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“Señoras y señores, están a punto de ver la ciudad desnuda”. La voz del productor Bert Leonard pronuncia estas palabras, mientras contemplamos una toma aérea de la isla de Manhattan, en el inicio de “Meridian”, el primer capítulo de Naked City, emitido por primera vez el 30 de septiembre de 1958. Leonard explica, a continuación, que la serie no ha sido grabada en ningún estudio. Todo lo contrario: los actores han interpretado sus papeles en las calles, en los verdaderos apartamentos y rascacielos de la ciudad. Los edificios son aquí de puro granito (y no de cartón-piedra) y los rostros no precisan de ningún maquillaje.
Es una apuesta por el realismo que evoca los inicios de la representación de la urbe que firman maestros unidos a la denominada Street photography como Paul Strand o Garry Winogrand. Este último sale a la calle para contemplar el constante trasiego humano y registrarlo con su cámara. Como él mismo dirá, en una entrevista tardía con David Fahey, “a veces siento como si el mundo fuera un lugar para el que he comprado una entrada. Es un gran espectáculo que está ocurriendo para mí, que parece que no vaya a suceder si yo no estoy allí con una cámara”.
La ciudad es un lugar de tránsito, de constantes encuentros y desencuentros, en el que conviven trabajo y diversión
Efectivamente, el desarrollo acelerado de las grandes ciudades, derivado de la industrialización, convierte la vida cotidiana en puro espectáculo. La fotografía y el cine, que evolucionan al mismo ritmo, se convierten en los dispositivos idóneos para aprehender toda la vivacidad y la diversidad de estos nuevos hervideros humanos. Poco antes, cuadros como Metrópolis (1916-1917), de George Grosz, habían conseguido captar sus fascinantes claroscuros. La ciudad es un lugar de tránsito, de constantes encuentros y desencuentros, en el que conviven trabajo y diversión; un sitio excitante y a la vez inquietante, repleto de luces de neón que hacen que la noche resplandezca y también de callejones oscuros que invitan a dar rienda suelta a las pulsiones soterradas.
Ciudades de ficción
La ciudad se convierte en el gran escenario de la representación cinematográfica. Los espectadores caminan por las calles, entran distraídamente en una sala de cine, las cortinas rojas se abren y lo que se proyecta a continuación es justo lo que acaban de dejar atrás: la vida en la ciudad. Es lo que ocurre en el prólogo de El hombre de la cámara (1929), la “sinfonía urbana” de Dziga Vertov, una cinta que, como la anterior Berlín, sinfonía de una ciudad (1927), de Walter Ruttmann, ansía mostrar algo inasible, casi abstracto: el latido, la energía, el bullicio, la agitación de las multitudes, el ritmo de lo puramente urbano.
Con el tiempo, Nueva York se convierte en el escenario soñado
La ciudad ficcionada se estiliza y se convierte en escenario romántico, decadente y a la vez sublimado, de los dramas alegóricos del cine de la República de Weimar, las fantasías pintorescas y sentimentales del Realismo Poético francés, los relatos plebeyos y excitantes del cine precode o los noirs del Hollywood clásico. Se construye una iconografía que se apropia de atmósferas neblinosas y contrastes de luz y sombras de vocación pseudoexpresionista. Con el tiempo, Nueva York se convierte, como dirá Woody Allen en la obertura de Manhattan (1979), en el escenario soñado, permanentemente en blanco y negro en nuestra memoria, y también en la metáfora de cierta decadencia contemporánea.
A finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, los detectives del cine hard boiled y los gánsteres bigger than life que interpretan Humphrey Bogart o James Cagney dan paso a policías y criminales más mundanos descritos de forma más veraz y realista en películas “procedimentales” que auguran la llegada de la “televisión vérité” (que irá de Naked City a The Wire). Cintas iniciáticas como Yo creo en ti (1948), de Henry Hathaway, La ciudad desnuda (1948), de Jules Dassin, o Kansas City Confidential (1952), de Phil Karlson, apuestan decididamente por la “docuficción”, inspirándose en hechos reales e incluso yendo a filmar en los escenarios en que de verdad sucedieron los hechos.
El film de Dassin que acabamos de mencionar es el punto de partida para desarrollar la serie de televisión Naked City, una “semiantología” que cuenta las peripecias cotidianas de los detectives del distrito 65 de la policía de Nueva York. Los argumentos prestan especial atención a las motivaciones de aquellos que se hallan al otro lado de la ley. Aunque la televisión imponga sus restricciones, la voluntad de los creadores es más sociológica, observacional, que moralista. Se trata de comprender por qué suceden las cosas que nos perturban o desagradan, en lugar de simplemente escandalizarse por ellas.
Con el tiempo, la televisión comercial estadounidense se escinde en dos grandes modelos relacionados, conceptualmente, con la bipolaridad Nueva York-California, también presente en los orígenes del cine. El modelo neoyorquino, propugnado por visionarios de la Primera Edad de Oro televisiva como Robert Sarnoff, concede importancia al drama realista, a los textos brillantes escritos por autores en nómina como Rod Serling, Gore Vidal o Paddy Chayefsky, y a los realizadores de estilo directo y vibrante que la crítica agrupará bajo el nombre de la “generación de la televisión”.
El modelo angelino, encarnado en la figura del Midas del prime-time Aaron Spelling, apuesta por el entretenimiento escapista de explotación. Así, en la época en que triunfan en la gran pantalla los thrillers urbanos facturados por directores correosos como Don Siegel o William Friedkin, la televisión canibaliza sin pudor ese estilo naturalista para convertirlo en una buddy-serie resultona como Starsky y Hutch (1975-1979), en la que las persecuciones a lo Bullitt (1968), rodadas con una cámara nerviosa, conviven con las humoradas más bien inofensivas del dúo protagonista.
La reinvención del procedimental
La irrupción, a principios de los años ochenta, del drama coral Canción triste de Hill Street (1981-1987) puede considerarse el retorno al espíritu del tono vérité, que también cultivarán, con menor intensidad, otros títulos como Cagney y Lacey (1982-1988), ficción de vocación feminista que, en cierto modo, es la respuesta realista a la fantasía patriarcal de Los ángeles de Charlie. Por la misma época, Michael Mann, que había participado en diversos episodios de La mujer policía (1974-1978) o Starsky y Hutch antes de pasarse al cine, decide regresar al medio televisivo para crear, junto a Anthony Yerkovich, Corrupción en Miami (1984-1990), una reinterpretación manierista del serial policiaco que convierte los escenarios verdaderos de la ciudad de Florida en estampas brillantes de una revista de tendencias, pero que a la vez incorpora un pathos fatalista y desencantado que resume a la perfección el zeitgeist de los ochenta.
‘Canción triste de Hill Street’ es una especie de clase magistral de neorrealismo televisivo
Con Canción triste de Hill Street, Steven Bochco y Michael Kozoli definen las reglas del procedimental contemporáneo. El relato coral, los personajes desglamourizados, la combinación de relato policial y drama intimista, las tramas bien documentadas inspiradas en hechos de la realidad, la atención a los momentos cotidianos (esas reuniones matinales en las que se asignan los casos del día, rodadas con una cámara que se inmiscuye en plena acción) o el uso de argot y jerga policial convierten la serie en una especie de clase magistral de neorrealismo televisivo que inspirará a un reguero de continuadores de la denominada Segunda Edad de Oro de la televisión, también conocida como Quality TV. El tono amargo y el enfoque en los personajes fracasados que merodean por las calles de una ciudad imaginaria que Bochco concibió como un cruce entre Chicago, Búfalo y Pittsburgh es también una declaración de principios, una vuelta al tono comprometido de Naked City.
Bochco siguió ahondando en los mecanismos del procedimental, en esta ocasión junto a David Milch, en Policías de Nueva York (1993-2005), nueva serie coral que narra la vida diaria de una unidad de detectives ficticia del distrito 15 de Manhattan. De nuevo, las tramas proponían una visión más bien lúgubre de la profesión, y caracterizaban vidas personales al borde del naufragio, introduciendo elementos “controvertidos” como el alcoholismo, la misoginia, la homofobia o la infidelidad y mostrando desnudos y utilizando expresiones poco habituales en la televisión en abierto.
El espíritu libérrimo de la denominada Controversial TV se hace patente, ya en el siglo XXI, en The Shield: Al margen de la ley (2002-2008), una ficción hiperbólica que nos adentra en el corazón de la corrupción policial, inspirándose libremente en el llamado “escándalo Rampart” que sacudió a la policía de Los Ángeles en los años noventa. La oscuridad moral del protagonista, Vick Mackey, despierta en la audiencia una fascinación parecida a la que genera Tony Soprano. Ambos son ese tipo de “monstruos” extrañamente seductores, que tememos y admiramos secretamente, que engendra la polis moderna.
Volver a la televisión vérité
El otro gran analista contemporáneo de la ciudad en la ficción es, por supuesto, David Simon, cuya visión panorámica le llevará a ser comparado con el mismísimo Honoré de Balzac de La comedia humana. Una serie como The Wire ofrece una mirada aparentemente desafecta, mediada por los instrumentos tecnológicos (el micrófono que da título a la serie, la cámara de vídeo, las cámaras de seguridad o las cámaras nocturnas de los helicópteros de la policía). Como si estuviéramos atrapados en una narración de la noveau roman el furor descriptivo es llevado hasta lo maniaco, llegando en cierto modo a “conformar” la propia realidad. En enero de 2005, The New York Times relatará en una noticia cómo una banda de narcotraficantes de Queens decide utilizar teléfonos móviles desechables inspirándose precisamente en el visionado de The Wire.
“Al mundo le da igual lo que piense David Simon. Lo que importa es lo que piensa un detective cuando está frente a un cadáver”
La serie de Simon se concentra en momentos aparentemente rutinarios. Es el legado de su viejo oficio de cronista periodístico. El objetivo no es tomar un posicionamiento moral, sino convertir el procedimiento policial o criminal en el verdadero meollo del asunto. Como el mismo showrunner manifestará, “al mundo le da igual lo que piense David Simon. Lo que importa es lo que piensa un detective cuando está frente a un cadáver”. Ese “pensamiento” se transmite, de forma aparentemente imperceptible, a través de las esperas en el interior de un vehículo de McNulty u Omar, en los momentos en los que el detective Freamon se enfrasca en el montaje de muebles en miniatura o en las borracheras de Bunk y McNulty.
La serie consigue concentrarse poderosamente en lo concreto y, al tiempo, desplegar una estrategia panóptica que termina revisando diversos estratos sociales que engrasan la maquinaria de la ciudad. El centro de la acción se desplaza de la mitificada Nueva York a la aparentemente anodina Baltimore, una ciudad en la que “el crimen es cinco veces mayor que en Nueva York, hay cinco veces más tráfico de drogas; es diez veces más pobre”, como explica Simon. Las tramas se despliegan progresivamente, pero todo cabe en una misteriosa tabla de corcho en la pared. El objetivo es desballestar definitivamente el juego de la ficción para mostrarnos cómo de verdad funcionan las cosas. Filmar el auténtico The Game.
El espectador de hoy se evade del hostil mundo postpandémico disfrutando de mitologías contemporáneas que convierten de nuevo la ciudad en un escenario abracadabrante como Gotham. Mientras, otras ficciones más modestas como The Responder, inspirada en las vivencias del policía reconvertido en guionista Tony Schumacher, recuperan de nuevo el “factor realidad”. Aunque nos sintamos aparentemente lejos del mundo criminal que describen estas series, sabemos que representan algo que verdaderamente existe, una “ciudad desnuda” que hay ahí afuera y que evitamos mirar cara a cara.