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De una serie con dos inicios cabe esperar dos finales. Ese es el caso de The Last of Us. Este análisis de su primera temporada será un viaje en el que, como Joel y Ellie, partiremos de un rincón oscuro para alcanzar una meta incierta. Si decides acompañarme, permítete respirar con tranquilidad: en nuestro periplo no habrá monstruos fúngicos acechando. Sí que habrá ideas hirientes, advierto, y es bien sabido que todo monstruo es precedido por una de ellas. Debías saberlo antes de ponernos en marcha.
El primer inicio de la serie tiene lugar en un plató de televisión, año 1968. Una simple tertulia televisiva les basta a los creadores de la serie, Craig Mazin y Neil Druckmann, para ponernos los pelos de punta con el vaticinio de una futura infección planetaria. El aumento de la temperatura global podría provocar la mutación fatal de un hongo parasitario, cuenta un experto. Sabemos que estamos ante una ficción, pero el cambio climático nos resulta tan real y cercano que por un instante llegamos a creer que esa pesadilla podría trasladarse a nuestro mundo.
El segundo inicio de la serie se trata del estallido de la catástrofe, año 2003. Durante largos minutos el desastre se cocina a fuego lento, hasta que todo se hunde. Vemos a Joel intentado escapar junto a su hija, Sarah, y su hermano, Tommy. La serie entra en un frenesí repleto de ataques de infectados, coches a toda velocidad, disparos, fuego e incluso un accidente aéreo. Pero nada de eso es relevante en exceso.
‘The Last of Us’ es una serie donde el otro lo es todo. Los personajes basan sus acciones -más o menos honorosas, más o menos crueles- en proteger o vengar a quienes aman.
El peso dramático del segundo inicio de The Last of Us lo encontramos, por supuesto, en el momento que un soldado recibe órdenes de matar a Joel y su hija por miedo a que estén infectados. Ahí hay uno de los grandes mensajes de la serie, por cierto, que nos dice desde el primer momento que los humanos sanos son tan peligrosos como los infectados. Todos sabemos lo que sucede a continuación. Sarah muere, Joel no. En la desolación de Joel leemos un hecho clave para entender el final de la temporada nueve capítulos después: es peor perder una hija que vivir un apocalipsis. Volveremos a ello.
The Last of Us es una serie donde el otro lo es todo. Los personajes basan sus acciones -más o menos honorosas, más o menos crueles- en proteger o vengar a quienes aman. La soledad del apocalipsis parece haber aumentado sobremanera en los supervivientes la necesidad de comunión. A cualquier precio, además. En algunos casos, es verdad, dicha comunión se produce desde la ternura. El mejor ejemplo de ello son Bill y Frank, del inolvidable tercer capítulo de la serie.
En el resto de los casos, sin embargo, ese amor incondicional al otro se torna en oscuridad. Véase el quinto episodio. Henry, para conseguir la medicación con la que tratar la leucemia de su hermano pequeño Sam, entrega un revolucionario –sentenciándolo a muerte– a FEDRA. Eso provoca a su vez que Kathleen, hermana del revolucionario, dedique todos sus esfuerzos y tropas a perseguir a Henry para matarlo. Vemos aquí un círculo vicioso de violencia y brutalidad que, por paradójico que parezca, nace del amor al otro. De esto te hablaba cuando hablaba de ideas hirientes y antesalas de monstruos. Será una constante a lo largo de la serie, y clave en su final.
Solo un personaje de esta primera temporada me ha parecido que no ama al otro por encima de todas las cosas; tan solo quiere someterlo. Se trata del reverendo David, líder de una pequeña comunidad donde transmite la palabra de Dios con el único objetivo de ser él un dios, lo que le acaba convirtiendo –de forma muy gráfica al final del octavo episodio de la serie– en demonio. Cada personaje secundario de la serie, por su cuidada construcción y la profundidad de su moralidad, podría ocupar un artículo entero, pero The Last of Us es sobre todo Joel y Ellie, Ellie y Joel, y en ellos nos centraremos.
La hija recobrada
En El nadador del mar secreto, novela de William Kotzwinkle protagonizada por un padre que ha perdido a su hijo recién nacido, hay un momento que el padre cree estar acompañado por el espíritu de su vástago fallecido: “Condujo a casa con lágrimas que le caían por la cara, mientras su espíritu corría con el de su hijo por el tiempo y cruzaba la mañana del mundo, de un lugar a otro, por ciudades y por el valle”.
Esa sensación es la que parece acompañar a Joel a lo largo de la serie. Su hija sigue con él en la aplastante forma de la ausencia, quizás la presencia más contundente que conoce la especie humana. Ese vacío llenísimo lo ha convertido en un hombre taciturno, feroz y con pavor a volver a perder a un ser querido. No lo decimos por Ellie, aún. Cabe recordar que la primera motivación de Joel para salir de la zona de cuarentena de Boston, al inicio de la serie, es encontrar a su hermano.
El amor al otro, en ‘The Last of Us’, está por encima de la salvación de la humanidad.
En cuanto a Ellie, para comprender su personaje debemos dirigirnos al séptimo episodio. Otro capítulo precioso, rivalizando en belleza con el de Bill y Frank, en el que nos adentramos en la historia de Ellie y su mejor amiga, Riley. Una historia de amistad que en su última noche se convertirá en amor, y poco después en tragedia. Tras su primer beso, ambas son mordidas por un infectado. Ellie es inmune, lo sabemos, pero Riley no, también lo sabemos. De este modo tan cruel Ellie pierde a la única persona con la que se ha sentido protegida y querida en toda su vida. Presenciar la demolición de tu refugio nunca es sencillo.
Joel no pudo proteger a su hija de un mundo hostil. Ellie perdió la persona que daba sentido a un mundo hostil. De estas carencias nacerá la relación tan fuerte que irá creciendo entre ambos. Joel necesita a Ellie y Ellie a Joel. Son dos piezas de rompecabezas que encajan a la perfección fruto de las contrariedades que les ha tocada vivir.
Al principio, sin embargo, Joel se muestra reacio con Ellie. Es miedo. Desde un inicio ve en esa adolescente a la hija que perdió, y responsabilizarse de ella implica la posibilidad de volver a fallar. Eso la aterra. Cada vez más, a medida que de forma inevitable vaya creciendo su apego por ella. La serie nos lo muestra en una escena –convertida en meme– donde Joel sufre un ataque de pánico. No es nada fácil, para él, hacer camino con Ellie. Le hace pensar en todos los caminos que no tomó con Sarah.
Tras la muerte de su hijo, el excepcional escritor español Francisco Umbral escribió el libro Mortal y rosa en su recuerdo. Antes de decantarse por ese título, tenía otro pensado para la obra: Estoy escuchando crecer a mi hijo. Ahí encontramos a Joel, otra vez. Con Ellie a su lado, tan llena de vida, Joel está escuchando crecer a su hija, tan pretérita.
Aliarse con el apocalípsis
Con estos ingredientes bien dispuestos, la complejidad moral del final de temporada se entiende a la perfección. Al saber que las Luciérnagas tan solo querían a Ellie para extraerle –literalmente– su gen inmune a la infección fúngica, intervención quirúrgica que costará la vida a la chica, Joel enloquece. Mentira. Enloquecer no es el verbo adecuado, puesto que las acciones de Joel no son fruto de una enajenación transitoria.
Como Joel, el espectador se ha encariñado de Ellie, y quiere que la salve.
Ya confesó a Ellie que durante los primeros años tras la infección masiva había cometido atrocidades de las cuales no se sentía orgulloso. En el penúltimo capítulo de la temporada, además, lo habíamos visto matar a sangre fría a dos hombres tras sacarles la información que necesitaba. Por lo tanto, la matanza final que Joel lleva a cabo para salvar a Ellie no es cosa de la locura, si no de la razón: no está dispuesto a perder lo que ya perdió, una hija. Sarah, Ellie, qué más da, para él son ahora el mismo nombre.
Como decíamos al principio del artículo, el segundo inicio de la serie enfatiza que la pérdida de una hija es un infierno mucho peor que el apocalipsis en sí. Así lo vive Joel, por lo menos. Llegados al –primer– final de la temporada, es lógico entonces determinar que para Joel será preferible perpetuar el apocalipsis a volver a perder una hija. Es un dilema retorcido, de recovecos perversos, pero muy interesante.
Como Joel, el espectador se ha encariñado de Ellie, y quiere que la salve. Por eso mismo comprende y alienta el comportamiento homicida de éste para lograrlo, aunque eso conlleve torpedear la posibilidad de encontrar una cura para la infección del hongo Cordyceps y salvar millones de vidas. El amor al otro, en The Last of Us, está por encima de la salvación de la humanidad. Acostumbrados a series post-apocalípticas donde sus protagonistas maldicen las consecuencias del fin del mundo tal y como lo conocíamos, Joel acaba por abrazarlas y eternizarlas. Un matiz maravilloso.
Este dilema, salvar a quien amamos o salvar al mundo, es el que nos lleva al segundo final de la temporada. En la última escena, Ellie sospecha que Joel le ha contado una mentira al decirle que hay muchas otras personas inmunes como ella y por eso las Luciérnagas les han dejado marchar. Más que sospecharlo, lo sabe. Le da una oportunidad a Joel, de todos modos. “Júrame que todo lo que has dicho es verdad”. Tras unos instantes de dudas, tras un intercambio de miradas en el que ambos lo dicen todo, Joel lo jura. Joel miente.
La segunda temporada está servida, y con ella la idea más hiriente de todas: el amor puede aniquilar el mundo y, peor aún, aquello por lo que merecemos ser amados. Es la hora de los monstruos.