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Con Revenge (ABC, 2011-) y Nashville (ABC, 2012-) la soap opera de prestancia lujosa, con escenarios de ensueño y personajes arquetípicos, parece haberse puesto de moda últimamente. Algo mustios quedaban los laureles de series ochenteras como Dallas (CBS, 1978-1991), Dinastía (ABC, 1981-1989) y Falcon Crest (CBS, 1981-1990): ejemplos paradigmáticos de un producto televisivo muy definido, con una raigambre folletinesca, momentos y finales de temporada impactantes (el cliffhanger) y audiencias millonarias durante años. Se trataba de un culebrón fino y reiterativo en las fórmulas utilizadas, como en las novelas de Danielle Steel: familias que se disputaban algo (siempre había una oportunidad para lanzarse como una jauría de hienas tras la posesión de una empresa, una herencia o una mansión), maridos y mujeres muy glamurosos y con pasta que gastar, vástagos acostumbrados a no dar golpe y a vivir muy bien a costa de la riqueza familiar, y parientes inesperados que de pronto aparecían para fastidiar la «normalidad» y apuntarse al carro del despelleje y el reparto de bienes; por no hablar de esos «hijos secretos» que con precisión cronológica asomaban la patita para recordarle al patriarca de turno que escondía un par de cadáveres en el armario y que ya empezaban a oler mal, así como para exigir un trozo del pastel que, casi por derecho divino, les correspondía.
«Lo que interesaba era mostrar que los negros podían ser tan normales como los blancos y tener sus mismos problemas. Pero no eran culebrones lujosos»
Eran series blancas, para un público amplio y familiar, y especialmente caucásico. Apenas había personajes negros. La ficción serial negra apeló en esos años a la comedia, con The Cosby Show (NBC, 1984-1992), que (de)mostraba la normalización de los negros como clase media-alta en Nueva York y con actitudes WASP; en los noventa continuó el tono de comedia con Family Matters (Cosas de casa por nuestros lares; ABC, 1989-1997) y The Fresh Prince of Bel-Air (NBC, 1990-1996), que siguieron acostumbrando al espectador a personajes negros a los que las cosas les iban bien o incluso muy bien; con una cuota de moralina y personajes estrafalarios como el inefable Steve Urkel o el bailecito de Carlton al compás de Tom Jones. La cuestión racial aparecía en ocasiones, pero sin que tratara de ser determinante: lo que interesaba era mostrar que los negros podían ser tan normales como los blancos y tener sus mismos problemas. Pero no eran culebrones lujosos…
«Durante largas temporadas (y muchos años) las tramas se complicaban, aunque con recursos muy tradicionales, para entretener al personal que apenas podía pagar su hipoteca y permitirse unas vacaciones estivales de empaque en Florida»
El culebrón estadounidense apela al folletín como técnica y el conflicto como trama para llenar episodios y temporadas, y ofrecer una dosis semanal de «realidad». Discutible, desde luego, pues por mucho que insistieran en la idea de que «los ricos también lloran», los personajes de esas series suelen tener un nivel adquisitivo que el currante del Medio Oeste apenas puede imaginar; incluso el seriéfilo neoyorquino o californiano, que sabe lo que cuesta un apartamento en Manhattan o en Santa Mónica, puede soñar con vivir situaciones como las de los personajes de su sopa opera favorito, pero la dosis de «realidad» la vive cada día. Pero entonces puede evadirse y apelar a una de las frases más recurrentes del género para imaginar que lo que ve podría sucederle a él: «vengo a reclamar lo que es mío». Lema que se erigía en leitmotiv de ex esposas, hijos e hijas abandonadas, antiguos socios y amigos (ahora enemigos irreconciliables) y demás plétora humana que, metódica pero semanalmente, pasaban por esas series para ajustar cuentas y darle un giro de tuerca. Durante largas temporadas (y muchos años) las tramas se complicaban, aunque con recursos muy tradicionales, para entretener al personal que apenas podía pagar su hipoteca y permitirse unas vacaciones estivales de empaque en Florida. La fórmula se estiró al máximo y aparecieron variaciones: en vez de la familia rica, pues pongamos a treintañeros de clase media en crisis existencial (Melrose Place, FOX, 1992-1999) o a médicos que combinan el estrés laboral con una azarosa vida sexual y/o sentimental (Anatomía de Grey, ABC, 2004–), por poner dos ejemplos paradigmáticos.
«»Empire», una soap opera de, por y para negros, reflejando su cultura musical (el hip hop), escaneando clichés (la conexión de música con droga, violencia y crimen) y planteando fórmulas propias del género para una audiencia que se prevé, principalmente, negra»
Actualmente Revenge toma como hoja de ruta «El conde de Montecristo» de Alexandre Dumas (aunque a la postre el personaje de Victoria Grayson y su vida en los Hamptons resulta más interesante que la edmundodantes(c)a Emily Thorne), y Nashville realiza un mashup de drama familiar y música country, una fórmula que parece que no, pero funciona y muy bien. Faltaba el culebrón negro. Por ello nos llega, y de la mano de FOX (que igual te lía una serie heterodoxa y para una audiencia adolescente como Glee o productos de corte fascistoide como 24), Empire: una soap opera de, por y para negros, reflejando su cultura musical (el hip hop), escaneando clichés (la conexión de música con droga, violencia y crimen) y planteando fórmulas propias del género para una audiencia que se prevé, principalmente, negra… aunque no necesariamente. Los creadores son Lee Daniels, que primero nos traumatizó con Precious y después nos aburrió con El mayordomo, y Danny Strong, guionista de Game Change (HBO, 2012) y Los juegos del hambre: Sinsajo. Pero, probablemente, lo que menos esperaba el espectador con esta serie es que los referentes de la trama estuvieran prácticamente calcados de «El rey Lear» de William Shakespeare y de «El león en invierno» de James Goldman. Pero vayamos por partes…
«Quizá el espectador de 2015 no esté muy dispuesto a ver otro culebrón más de dimes y diretes familiares, pero si añadimos canciones de hip-hop quizá se llame la atención de otros espectadores»
Empire escarba en lo más granado del género culebronesco para elaborar una trama clásica en su formulación y al mismo tiempo adaptada a los tiempos actuales (o lo que Daniels y Strong consideran que es así). Quizá el espectador de 2015 no esté muy dispuesto a ver otro culebrón más de dimes y diretes familiares, pero si añadimos canciones de hip-hop, jugando como Nashville a la serie musical, quizá se llame la atención de otros espectadores. Pero, sin duda, el público potencial es la gran minoría negra, con personajes negros, maneras de hablar que habitualmente parecen asimilados a los negros (palabras y frases rotas, babe y man por aquí y por allá), estilos de vida que llaman la atención de los negros (mucho oro y joyería, coches grandes, pantalones caídos y camisetas holgadas para los más jóvenes, trajes bien entallados para los adultos y vestidos ajustados para ellas), y todo tipo de clichés que desde la pequeña (y gran) pantalla se ha convenido en asociar con los afroamericanos estadounidenses: la utilización de la mujer como objeto sexual y a disposición del rapero de turno, la intrincada relación entre letras raperas y violencia. Rap y hip-hop como banda sonora, conexiones con la delincuencia común (tráfico y consumo de drogas, sobre todo), opulencia y ostentación (en la línea roja que separa la pretenciosidad y la vulgaridad) y la idea de que el hombre negro se tiene que buscar las habichuelas de muchas maneras (pero mejor no preguntar de dónde sale el dinero para crear una discográfica) y que lo tiene todo en contra por ser negro (aunque tenga dinero). La música como redención (y fuente de experiencia) de un pasado violento, como inspiración para salir adelante en el presente y como plataforma para labrarse un futuro, se erige en Empire como un elemento dramático más… pero desde luego no es el único. La pregunta quizá sería: ¿se siente identificado el espectador negro con esa imagen de su «cultura» e «imaginario», o tal vez llegue a la conclusión de que se le está etiquetando superficialmente? Sea como fuere, la serie ha logrado excelentes resultados de audiencia con sus dos primeros episodios y la cadena ha anunciado la renovación para una segunda temporada. O sea, que la cosa funciona.
La serie nos cuenta la historia de Lucious Lyon (Terrence Howard), músico, fundador y presidente de Empire Entertainment, una empresa discográfica dedicada al hip-hop, a quien se le diagnostica ELA (como a Stephen Hawking) en los días en que ha decidido dar el salto en la bolsa de Nueva York. Padre de tres hijos, a cada cual más diverso: Andre (Trai Byers), el primogénito y ejecutivo financiero de la empresa (con un trastorno de bipolaridad que solo conoce Rhonda, una muy manipuladora y, curiosamente, blanca esposa); Jamal (Jussie Smollett), talentoso hijo mediano y que desea hacer pública su condición homosexual, para desesperación de Lucious, al tiempo que mantiene una relación estable con un hispano; y Hakeem (Bryshere Gray), el más tarambana e imprevisible de los tres hijos, el rapero rebelde y también el preferido de Lucious. La cosa se complica cuando reaparece en la vida de los Lyon la ex esposa de Lucious, Cookie (Taraji P. Henson), recién salida de la cárcel tras una larga condena por tráfico de drogas, y que viene dispuesta a certificar aquel viejo adagio culebronesco de «vengo a reclamar lo que es mío»: en este caso la mitad de Empire, pues fue gracias a 400.000 dólares suyos (manchados de cocaína y probablemente de sangre) que Lucious fundó Empire Entertainment una década y media atrás. Quizá la trama no sería nada del otro mundo (o no tan vista) si no fuera por la sensación del espectador de que Lucious es Enrique II de Inglaterra, Cookie una despechada Leonor de Aquitania, y los tres hijos los vástagos del matrimonio Plantagenet en la Europa del siglo XII. Y como en «El león en invierno», Lucious y Cookie utilizan a sus hijos, cada cual a su preferido –Lucious a su Hakeem Sin Tierra particular y Cookie a Jamal Corazón de León– quedando Andre como Enrique el Joven, dispuesto a esperar para dar el golpe y quedarse con lo que es suyo. O lo que todos consideran que es suyo: Empire o los hijos, reinos, condados y ducados que a un lado y otro del Canal de la Mancha Peter O’Toole y Katharine Hepburn se disputaban en la película de 1968. ¿Se mantendrá este eco dramático a lo largo de la serie?
«»Coger lo que es mío» es el lema de los diversos personajes y el hecho de que todos ellos constituyan una familia no deja de ser una vuelta de tuerca sarcástica sobre la Gran Institución Americana»
Daniels y Strong no esconden tampoco el referente shakesperiano de «El rey Lear», con el anciano y moribundo rey repartiendo en vida la herencia entre sus hijas Regan, Goneril y Cordelia, del mismo modo que asumen que el modelo de Tom Kane en Boss, aquel alcalde a quien se le diagnosticaba una enfermedad degenerativa, puede sentarle como un guante a un Lucious Lyon que controla con puño de hierro su empresa y está dispuesto a lo que sea, el crimen incluido, para seguir gobernando aquello que es suyo. «Coger lo que es mío» es el lema de los diversos personajes y el hecho de que todos ellos constituyan una familia no deja de ser una vuelta de tuerca sarcástica sobre la Gran Institución Americana. La familia es fuente de riqueza y de poder, pero el poder es un bien muy codiciado y disputado, como patentizan Lucious y Cookie en sus tormentosos encuentros y conversaciones. Hay un cierto tono de ironía en los propios personajes –Cookie como una Alexis Carrington (Joan Collins) de Dinastía pero en clave negra, luciendo vestidos y con las mismas ganas de tocarle las narices a su ex marido– y de parodia en algunas de sus actitudes: Jamal mismo recuerda en el primer episodio la obra de Shakespeare en la reunión en la que Lucious revela que uno de los tres hijos será su sucesor; en otra reunión, y ante el ejemplo de Diana Ross y los Jackson 5 esgrimido por Lucious para apelar a la imagen de la joven estrella (Hakeem) y un mentor conocido (un rapero exitoso y polémico) que le puede dar el espaldarazo en el escenario, alguien (lo más gracioso: un personaje negro) pregunta quién es Diana Ross. Se acentúa el tono de comedia con la estrafalaria e inútil asistente de Cookie, Porsha, así como se añade una nota de actualidad y «verismo» a propósito de la cercanía de Lucious con el presidente Barack Obama: habla con él un par de veces por teléfono, aunque la segunda sea para justificar que Hakeem llame «vendido» al presidente en un vídeo viral; ¿por qué no hacer gala de lo cool que puede ser incluir a Obama en una serie?: Nashville hizo lo propio incluyendo a Michelle Obama en un capítulo especial de la segunda temporada.
El resultado, por ahora, es una serie que mezcla diversos géneros –el culebrón clásico, la serie para negros (?), el musical– y que funciona (por ahora) al saber utilizar una serie de teclas convencionales y apostar por un producto mainstream que parece enfocado a un segmento poblacional concreto. Quizá el principal handicap de la serie es que no ofrece (sustancialmente) nada nuevo… pero también ese puede ser su atractivo: bajo las letras rimadas de las canciones hip-hop de Hakeem o de un estilo más ecléctico de Jamal (o de Tiana, la cantante que Lucious trata de promocionar) apenas se oculta la estrecha relación que hay entre éxito en los negocios y crimen; no en balde, Lucious fundó su empresa con dinero conseguido por el tráfico de drogas, y no se levantan «imperios» sin dejar unos cuantos cadáveres a la espalda…