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Si existiera un universo paralelo en el que todas las ficciones televisivas fueran reales y los personajes de una y otra serie convivieran felizmente, en ese mundo ideal en el que Don Draper sería vecino de Tony Soprano y tomarían café en el Central Park, nadie nunca jamás tendría problemas de salud, de ningún tipo. Ni catarros, ni tumores, ni siquiera la gente que padeciera asbestosis, ceroidolipofucinosis o ictiosis arlequín tendrían de qué preocuparse, porque si algo les sobra a las series de los últimos años son médicos.
«Por norma, el médico televisivo poco tiene que ver con el médico real»
Hace ya veinte años (sé que hubiera sonado mejor “hace sólo veinte años”, pero las cosas son como son) que el doctor Ross, ese carismático y encantador médico que, sobre todo, era guapo, y todo su equipo de compañeros y compañeras se convirtieron en referente incombustible para los miles de millones de series venideras (más azucaradas, menos corales o simplemente más patrias) que tanto le deben a esa enorme serie que fue Urgencias. Uno tras otro los casos médicos se despachaban en esa sala que quedaba tan bien retratada en unos larguísimos planos secuencia, sin dejar nunca de lado los problemas personales de la colección de variopintos doctores que nos interesaban casi más que cualquier enfermedad venérea o derrame cerebral que pudiera padecer la señora que se quejaba en una cama del fondo de la escena. Qué guapos eran aquellos médicos, qué atentas y qué listas aquellas personas que pasaban su vida salvando las de los demás. Qué ganas de ser doctor.
Pero, por norma, el médico televisivo poco tiene que ver con el médico real. Verán, mi padre es médico. Es médico de familia, en realidad. Y entre 1995 y 1999, cada martes por la noche, mi padre tenía que enfrentarse a Emilio Aragón, mi madre (que no es cuñada de mi padre, somos gente normal) a Lydia Bosch y mi hermana mayor y yo a Isabel Aboy y a Aarón Guerrero, respectivamente (me pregunto quién de las dos salía más perjudicada). Estoy segura de que mi padre sigue acordándose de ellos cada día que pasa en su despacho, atendiendo a personas que realmente se encuentran mal y no a maravillosos vecinos que se acercaban a la consulta del doctor Nacho Martín para decirle que qué familia tan maravillosa y qué hijos tan estupendos o para plantearle algún caso que él podía solucionar sonriendo, en ese centro hospitalario al que claramente no habían llegado los recortes y en el que sobraba tanto personal que los médicos atendían por parejas o se pasaban el día entero de reuniones. Tampoco faltaba gente en las mañanas en casa de la familia Martín Oller, con la estupenda Juani (que digo yo que cobraba por hablar y soltar chistes porque trabajar trabajar, no trabajaba nunca), con unos desayunos tan interminables e idílicos (heredados por la familia Serrano, entre otras muchas cosas) que daban ganas de estudiar Medicina. Otra vez, era imposible no pensar que si aquello era ser Médico de familia, bien valía la pena pegarse 10 años estudiando y malviviendo para conseguirlo.

«Lo verdaderamente preocupante de Anatomía de Grey, en realidad, es el grave peligro que corren las vidas de todos sus protagonistas»
Porque lo de malvivir mientras se estudia Medicina es algo que en las series sí está presente. Ahí están Meredith Grey y compañía (o sus versiones españolas, protagonistas de MIR), aguantando siempre una hora más despiertos aunque ya lleven 45 seguidas sin dormir, incapaces de conciliar el sueño si saben que una vida corre peligro o que no se han acostado con algún trabajador del hospital. La vida del residente es dura, es muy dura, sobre todo si trabajas en un hospital de médicos guapísimos y víctimas cursis (¡qué capacidad tienen los enfermos americanos para aprender en voz alta lecciones vitales en el lecho de muerte!) que se cierra cada tanto para organizar una gala benéfica a la que acuden todos y cada uno de los médicos que trabajan allí. Pero lo verdaderamente preocupante de Anatomía de Grey, en realidad, es el grave peligro que corren las vidas de todos sus protagonistas. Para mí, que tengo un primo que terminó la residencia hace un par de años y por el que nunca me había preocupado (aunque nunca tuvo tan buen aspecto como tiene siempre Jackson Avery ni se pueda permitir construirse una mansión en el monte a lo Derek Shepherd, la verdad), fue un verdadero trauma descubrir que las explosiones dentro de cuerpos humanos, los francotiradores vengativos y hasta una tormenta tropical eran cosas habituales en la vida del estudiante de Medicina. Por suerte, mi primo sobrevivió a su época de residente (si fuera un personaje de la serie habría necesitado algo más que suerte para que Shonda Rhimes no se levantara un día y le eliminara porque sí) y pudo enfrentarse a la complicada tarea de elegir especialidad. Algo que, desde el punto de vista de Anatomía de Grey, vuelve a resultar tentador para cualquiera: ¿quién no querría encontrarse en la situación de decidir si convertirse en el mejor neurólogo, el mejor traumatólogo o el mejor cardiólogo del mundo?
«El amplio abanico de posibilidades que ofrece el trabajo como médico sólo tendría que limitarse a dos categorías en las series de televisión: House y todos los demás»
Sin embargo, el amplio abanico de posibilidades que ofrece el trabajo como médico sólo tendría que limitarse a dos categorías en las series de televisión: House y todos los demás. No existe mejor trabajo (¡que alguien se atreva a llevarme la contraria!) que el del doctor creado por David Shore, teóricamente especialista en enfermedades infecciosas y nefrología, pero a efectos prácticos poco más que un genio de la deducción que se enfrenta al 98% de casos extraños y aparentemente irresolubles del planeta Tierra. El tema es que resulta imposible saber qué nos gusta más de House: ¿su protagonista, un hombre tremendamente inteligente, irónico y divertido, insoportablemente seductor e interesante? ¿o la enorme cantidad de casos que empiezan pareciendo una gripe y terminan con algo tipo que el pobre paciente viajó siete años antes a un país exótico todavía no descubierto y en él, un parásito supuestamente extinguido se incrustó de manera imperceptible en el trozo de piel que queda entre dos dedos del pie hasta su completa mutación, exactamente 84 meses después? Aunque con la mayoría de explicaciones que nos den, por lo general, nos sintamos más estúpidos que antes y tengamos que pausar al menos un momento para recapitular y entender durante un solo segundo (y fingir durante el resto de la eternidad) lo que nos acaban de explicar, House también consigue que nos pique, al menos un poco, el gusanillo de la medicina (mezclado con el de la investigación, el de la adicción a las pastillas y el del malhumor).

Y es que por muchos oficios que haya todavía por explorar (¿qué tal una serie sobre carteros? ¿y sobre arquitectos? ¿para cuándo una sobre obreros de la construcción? ¡ahí va! ¡que ya tuvimos Manos a la obra) sólo el médico televisivo tiene la oportunidad de combinar las relaciones amorosas frustradas, las parejas asquerosamente perfectas, las traiciones entre amigos y los vínculos familiares desconocidos (el cotilleo, vamos) con el mayor dolor físico y emocional y su camino hacia la salvación o la muerte en tan solo 50 minutos. O incluso menos. Sea con el humor y el surrealismo de Scrubs o con la arrogancia y el snobismo de Sin cita previa, está claro que en ese universo imaginario y sensacional en el que Liz Lemon cenaría cada noche en Los Pollos Hermanos con McNulty en la mesa de al lado, todos querríamos trabajar (o pasar al menos una noche) en el Seattle Grace Sacred Heart County General Princeton-Plainsboro Teaching Hospital Central.