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En la sociedad estadounidense existe una admiración exacerbada por quienes se consideran ganadores. Son aquellos que triunfan en la vida, que tienen el mejor trabajo y la casa más impresionante, los que trasladan a la adultez haber sido los más populares en el instituto. Es una idea que está en la base de, por ejemplo, toda la personalidad y el comportamiento de Donald Trump (como refleja la película The apprentice): lo peor que pueden decirle es que es un perdedor, alguien incapaz de aprovechar las ventajas, los resquicios, que el sistema capitalista ofrece para oportunistas y pícaros. Y, además, se considera que ser ganador es una cuestión de carácter y de esfuerzo personal: los perdedores lo son porque quieren.
Las expectativas de cara a la nueva entrega son estratosféricas, y cualquier cosa que no sea otro fenómeno masivo en su recepción se verá como una decepción
A través del cine y la televisión, y de internet, esa manera de ver el mundo se ha trasladado a otros lugares, y allí donde el capitalismo todavía está más desaforado que en Estados Unidos, el concepto de los ganadores del sistema es incluso más cruel. Tomemos como ejemplo Corea del Sur. Su vecina, Corea del Norte, es una dictadura comunista hermética con la que, evidentemente, la convivencia está repleta de tensión y de guerra fría.
Su economía fue este año la 12ª más grande a nivel mundial, y la cuarta en Asia, y se la considera una de las que tendrían más influencia en el resto del planeta para la mitad de este siglo. Es una escalada notable desde el país subdesarrollado que se dividió en dos en 1953, tras la Guerra de Corea, apodada “el milagro del río Han” y apoyada en gran parte en las familias chaebol, propietarias de corporaciones que ejercen el oligopolio en determinados mercados.
Con este contexto, más una sociedad mucho más conservadora, y misógina, de lo que a veces parece si nos quedamos en la imagen que dan el K-Pop y su ficción televisiva, se entiende bastante bien de dónde procede El juego del calamar, el gran fenómeno de Netflix que ha superado al anterior superéxito de la plataforma en otra lengua diferente del inglés, La casa de papel.
Su primera temporada pasó de las expectativas de que funcionara bien en Asia a dominar los rankings de lo más visto en todo el mundo, y a protagonizar polémicas como por qué los niños conocían el primer juego de la serie (la muñeca del letal escondite inglés, o luz verde, luz roja, como lo llaman los coreanos) cuando esta es demasiado violenta para ellos. Los premios Emmy la reconocieron con varias nominaciones y premios de interpretación y se convirtió en la siguiente obra audiovisual coreana más exitosa después de Parásitos, Oscar a la mejor película en 2020.
Dentro de la temporada 2
Esto quiere decir que las expectativas de cara a la nueva entrega son estratosféricas, y que cualquier cosa que no sea otro fenómeno masivo en su recepción se verá como una decepción. Su creador, Hwang Dong-hyuk, rodó a la vez esta temporada y la tercera (y a priori última) para acortar el tiempo de espera entre tandas de capítulos y, probablemente, también para cerrar cuanto antes una etapa de su carrera que lo ha convertido en supervisor de todo el universo expandido que Netflix ha ido creando a su alrededor, experiencias inmersivas y videojuegos incluidos. Se nota en estos siete capítulos recién estrenados que hay una temporada más en la recámara por el ritmo con el que transcurre la historia y por ciertas evoluciones que, por supuesto, no vamos a desvelar.
Porque el factor sorpresa fue, seguramente, una de las razones detrás del éxito inicial de la serie y ese factor, aunque se protejan los spoilers con el mismo celo con el que desempeñan su labor los enmascarados del triángulo, se ha perdido con la segunda temporada. Al igual que Seong Gi-hun, los espectadores saben qué esperar cuando regresamos al campo de juegos, así que es necesario optar por otras avenidas. El tráiler desvela, por ejemplo, algunas pruebas nuevas y lo que también es relativamente nuevo es el nivel de desesperación y codicia de los participantes. Los organizadores del juego fomentan la desconfianza y la desunión entre los jugadores y estos, ahogados por las deudas y una situación vital que se ha quedado sin otras salidas, caen una y otra vez en sus planes.
Además, Hwang ha introducido personajes más jóvenes e influenciados tanto por la cultura estadounidense como por el individualismo acérrimo. Ningún jugador, de hecho, cree que el siguiente en morir puede ser él; todos están convencidos de que podrán sobrevivir una prueba más, engordar el bote final y marcharse con suficiente dinero para pagar sus deudas y volver a empezar.
La ficción no se ha creado en un vacío y responde a cuestiones muy relevantes en la actualidad, desde el fomento de la insolidaridad, el odio a las mujeres o la cultura del esfuerzo
En ese aspecto, el salvajismo al que pueden llegar los participantes es todavía mayor que en la primera temporada porque está mucha más extendida la sensación de que están en un sálvese quien pueda que incluye, además, eliminar a los competidores no solo para asegurarse el premio, sino para que aumente con cada vida perdida. Es un ejemplo atroz del capitalismo más desmedido y de la fuerte polarización existente en prácticamente todas las sociedades occidentales. En Corea, además, El juego del calamar tuvo su estreno mundial apenas días después del fallido intento de golpe de estado del primer ministro, elegido dos años antes en una importante ola misógina y a quien el parlamento echó unas semanas más tarde.
Es decir, que la ficción no se ha creado en un vacío (ninguna lo es) y responde a cuestiones muy relevantes en la actualidad, desde el fomento de la insolidaridad y la división, del odio a las mujeres y de la cultura del esfuerzo: si trabajas duro, tendrás recompensa. Para muchos jugadores, es la gran falacia que los ha llevado, precisamente, a donde están.
¿Funcionará esta segunda temporada al mismo nivel que la primera? Sería extraño que no lo hiciera. Sus resortes dramáticos son los mismos (aunque, quizá, falta algún personaje con el que el espectador se encariñe como lo hizo con la desertora norcoreana Sae-Byeok) y mantiene su identidad visual de los escenarios de fuertes colores con cierto tono infantil que aumenta su lado inquietante. Seong Gi-hun se muestra más taciturno y cada vez más superado por su intención de destruir el juego desde dentro, pero la serie introduce una variable que resulta imprevisible y que tiene bastante potencial, además de profundizar un poco más en el mundo de los enmascarados y de la escabrosa picaresca que campa a sus anchas en él. El Juego del Calamar