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Contamos en millares les fans del mundo manga que quisieron aprender japonés y se perdieron para siempre en las vueltas de la forma verbal pasiva-causativa. Les recordamos valientes, embarrancándose entre las partículas que estructuran el núcleo profundo del idioma, tropezando entre sílabas cual motor que se enciende pero no tira, y que a cada arranque nos deja un poquito más lejos del camino esperado. El traspié es frustrante, sí, aunque en él vertemos una energía de toro, un empeño monumental que a la vez opera en una escala milimétrica, letra por letra. El desencaje lingüístico muscula, es gimnasio mental.
El desbarajuste es también amo y señor de Gaikotsu Shotenin Honda-san, apodado Las simpáticas andanzas del librero esqueleto, o Honda-san para aquelles que prefieran relajar sus músculos faciales. Honda-san viste las ropas de una serie sencilla, simpática, un recopilatorio de historietas costumbristas en animación flash y clave cómica. La autora del manga original se dibuja como un esqueleto que trabaja de vendedor de libros en una gran cadena japonesa. Escudada tras su huesudo avatar («el señor Honda«), retrata en pequeños gags, de un humor completamente blanco, los sinsentidos que rigen la vida del conjunto de empleades, quienes se ocultan tras otros avatares: son la «chica armadura«, el «cabeza conejo«, el «bolsa de papel«…
Primer giro: pese a su simplicidad, la serie esconde uno de los visionados más exigentes que recuerdo en un anime. De entrada, podría argüirse que la extrañeza que sobrevuela los capítulos, de solo diez minutos y con distintas historietas en cada uno, viene dada por su propio carácter de adaptación: al fin y al cabo, el manga (como medio) permite detenernos en el blanco que separa las viñetas. Sin embargo, en anime blanco equivale a corte, y corte aumenta la velocidad con que leemos las imágenes. Ágil, Honda-san se gesta entre los instantes que tardamos en reaccionar a una imagen y a la siguiente, siempre al caer. Vender libros es oficio lento, pero la velocidad de estas tomas pide la etiqueta de comedia.
Esta comedia emparienta como descendiente lejano del teatro Noh o de la ópera china
Comedia, y asiática. Cada vez que turistas occidentales con sonrisas radiantes piden a nuestro querido librero que les recomiende un cómic, la mandíbula huesuda de Honda se desencaja, las temples empiezan a gotear sudor y el mundo a su alrededor se vuelve un lugar tenebroso; todo, a base de semántica manga para principiantes. Honda-san busca la transparencia absoluta: pánico, deleite, nervios y exuberancia, el fuero interior del esqueleto funciona cual calcetín vuelto del revés, lindar y motor de un universo que fluctúa entre estados mentales sin resistencia alguna. A través de una dramaturgia táctil (que discurre a la vista, materializa lo invisible), esta comedia emparienta como descendiente lejano del teatro Noh o de la ópera china, con la que además diríamos que comparte ímpetu actoral.
Pero la del librero es una serie protagonizada por caricaturas enmascaradas, así que afrontarla desde una perspectiva interpretativa de poco nos sirve. Que la acabaremos por psicologizar sus caracteres, eso seguro: dentro de nuestras cabezas, evocamos personalidad a la vida a la mínima, casi sin pretenderlo. No obstante, meternos en la poza de escribir sobre la gramática actoral de la tradición interpretativa asiática, un mundo que ni compartimos ni apenas conocemos, nos llevará a conclusiones sin duda falaces y equívocas. En este marco, lo mejor es simplemente sit back, ponerse cómodes y admirar el absurdo casi tan infranqueable como el azul de un cielo de cartón piedra.
En definitiva, Honda-san se comporta igual que su protagonista. Su total transparencia narrativa (su carácter de cuentecillo afable) se traduce, en lo formal, en un espectáculo del todo exagerado que a les occidentales nos devuelve muy consideradamente a nuestro lugar de gaijin (extranjero). Eso es algo cultural, claro. En Japón, la cortesía indica que debe piropearse a aquel quien trata de hablar en japonés, independientemente de su habilidad real. La fórmula jouzu desune («qué bien lo haces»), en efecto, suele subir la moral de les turistas cansades de dar tumbos entre declinaciones y partículas. Que nos congratulen se siente como un gesto amable, pero asimismo, el jouzu solo se dice de puertas afuera, para con les desencajades, aquelles que no pertenecen.
‘Honda-san’ no es una serie didáctica, ni un panfleto simpático, sino una auténtica caverna de Platón
Y así me encontraba, viendo anime con ojos como platos, tratando de entender por qué me sentía tan foránee ante una serie diseñada para ser fácilmente querida. Honda-san es tanto una caricatura dulce de las relaciones entre trabajadores y clientela en una librería, como un manual de historietas ilustrativas acerca del complejo sistema librero que se esconde detrás de los lomos de cualquier tienda. La serie en sí misma está cortada al patrón del disfrute y el aprendizaje ligeros. Aunque, ya sea por la velocidad con que se encadenan los diálogos o por lo híper específico de las referencias al mundo manga: pareciera que disfrutar y aprender fueran en Honda-san solo un efecto colateral.
Porque –dedo en alto, exclamamos– Honda-san no es una serie didáctica, ni un panfleto simpático, sino una auténtica caverna de Platón. Recorremos la vida de vainilla de nuestro librero simpático no exentes de inquietud, una oscuridad latente que impregna incluso los rostros del coro: la armadura, la cabeza de conejo, una máscara de la peste… Parecen una mezcla cronenberguiana entre ser humano y mascota kawaii, seres del desconcierto definitivo. ¿Qué son? La respuesta permanece justo fuera de nuestro alcance, intrascendente para les japoneses y vetada para turistas. Aunque, decíamos, la energía que nace de intentarlo ya lo valga todo.