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Aquellos que en su momento visteis el placer culpable de Smash, enseguida me entenderéis cuando os diga que Flesh and Bone es Smash producida por Starz. Para los que no os atrevisteis con la historia del musical sobre Marilyn Monroe (el visionado de la serie en su segunda temporada requería de valentía y mucho sentido del ridículo, a pesar de que muchos ocultamente nos sabemos de memoria su soundtrack) os contaré que Flesh and Bone, serie de Moira Walley-Beckett -Emmy por «Ozymandias», de Breaking Bad-, explica las vicisitudes de la frágil Claire Robbins a su llegada a Nueva York, en su huida de un muy posible pasado de abusos por parte de su hermano mayor, para incorporarse a la American Ballet Company. Como es de esperar Claire pronto caerá en un nido de víboras marcado por envidias, competitividad y malicia.
Esta trama repartida en ocho episodios que puede parecer previsible e insulsa, atrapa pronto al espectador, que se ve seducido por la oscuridad, sin la que no puede entenderse el arte, y que tan bien se planteó ya en Black Swan (2010). Flesh and Bone no es Aronofsky ni pretende serlo, pero tampoco es Spartacus (2010-2013). Indudablemente encontramos el sello de identidad de la cadena Starz, en cuanto a lo sexualmente explícito, pero en especial en cuanto se refiere a la violencia de ciertas imágenes que aunque ya habíamos visto aplicadas a la danza clásica en la película de 2010, también es cierto que no llega a los niveles gratuitos de otras series de la cadena. Se nota que Starz quiere hacerse mayor -aunque le esté costando- y parece apostar por producciones propias que mantienen su esencia pero con otro talante, como ya pasara con Outlander (2014-). Aun así la serie no aprovecha las maravillas de poder contar con, por ejemplo, Irina Dvorovenko, antigua prima ballerina del American Ballet Theatre, seguramente miedosa de apostar por un público aparentemente minoritario como el de la danza clásica.
«Los personajes de Flesh and bone se quiebran víctimas de una ciudad depredadora, de las expectativas y de los recuerdos, dependiendo del caso»
A la serie también le falta carácter, para dejar de lado las escenas de uñas maltrechas y de autolesiones y centrarse no solo en el aparente interés de mostrar la imposibilidad de supervivencia (?) del cervatillo herido que es Claire -apodada rápidamente por sus compañeras/competidoras como “Bambi”-, sino sobre todo, y quizás más interesante, en ahondar en justo lo contrario: la mostración obsesiva de la sordidez, que a pesar de todo necesita permitirse momentos de fragilidad (escondida), atisbos de inocencia (rota) y de esperanzas (parcialmente recompuestas). En parte por ello, de todos los personajes egoístamente irredentos, el espectador se identifica fácilmente con uno en concreto: Romeo, un homeless que se dedica a observar a la bailarina desde su primer día en la ciudad; y a cuidarla a su manera, intuyéndola víctima y sabiéndose él de la misma condición, y aun así moviéndose por patrones impregnados de una esperanza inocente a la par que ilusa en muchas ocasiones. Los personajes de Flesh and bone se quiebran víctimas de una ciudad depredadora, de las expectativas y de los recuerdos, dependiendo del caso, y sobreviven al dolor físico y emocional del sacrificio en distintos términos y de la belleza terrible del arte en última instancia.
Algo que la serie sí sabe mostrar bien desde el primer minuto: el sacrificio y la exigencia de lo artístico, muy bien planteado desde la primera vez que Claire baila ante Paul Grayson. Se trata de un no baile, ya que el espectador nunca llegará a verlo: tan solo asiste a una inversión a la expresión impertérrita del director artístico de la compañía, a la crítica, a la exigencia del público, del resto de artistas, y del arte en sí. Como decía Debbie Allen al principio de cada episodio de Fame (1982-1987), “Queréis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar. Con sudor”.