C.J. Cregg, Toby Ziegler o Sam Seaborn y cae rendido a los pies de Joshia Bartlet, porque ahora –más que nunca antes– sabemos que es simple fantasía. La política aspiracional que retrataba El ala oeste a finales de los 90, cuando en Estados Unidos Bill Clinton ocupaba el despacho oval, ha pinchado su propia burbuja y revelado su verdadera identidad: la de una utopía imposible. Muchos creyeron que era simple idealismo, cuando en realidad nos encontrábamos ante una impecable reconstrucción de los frescos de Rafael en los que lo tangible era sustituido por una amalgama de colores que buscaba la belleza. 

Nos reconforta saber que existe un lugar en el que, durante un rato, podremos chapotear en las playas de la bondad y la lucha por la verdad y la justicia.

Un cuarto de siglo después, El ala oeste de la Casa Blanca puede ser abrazada sin las contradicciones que generaba pensar que en algún rincón de La Casa Blanca del presidente Bartlet se escondía la verdad. O, al menos, un atisbo de la misma. Hemos tardado, pero la propia inercia del planeta y su tostudez gravitatoria ha acabado precipitando un final inevitable: ya podemos dejarnos abrazar por la ficción de un mundo en el que todo acaba bien, un mundo de servidores del pueblo que buscan la verdad a cualquier precio.

Podemos enchufarnos al universo de héroes anónimos de Sorkin sin tener que defendernos de aquellos que nos acusaban de ingenuos, frívolos o crédulos. Efectivamente: eso es lo que somos. El ejército de los que se han cansado de perpetuar un cinismo que se nos inyecta a diario desde todos los frentes posibles y han buscado santuario en el planeta de los buenos. Sabemos que no existen, que nunca ganan los buenos, que el karma es una tontería y que nadie va a pagar jamás por sus pecados, pero nos reconforta saber que existe un lugar en el que, durante un rato, podremos chapotear en las playas de la bondad y la lucha por la verdad y la justicia.

El ala oeste de la Casa Blanca

El Presidente Bartlet y los suyos en una imagen promocional de ‘El ala oeste de la Casa Blanca’.

Por fin podemos gritar a los cuatro vientos que nos la trae al pairo que El ala oeste sea una simple extensión de esa boludez rimbombante llamada, ‘el sueño americano’, el mismo que hicieron trizas Timothy McVeigh, Theodore Kaczynski, los tecnócratas asilvestrados de Palo Alto, Freddie Mac, Fannie Mae, Bear Stearns y el capitalismo salvaje que reina en el páramo global, disfrazado ahora de holocausto libertario. Un panorama que haría sonreír a la mismísima Ayn Rand y cuyo antídoto se esconde entre los mullidos diálogos de una serie que persigue un vellocino de oro que no existe, que nunca existió y que nunca existirá: la idea de que, en algún lugar desconocido, personas sin más ambición que la de servir, timonean a la humanidad hacía verdes pastos.

Puede que sepamos que el incendio ya se ha propagado y de todo aquel oasis con el que soñábamos no queden más que cenizas, pero hoy más que nunca es deber de los estoicos, los optimistas vocacionales, los creyentes, los hijos de los que los perdieron todo y –sobre todo– de los propios perdedores, levantar la vista al cielo y buscar entre las nubes el rostro del presidente Bartlet para murmurar entre dientes la palabra maldita que encierra en sí misma el auténtico sentido de El ala oeste de la Casa Blanca: ‘esperanza’.

Veinticinco años después, ya sin complejos: la maldita esperanza.

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