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«He estado bien. He estado mal. He estado bien… La vida”. Un reencuentro casual, un café, una noticia inesperada, una mirada que lo dice todo, y esa pregunta. En Los años nuevos se escucha a menudo. Todos la hacemos a diario por pura cortesía y solemos contestar, también por pura educación, con evasivas o con fórmulas rutinarias, casi nunca con sinceridad, por mucho que quiera soltarse la mordaza y escapar a gritos de nuestras bocas. “¿Cómo estás? Pero ¡cómo estás de verdad!”, interroga alguien en algún momento. A veces, la pregunta de marras necesita una respuesta honesta.
Hay tanta verdad en la nueva serie de Rodrigo Sorogoyen, que, a ratos, uno cree ver en Ana y Óscar a alguien cercano
Durante los diez capítulos que reparten las idas y venidas de Ana y Óscar, sus encuentros y desencuentros, a veces tan cerca pese a estar tan lejos, y viceversa, el puto paso del tiempo va dejando una huella perenne. Como lo hacen también las decisiones y las dudas, las apuestas y las renuncias, lo que pudo ser y no fue, los polvos y las discursiones, las cosas que no pasan hasta que pasan, el conformismo o el culo de mal asiento, las carcajadas y el hastío, las ausencias y las guardias en el hospital, un subidón de MDMA o un mal chiste (“sierra la boca”), una maleta XXL o un DVD de La mejor juventud, aquel arroz en Casa Amparo y aquel concierto de Nacho Vegas. O las huidas para regresar a la casilla de salida. Desde el lejano final de 2014, ella sirviendo copas en un garito y él siendo el chico de ojos tristes del final de la barra, los caminos de Ana y Óscar parecen unirse para marcar irremediablemente, y para bien o para mal, sus vidas adultas.
Ambos cumplen, o acaban de cumplir, los 30. Y, desde ahí, les acompañaremos en esa década que conforma y, probablemente, acaba definiendo a seres humanos como nosotros. La particularidad de Los años nuevos, su estructura argumental, nos obliga a rellenar 364 días de huecos, porque solamente se nos permitirá ser testigos de dónde están, y con quién, Nochevieja tras Nochevieja, o Año Nuevo tras Año Nuevo. Y, por supuesto, también nos concederá la posibilidad de adivinar la ansiada respuesta a la pregunta del millón: ¿Cómo estás, Ana? ¿Cómo estás, Óscar?
Entre amigos o en familia, en Madrid, Lyon o Berlín, en una sala de urgencias en plena pandemia o en un centro de desintoxicación, cenando en un restaurante con dos estrellas Michelin o comiendo en un VIPS, juntos o por separado, Ana y Óscar brindan y toman las uvas, piden deseos que casi nunca se cumplen, y llegan a la cuarentena. Y cambian, porque, sin perder la esperanza ni las ganas de disfrutar, madurar implica que las heridas escuezan, que las hostias del destino se multipliquen, que la melancolía y la nostalgia saquen la cabeza y hagan de las suyas, que las ilusiones comiencen a desvanecerse, y que el futuro convertido en presente nos atropelle sin contemplaciones.
La serie aprovecha muy bien lo que incentiva su juguetona propuesta narrativa, cambiando el tono y la personalidad, incluso el género, de sus episodios, concebidos casi como minipelículas
Hay tanta verdad en la nueva serie de Rodrigo Sorogoyen, cocreada y escrita junto a Sara Cano y Paula Fabra, que, a ratos, uno cree ver en Ana y Óscar a alguien cercano, cuando no el reflejo de un espejo que aparece en el lugar menos esperado. No solo ocurre con ellos: su grupo de amigos podría ser el nuestro, como sus padres y madres, o esos personajes que se cruzan en su trayectoria de forma tan puntual como, paradójicamente, inolvidable (¿quién no termina el sexto capítulo adorando a Josito o queriendo darle una oportunidad a la chica de aquella fiesta sin mascarillas?). Puede que esa sea la gran baza de un relato que avanza a base de pinceladas, de viñetas vitales: abrazarnos o golpearnos, porque el devenir de los protagonistas se puede parecer algo, o mucho, al nuestro.
Más allá de su más que evidente, y tremendo, impacto emocional, la serie aprovecha muy bien lo que incentiva su juguetona propuesta narrativa, cambiando el tono y la personalidad, incluso el género, de sus episodios, concebidos casi como minipelículas. Porque, como en la vida misma, y en las Nocheviejas de cualquiera, en Los años nuevos hay apuntes de comedia romántica (nada empalagosa, tranquilos) e instantes de drama desolador, running gags que nos acompañan para siempre (el ascensor que nunca se avería, la aversión a coger taxis de Ana, la costumbre de Óscar de mear sentado) y hasta un par de ensoñaciones que se emparentan al realismo mágico.
Hay en la serie algo de la linklateriana captura del paso del tiempo, incluso un homenaje (que quizás solo quién escribe estas líneas ha querido ver) a Cuando Harry encontró a Sally, en ese juego con las extrañas, o no tanto, parejas con las que nuestros protagonistas fabulan y que les sirven de contrapunto.
De haber justicia, los trabajos de Iria del Río y Francesco Carril merecerían todos los premios y aplausos del mundo
Con Sandra Romero y David Martín de los Santos dirigiendo algunos de los capítulos, es el padre de la criatura quien firma, entre otros, el primero y el último de ellos. El ya conocido gusto de Rodrigo Sorogoyen por el plano secuencia permite un sensacional arranque de la serie en el concurrido baño de un bar, y una larga escena de sexo de un naturalismo y una nada estilizada belleza que hace pensar en La vida de Adèle. Y nos regala un extraordinario, y demoledor, décimo episodio, casi 50 minutos sin cortes en los que Iria del Río y Francesco Carril, nuestros Ana y Óscar, no hacen más que rematar la exhibición de recursos interpretativos que ya nos han mostrado a lo largo de la serie. De haber justicia, los trabajos de ambos merecerían todos los premios y aplausos del mundo.
Y junto a ellos, y en un sensacional trabajo de casting, un brillantísimo plantel de secundarios robaescenas nada obvios ni mediáticos: de Pablo Gómez-Pando a Lucía Martín Abello (el amigo crápula y la novia que nunca ha querido ser novia). De Anna Alarcón a Ana Telenti. De Carlos Blanco a Ana Labordeta. De Malena Gutiérrez a Benjamín Prado, qué maravillosa idea la de convertirle en el padre de Óscar, y la de mantener en la ficción su ocupación y sus versos de poeta. Autocitándose como quien no quiere la cosa en un particularmente relevante momento de la serie, Prado da en el clavo: “Nunca es tarde para empezar de cero, para quemar los barcos, para que alguien te diga: yo solo puedo estar contigo o contra mí”.