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“Somos una especie esperanzada… estúpida, pero esperanzada”. Esto es lo que dijo Jerry Seinfeld en 2014 cuando subió a recibir un Premio Clio que él mismo reconoció que no se había ganado. El cómico tuvo el valor de colocarse delante de los profesionales de la publicidad y decirles que si algo valoraba de su oficio era su habilidad de engañar a personas inocentes para conseguir que gastasen su dinero, ganado mediante el trabajo duro, en objetos inútiles y de calidad ínfima o en servicios engañosos que en realidad no necesitan. Como el discurso de Charles Chaplin en la escena final de El gran dictador, los asistentes jalearon sus palabras de (des)agradecimiento, en lo que no se sabía si era un acto de supremo cinismo o la muestra de un candor/idiotez sin límites. En cualquier caso, la apocalíptica definición de Seinfeld de ‘publicidad’ iba más allá del propio medio, para radiografiar a toda la cultura de masas.
Durante un tiempo, la comedia televisiva –el formato al que este actor y guionista ha dedicado buena parte de sus esfuerzos– representó esa condición alienante, pero confortable, del sueño americano. Las sitcoms tradicionales nos describieron mundos estables, familias felices que superan todos los obstáculos permaneciendo unidas, amistades inquebrantables entre gente simpática y sanota que sueña con una oportunidad laboral y amorosa que tarde o temprano llegará. El humor sacaba punta de las imperfecciones, claro está, pero la esperanza, el optimismo y las risas redimían todo el conjunto. Al fin y al cabo, la sitcom tradicional se creó –como bien apunta James L. Brooks, productor de creaciones tan distintas como La chica de la tele (1970) o Los Simpson (1989-)– para que los personajes pasaran a formar parte de la vida de la gente. ¿Y quién querría convivir con alguien imperfecto, disfuncional, desagradable, miserable, enajenado o simplemente malvado? Ahora sabemos que Bill Cosby no es precisamente un tipo de fiar, pero durante un tiempo le dejamos entrar en nuestra casa, convencidos de que no podía haber un vecino mejor.
Yo, yo mismo y mini yo
Permítanme por un momento ejercer de psicoanalista de salón. Las comedias familiares tipo Padres forzosos (1987-1995) o las fantasías yuppies como Friends (1994-2004), representarían a la perfección el ‘superyó’ del espectador medio. Su objetivo no sería otro que el control, a través de las ondas, de las pulsiones inconfesables que Cosby nunca consiguió reprimir. En cambio, las comedias de la Post-TV, firmadas por cómicos como Larry David, Ricky Gervais, Louis C. K. o nuestro nuevo monstruo cotidiano, Aziz Ansari, nos confrontan con nuestro ‘ello’; es decir, con ese lado anómalo, vergonzoso y fuera de control de nuestro ser que, de paso, nos recuerda el fracaso del proyecto humano soñado por Montaigne. Seguimos siendo estúpidos, sí, tal y como ya nos advirtió Seinfeld, pero ahora ni siquiera nos queda esperanza.
«Ya no queremos contemplar por la cerradura la idílica vida de las estrellas de la televisión, sino consolarnos sabiendo que también ellas están tan confundidas como nosotros»
Desde sus inicios, una parte de la serialidad televisiva ha insistido en ofrecernos una versión ligera de la literatura del yo, en una serie de ficciones en las que la confusión actor/personaje era el plato fuerte del show. Así fue desde los tiempos de Sid Caesar y Lucille Ball. De algún modo, Seinfeld y sus continuadores más enloquecidos se limitaron a prolongar este modelo. Lo realmente nuevo, lo más subversivo, es que los nuevos cómicos ya no están interesados en despertar las simpatías del espectador. Larry David, por ejemplo, prefiere entregarnos una serie de soflamas incómodas para los amantes de lo políticamente correcto. La serie es una exacerbación magistral de un yo irritable y en permanente descontento, que describe obsesivamente una ronda de fracasos y pequeñas vergüenzas. Louis C.K. todavía va más allá exponiendo una conducta que la comedia tradicional hubiera considerado psicopatológica, pero que ahora, sin embargo, despierta la complicidad del espectador.
Aceptémoslo: hemos deglutido todas las mentiras publicitarias que pudimos tragar. Ahora ya no queremos contemplar por el ojo de la cerradura la idílica vida de la estrella de la televisión, sino consolarnos sabiendo que también ellos están tan confundidos y decepcionados como nosotros sobre las bondades de eso que hemos convenido en llamar ‘humanidad’. Se acabaron las ficciones vagamente autobiográficas de autoayuda. Ahora es tiempo de profundizar en los relatos del ‘mini yo’, esa versión moralmente jibarizada de la identidad a la que siempre tratamos de dar esquinazo, pero que quizá sea la verdadera médula de nuestra personalidad.
¡Basta de culpas! George Constanza, David Brent, Warwick Davis o Dev Shah están aquí para recordarnos que –como decía Leopoldo María Panero– el fracaso también puede ser la más resplandeciente de las victorias. Basta con abandonar toda esperanza… y disfrutar.