Comparte
Celebramos que John Carpenter no fuera asesino en serie antes de rodar La noche de Halloween (ni después, que se sepa) y nos tranquiliza saber que, en la etapa previa a la concepción de El padrino, Coppola era un aplicado estudiante de la Universidad de California, sin conexión alguna con el mundo del hampa. En otras ocasiones, en cambio, es muy de agradecer que un cineasta conozca de primera mano aquellos gremios que retrata en su obra, la mejor manera de filtrar los tópicos más manidos. Y esta circunstancia resulta especialmente relevante en un género tan socorrido como el de las ficciones situadas en hospitales, hábitat común de tantas series de televisión: Hospital Central, Urgencias, The Good doctor, New Amsterdam, o esa adulteración culebronera del género que responde al nombre de Anatomía de Grey. Para algunas de estas producciones, un hospital acaba siendo demasiado a menudo un club social en el que, de tanto en tanto, hay que correr por los pasillos porque alguien «se nos va».
Por eso nos hacía tanta falta la figura de Thomas Lilti, hombre del Renacimiento, médico de familia y director de cine, dos ocupaciones que llegó a compatibilizar hasta 2014. Ese mismo año presentaba su película Hipócrates, crónica casi documental del día a día en un hospital de París, narrada desde el punto de vista de uno de sus internos. En ella, los idilios intermitentes entre colegas de profesión, seres apuestos cómodamente instalados en la soltería, siempre a punto para el chequeo mutuo, se veían sustituidos por las asambleas laborales montadas en cualquier pasillo en demanda de turnos de trabajo menos rigurosos, los efectos de los recortes sanitarios en el ánimo y la salud de personal y pacientes, los problemas de homologación de títulos en el caso de profesionales de otros países… Era una manera convincente de evidenciar que, por mucha tensión sexual no resuelta que flote en el ambiente, lo que convendría resolver de verdad serían las inercias burocráticas y financieras que lastran la sanidad pública.
Lilti siguió abordando diferentes aspectos de la profesión con sus siguientes dos películas, manteniendo una mezcla acertada de denuncia y humanismo. Un médico en la campiña, de 2016, quería ser un homenaje a la imprescindible tarea de los médicos rurales, mientras que Mentes brillantes, de 2018, exponía las exigencias que se les plantean a los estudiantes de Medicina. Ese mismo año se estrenó en el Canal+ de Francia una serie de ocho episodios también titulada Hipócrates, que conectaba claramente con la primera de las tres películas citadas, que llegó a Filmin el año pasado y de la cual ahora ya está disponible una segunda temporada. Ambas temporadas mantienen un nivel excelente, de un rigor que las ha hecho destacar en el panorama de la ficción europea. Respecto a la película de 2014, subyacen los mismos temas de fondo, pero cambian las situaciones, el reparto y los personajes. Tan solo repite una actriz habitual en el cine del director, Sylvie Lachat, enfermera jefa tanto en el film como en la serie.
Dispuesto a rastrear las debilidades del sistema sanitario, Lilti decide partir de la base y enfocar al primer eslabón de la cadena, el más alejado de los despachos, allá donde un respirador de más o de menos se relaciona únicamente con la cuenta de beneficios. Los cuatro protagonistas centrales de Hipócrates, constante punto de referencia para la audiencia, son jóvenes internos en la etapa final de su formación, todavía a medio camino entre el mundo universitario y la jungla cotidiana de la práctica médica. La flemática Chloe (Louise Bourgoin), que oculta su fragilidad tras una fachada fría y distante, tiene un poco más de experiencia. A Alyson (Alice Belaïdi) y a Hugo (Zacharie Chasseriaud) los conocemos en sus primeros días de trabajo en un gran centro hospitalario, justo en el momento en que un virus transportado por un paciente ha obligado a confinar a los doctores titulares, los jefes del servicio de medicina interna al cual han sido destinados.
Pese a que se trata de un confinamiento mucho más limitado del que lleva soportando la humanidad en su conjunto desde hace meses, esta referencia vírica conecta una ficción tan verosímil como es Hipócrates con una de las situaciones de crisis que más a prueba ha puesto la capacidad de entrega de los sanitarios, con los que siempre estaremos en deuda. A Chloe, Alyson y Hugo se les añade Arben (Karim Leklou), un albanés de rostro atribulado y melancólico, médico forense rescatado de las profundidades de la morgue para acudir en ayuda de los que todavía están vivos. Este cuarteto de aprendices, elevados a supervisores a su pesar, tendrá que lidiar con algunas responsabilidades que todavía les vienen un poco grandes. Aprenderán a golpes y decepciones que esto de ejercer la medicina es una carrera de fondo que apenas deja tiempo para lamentarse después de cada traspiés.
El paisaje humano dibujado por la galería de pacientes que va desfilando por el hospital es diverso y no rehúye los temas más espinosos. Se atreve incluso a mostrar la transexualidad desde un punto de vista puramente clínico, sin juicios morales retrógrados, pero sin ignorar los riesgos que pueden correr estas personas en la búsqueda de su legítima felicidad. Algo que se agradece en Hipócrates es que huya parcialmente del molde procedimental tan típico de las series americanas, ese en el que el paciente de turno es una guest star destinada a aparecer en un único capítulo para que el Sherlock House o la doctora Fletcher de turno emitan su diagnóstico triunfal. Aquí algunos casos presentan un arco argumental un poco más elaborado y tienen continuidad a lo largo de diversos episodios. Es cierto que la sombra del arquetipo narrativo asoma de vez en cuando: la relación sentimental entre colegas, el jefe que se vale de la rudeza y las malas formas para sacar lo mejor del personal, la intuición genial de un personaje que permite resolver una crisis tremebunda… Aun así, las tramas revisten una credibilidad poco frecuente en el género.
‘Hipócrates’ escapa de la anécdota puntual para mostrar la fragilidad de un sistema hospitalario claramente insuficiente, siempre al borde del colapso
Lilti desentraña la vida en un hospital con todos sus matices, desde la competitividad que se puede establecer entre secciones, agudizada por la falta de recursos, hasta los momentos de distensión de los jóvenes internos en la cantina, cuando estos parecen viajar a un pasado reciente de farras universitarias sin límite. Más allá de los cuatro protagonistas, al resto del personal del hospital se le otorga un peso dramático específico, gracias a un reparto amplio en el que todo el mundo tiene su momento para definirse ante el público. No son figurantes sin frase, como esos que llenaban las fiestas que montaban los protagonistas de Friends y que te llevaban a preguntarte cuándo habían tenido tiempo de conocer a tanta gente si siempre andaban los seis juntos. Aquí se les da la misma importancia a doctoras, reanimadores, enfermeras, anestesistas, gerentes, radiólogos o jefas de departamento (la madre de Hugo, interpretada por Anne Consigny, a la que recordamos de la extraordinaria Les revenants).
Hipócrates escapa de la anécdota puntual para mostrar la fragilidad de un sistema hospitalario claramente insuficiente, siempre al borde del colapso (ese mismo colapso del que también nos habla de manera certera y casi profética otra magnífica serie francesa disponible en Filmin), y de las personas que lo sustentan con todo su esfuerzo, un esfuerzo que algunas veces rebasa lo meramente profesional y afecta la esfera íntima. Sometidas al estrés, la falta de medios o de experiencia y la necesidad de tomar decisiones a contrarreloj, eventualmente estas personas se ven obligadas a asumir errores que comportan unas repercusiones inimaginables en otras profesiones. En el caso de Alyson, algunas muestras de poca preparación que rayan en la negligencia quedan redimidas por su honestidad y por la certeza de que ha sido arrojada a los leones por aquellos que contemplan el circo desde arriba y no han sabido destinar recursos a lo verdaderamente importante.
En contraste con quienes acumulan más años a sus espaldas y han surcado todos los males, los novatos se definen por su elevada implicación emocional, esa capacidad de sufrir con cada paciente como si fuera de la familia. Hasta en los aspectos más mundanos. Sería imposible imaginarse al doctor House, ni siquiera a ninguno de sus sufridos acólitos, intentando rastrear una dentadura postiza perdida en la basura, entre los restos de la comida del día. Seguramente esta actitud se va viendo matizada con el tiempo, por una pura cuestión de supervivencia. Lo que nunca debería perderse es la capacidad de empatía, algo de lo que también nos habla la serie, ya sea por exceso (las angustias de Hugo ocasionadas por un parto prematuro) o por defecto (los problemas de salud de Chloe, afectada de una frigidez emotiva que la incapacita para conectar con los problemas ajenos; sin duda, una de las interpretaciones destacables en un reparto más coral de lo que parece a simple vista).
En su segunda temporada, a la manera del Dante de La Divina Comedia, los protagonistas son invitados a adentrarse en un nuevo círculo del infierno. Una reorganización interna, forzada por una ola de frío que ha afectado las deficientes instalaciones del hospital, les hace pasar de medicina interna al servicio de urgencias. En el reino del triaje y la priorización de necesidades de cada paciente en función de una escala de puntos, esta reflexión sobre la compasión y la empatía cobra una nueva dimensión. No hay más que seguir las penalidades de Alyson y Hugo en episodios tan tensos como el de la cámara hiperbárica, una buena muestra de que la medicina no deja de ser un viaje a lo desconocido, que contemplado décadas atrás podría parecer cosa de ciencia-ficción. Los nuevos capítulos abordan a fondo una cuestión que ya aparecía en la película homónima, las trabas administrativas que debe superar Arben, un emigrante albanés dedicado a la sanidad. En la película el personaje era argelino y su situación sensiblemente distinta (por él Reda Kateb ganó el César a mejor actor secundario); sea como sea, ambos contribuyen a cuestionar la «titulitis» generalizada y los recelos absurdos sobre la preparación de las personas venidas de otros países, una enfermedad especialmente extendida en estos tiempos de blanqueamiento de la extrema derecha.
Un nuevo personaje que resulta clave en esta nueva tanda de episodios es el temperamental doctor Olivier Brun (Bouli Lanners), un tipo barbudo y tatuado al que no nos costaría imaginar montado en una Harley-Davidson tras intentar salvar unas cuantas vidas, o quizás a bordo de un barco pirata. Es Brun quien le suelta a Alyson una de las reflexiones lapidarias de una serie que abre cada capítulo con una de sus frases sobreimpresionada, blanco sobre negro (un tipo de autocita que nos recuerda a la mítica The Wire, otro ejemplo de verismo en un género sobrecargado de tópicos, en aquel caso el policial). El doctor Brun lo tiene claro: «No decidimos nosotros. Decide el protocolo». Y pese a saber que es verdad, que en casos de vida o muerte es necesario un método objetivo de selección que les ahorre peajes emocionales a aquellos que surfean sobre una zozobra constante de situaciones límite, los pacientes potenciales que estamos enganchados a Hipócrates seguimos deseando que nos atiendan profesionales que sepan manejar tan bien la sonda intravenosa como la empatía. Afortunadamente, esta no depende de ningún presupuesto, por restrictivo que sea.