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Alea jacta est. No es Alto Valyrio, pero se entiende perfectamente. La suerte está echada. Que es como aquello de Valar Morghulis pasado por el filtro de la sabiduría de un tal Julio César. A apenas una hora y cuarto para concluir la partida, el tablero del juego donde sólo puedes ganar o morir se ha ido estrechando cada vez más, sacudido por la furia destructora de un dragón con las ínfulas propias de un superviviente. Quedan algunas incógnitas decisivas por resolver, pero son ya muy pocas. Básicamente cabe descubrir si el amor incestuoso que es moneda corriente en los Siete Reinos será más fuerte que la locura, o si Aegon Targaryen le parará los pies a su tía/amante.
En el penúltimo capítulo de este inesperado fenómeno planetario que ha sido Juego de tronos, probablemente el mejor de la octava temporada, los ecos de la imperecedera Batalla de los Bastardos han resonado por las callejuelas empedradas de Desembarco del Rey, confirmando de paso que, una vez despachados los Caminantes Blancos, el auténtico centro de gravedad emocional del desenlace de la saga se apoyaría en la humanidad de los personajes, es decir, en sus debilidades. Pocas semanas hemos visto llorar tan desconsoladamente a tantos personajes principales, incluso a los más odiosos.
En los primeros compases del episodio nos situamos en la trastienda lúgubre de una corte en construcción, la de la eterna aspirante al Trono de Hierro, una Daenerys Targaryen ojeriza, herida en su amor propio y más sola que nunca tras las bajas de Jorah Mormont, Rhaegal y Missandei (dejando al carismático Mormont en el pedestal que se merece, que levante la mano quien sintiera más la caída del dragón que la decapitación de la intérprete peinada a lo afro). A estas alturas no hace falta insistir en que las entrañas de la trama no se encuentran en el espectáculo pirotécnico, sino en las conversaciones a media voz en cámaras apenas iluminadas y en los ecos de los pasadizos que llevan y traen rumores. Que se lo digan si no a Varys, el eunuco intrigante y conspirador, consejero de rumores, un personaje al que hemos acabado entendiendo en su fidelidad a unos principios más sólidos que cualquier lealtad personal. Cual único heraldo de las desgracias futuras -una Cassandra calva alertando de los estragos del dragón de Troya- Varys intenta maniobrar de espaldas a Daenerys, la gran esperanza rubia a quien, en un giro de guion heteropatriarcal, empezamos a temer por insensata. La cabeza más brillante de Poniente (brillante por dentro y por fuera) lo deja muy claro: cuando gobierna un Targaryen, Dios tira una moneda al aire y el resto del mundo contiene el aliento. Y mira tú por dónde, resulta que la rompedora de cadenas actúa impulsada por una vocecilla interior a lo Lady Macbeth que le lleva a asar al eunuco por traición en una escena tan sobria como impactante, tras el chivatazo de un Tyrion que anda hundido en sus dudas metafísicas.
Después de años de sutil empoderamiento femenino, Benioff y Weiss nos vienen a decir que confiar en una Targaryen cuerda es como apostarlo todo a cara o cruz, y que donde esté un héroe barbudo, soso pero noble, que se quiten las madres de dragones. Al final va a resultar más fiable la fría crueldad de Cersei Lannister. Despojando esta encrucijada de la lectura contemporánea de género, nos queda una reflexión inquietante sobre los desvaríos del poder. Daenerys lo tendrá complicado para ir eliminando todos los que conocen el secreto mejor guardado de su árbol genealógico: si decide ponerse en faena, le va a quedar una lista tan larga como la de Arya Stark. En su premonitoria conversación con Jon a la luz de una hoguera, ella misma diagnostica de qué mal van a morir: lo que puede convencer a sus posibles súbditos no es el amor, sino el miedo. Por mucho que Tyrion le insiste en que no ataque Desembarco del Rey, provocando la muerte de miles de rehenes inocentes, por mucho que le implore clemencia, Daenerys responde obcecada que la clemencia se la debe a las futuras generaciones, que podrán vivir libres de cualquier tiranía. Como si la tiranía no se fundara precisamente en decisiones como ésta. No es la primera vez que a la joven Targaryen se le plantea el dilema, la presunta magnanimidad implícita en un acto de crueldad extrema, aunque ahora su voluntad de arrasar en el campo contrario no responde a ninguna estrategia militar, sino que es una venganza personal surgida de la rabia ciega. Que suele obviar al ciudadano de a pie.
Al único estratega que aún podría haber salvado la situación le han fallado los cálculos. El encuentro de Tyrion con su hermano Jamie, que abandonó cualquier perspectiva de felicidad junto a Ser Brienne por los cantos de sirena ambiciosa de Cersei, ha sido uno de esos momentos cargados de emotividad, uno de tantos en este capítulo. Al enano ya no le quedan chascarrillos ingeniosos para repartir, tan sólo le preocupa que alguien se asegure de hacer sonar las campanas de la capital en señal de rendición para evitar la masacre. Y efectivamente, las campanas tañen intentando apaciguar la tensión del ambiente. Demasiado tarde para Daenerys y su creciente indignación. Cuando parece que las espadas van a callar, llega una tormenta de fuego desde las alturas que arrasa con propios y extraños, sin distinción. Una cosa es cargarse la flota de las Islas del Hierro, con el chulito de Euron Greyjoy a la cabeza, y otra es chamuscar a todo bicho viviente. Viendo que la guerra prosigue en el aire, a los de tierra firme no les queda más remedio que seguir en la brega. Sin pretenderlo, las campanas pasan a tocar por los difuntos, por lo menos hasta despeñarse.
La progresiva demolición de edificios como la Fortaleza Roja, nos ha confirmado que los enemigos no se iban a evaporar por el efecto mágico de una daga y que matar a alguien es (o debería ser) muy difícil
Y ahí empieza otra batalla espléndida, una más, que siendo sinceros ha convertido el tan comentado enfrentamiento en Invernalia de tres capítulos atrás, dirigido como este mismo por Miguel Sapochnik, en una riña de patio de escuela. Más allá del debate estéril sobre la oscuridad de aquella batalla, en Desembarco del Rey Sapochnik ha vuelto al rodaje de guerrilla de la Batalla de los Bastardos, otro de sus hitos en la dirección de la serie, a la cámara nerviosa, a la sangre, el sudor y las lágrimas en primer plano; hemos sufrido por los personajes principales, temiendo que esta vez sí fuera el fin para alguno de ellos, pero también nos han permitido empatizar con algunas personas del pueblo llano, desorientadas y atrapadas en una guerra que no es la suya; y por si fuera poca incerteza, la progresiva demolición de algunos de los escenarios icónicos de Poniente, empezando por la aparentemente inexpugnable Fortaleza Roja, nos ha confirmado que los enemigos no se iban a evaporar por el efecto mágico de una daga y que matar a alguien es (o debería ser) muy difícil. Esta lucha no era reversible.
El rostro de Arya, tiznado de polvo y cicatrices al final del asedio, refleja a la perfección este cambio. Es cierto que en su hogar padeció de lo lindo zafándose de los muertos revividos en la biblioteca familiar, pero en el fondo su intervención providencial surgida de la nada en su encuentro final con el Rey de la Noche contribuía a generar cierto halo de invulnerabilidad hacia su persona. En esta ocasión la hemos visto sufrir como nunca, esquivando explosiones y cascotes, con dificultades para avanzar, confundida entre el proletariado, al borde de la desesperación, tan frágil como en sus viejos tiempos, capaz incluso de humanizar a su forzado compañero de travesías, el Perro, ese entrañable y malhumorado Sandor Clegane que, una vez más, le ha salvado la vida, llamándole al fin por el nombre de pila, el que debe figurar en su DNI, si es que en los Siete Reinos queda alguien con autoridad para expedir tal documento. Únicamente el caballo blanco que le ofrece una salida a Arya entre tanta devastación con aroma de final puede ser objeto de crítica por parte de aquellos que han venido cuestionando ciertos Deus ex machina de las últimas temporadas, las que no han tenido a George R.R. Martin como mentor.
En este tablero ruinoso, telón de fondo deslumbrante y apocalíptico, Juego de tronos nos ha regalado un par de duelos de altura y algún reencuentro necesario. Jamie Lannister se ha visto obligado a combatir a vida o muerte contra el presuntuoso Euron en una playa rocosa muy a su pesar, dispuesto para el sacrificio, ya que del Matarreyes fogoso que conocimos hace ocho años queda poco rastro. En cierto modo, la evolución de su personaje ha sido inversamente proporcional al creciente ardor guerrero de Daenerys y algunos otros. El héroe de una sola mano ha conseguido acabar con Greyjoy sólo para llegar agonizando hasta su hermana adorada y sepultar su amor prohibido para siempre, entre llantos de impotencia por una dinastía que muere (Lena Headey seguirá siendo la reina del reparto pase lo que pase).
No muy lejos de allí, en una de las escalinatas de la fortaleza desmoronada, el Perro se ha reencontrado con su hermano mayor, o por lo menos la versión de ultratumba del caballero anteriormente conocido como la Montaña. Algo de vida le quedará dentro, porque sus ojos como ascuas han reconocido al pariente al que marcó de bien joven. Los Clegane, Sandor y Gregor (no confundir con un dúo de equilibristas moldavos), han dirimido sus diferencias en una refriega brutal al límite del fin del mundo, uno de los momentos más esperados por los fans, resuelto con la garra de las escenas que se saben antológicas. Y todo ello mientras Daenerys se paseaba a lomos de Drogon como una patinadora olímpica, repartiendo llamas a diestro y siniestro, y desde abajo un Jon superado por los acontecimientos, improbable Gandhi con espada, intentaba contener la violencia generalizada, una manera como otra de visualizar que Emilia Clarke ha madurado bastante más como actriz que el impávido Kit Harington. Esperamos a conocer las consecuencias de la política de tierra quemada de la primera de su nombre. Hagan juego, ultimen sus apuestas… y que gane quien pueda, si es que hay victoria posible. Quizás, como nos anticiparon en The Wire, no gana nadie, sino que un bando pierde más lentamente.