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La piratería, que ha existido como concepto desde que el ser humano se dio cuenta de que un tronco flotaba en el agua, ha acechado a la humanidad desde entonces hasta las costas de Somalia en la actualidad. Con la universalización de Internet y la llegada del mismo a nuestros hogares, la palabra añadió una acepción en los diccionarios de medio mundo (y en sus web sites, también). Ya no solo se navegaba por el mar, sino también por las redes. Y ahí renació el término piratería en todos los medios, y Ramoncín, y el pollo frito. Ya no necesitábamos barco, ni conocimientos de cartografía, ni tripulación; nos bastaba Napster.
Que la piratería cultural ha tenido y tiene efectos adversos es incuestionable. En esta realidad, en la que empiezan a cobrar hasta el sol (aire, eres el siguiente), no existe cultura sin industria, por regla general. Por lo que si un consumidor de cualquier rama cultural -ya sea musical, literaria, cinematográfica o televisiva, entre otras- no paga por su consumo, no se genera una actividad económica, el empresario cierra, por lo que no da soporte, y el artista no ve retribuido su trabajo ni su arte, por lo que no tendrá más remedio que profesionalizarse en otro asunto; adiós.
El efecto de la piratería, como podéis comprobar, e imaginar, es perverso. Crear arte vale dinero, y si hablamos de televisión contamos los dólares o euros por millones. Si esos millones no se ven retribuidos por estudios, productoras y cadenas más beneficios, podemos despedir a la ficción televisiva con los Ecos del Rocío sonando de fondo. Esto es así. No hay más. Desgraciadamente.
«Gracias a la piratería (y a internet) el acceso sin límites a la cultura (televisiva) es maravillosamente democrático e ideal»
Pero la piratería, en el caso de la ficción televisiva, que es la que nos atañe, también tiene cosas (muy) buenas. Menos de las que los beneficiados quieren ver. Más de los que los perjudicados se niegan a reconocer. Me explico: el acceso que actualmente tiene cada usuario de banda ancha en su casa al panorama televisivo internacional es, pese a quien le pese, quiera no darse cuenta quien no quiera darse cuenta, además de ilimitado, gratuito. Por lo que la voracidad de consumo, y por tanto de acumulación de conocimiento televisivo, es tan grande como su curiosidad y capacidad de saciarse. Gracias a la piratería (y a internet) el acceso sin límites a la cultura (en este caso televisiva) es además de utópico, maravillosamente democrático e ideal. ¿O no?
Además, ha conseguido un doble efecto -uno en el ciudadano español y otro en las cadenas nacionales- que ha propiciado un aumento en la calidad de nuestro consumo televisivo. Gracias al primero se empieza a ver (y a escuchar) productos audiovisuales en el idioma original de la producción y no en el vernáculo. En este país, los canales tradicionales de distribución siempre han emitido los productos foráneos doblados al castellano. Una arcaica tradición, en contra de todo principio artístico, que sigue permaneciendo hasta nuestros días pero que, por primera vez, ha entrado en decadencia. Gracias a la piratería (y a internet).
Todavía me asombro al escuchar entre conocidos, reposados en barras de bar y viandantes kafkianos aquello de “¡Qué bien está Matthew McConaughey en True Detective!”, por ejemplo. Caballero, al que usted ha escuchado es a Sergio Zamora como el nihilista de Rust Cohle, no al apóstata de Matthew recitando a Nietzsche con su acento tejano. Sino, se habría caído del sillón. Y eso no ha pasado.
«Internet ha propiciado que una serie americana o europea se estrene la misma semana»
Por otra parte, las cadenas nacionales (privadas, las públicas son otra historia) han tenido por primera vez un competidor real en la emisión de ficción televisiva internacional. Esa competencia no era otra cadena, sino el inmenso, poblado y libre Internet. Hasta hace tres o cuatro años, tiempo que les costó darse cuenta de que Internet más que el corral de Pitas Pitas era ¡Qué verde era mi valle!, la llegada de una temporada de una serie internacional podía producirse al año, a los seis meses o a los tres, en el mejor de los casos, mientras que el público podía encontrarla en la red a las tres horas de emisión en su país de origen (Houston, tenemos un problema).
Esto propició no solo que una serie americana o de cualquier otra potencia televisiva europea como Francia, Inglaterra o los países nórdicos, se estrene esa misma semana, sino al día siguiente e incluso simultáneamente, como fue el caso de la quinta temporada de Juego de Tronos en Movistar+, y después la segunda temporada de True Detective, y después… después (casi) todas las demás. Las cadenas se han puesto las pilas. Esto es un hecho. No les quedaba otra. Gracias a la piratería (y a Internet).
Como veis, no todo lo que ha traído la piratería consigo, al menos en el campo de la televisión, ha sido negativo. Hay que tener claro que las razones expuestas no justifican esta práctica, porque no es un modelo sostenible ni justo, pero sí que es innegable que ha provocado ciertos cambios en el panorama televisivo nacional que eran necesarios y que han mejorado la calidad del producto televisivo y de su consumo. Gracias a la piratería (y a Internet).