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«Que seas paranoico no significa que no te persigan», cantaba Kurt Cobain. Probablemente, podrían esculpir la frase en la lápida de Larry David y a nadie le extrañaría. David es el culpable de todas esas series de medio pelo con protagonistas ‘neuróticos’ cuyo interés parece residir exclusivamente en su condición y que -obviamente- acaban siendo tan aburridas como su propia existencia. En realidad, los grandes neuróticos audiovisuales siempre han basado su mecánica en la interacción con los pardillos que les rodean y en cómo hacen que todo a su alrededor se tambalee, como una noria a la que le han quitado los tornillos que amarran el eje y amenaza con derrumbarse. Ya se trate de leyendas del tamaño de Jerry Seinfeld, George Constanza o Niles Crane, hablamos de tipos que parecen excéntricos o simplemente chiflados cuando, en realidad, ven el mundo con un filtro completamente distinto. O mejor dicho: sin filtros de ninguna clase.
Woody Allen vomitaba sus ansias en la propia naturaleza de sus dolencias, cómo resquebrajan el caparazón de su vida y se infiltraban en cada grieta, en cada rincón. Todo acababa resultando una tremenda batalla contra los elementos: una simple cita le ponía contra la pared; una visita a un museo era una trampa mortal. Lo que diferencia a Allen de David es que Allen acostumbraba a anudarse una servilleta al cuello y comerse su propia ración de miseria, mientras que David te golpea con esa misma servilleta en la cara mientras ser ríe de la hostia que te acaba de dar.
La historia es harto conocida: David se forra escribiendo Seinfeld y luego se da una (pequeña) tregua para disfrutar de sus millones. Meses después, propone a HBO un show llamado Curb your enthusiasm en el que él mismo ejerce de martillo y yunque, metiéndose en todos los charcos como si fuera Gene Kelly con unas Dr. Martens. Larry David interpretando a Larry David: un auténtico caníbal de los líos, emperador de los malos entendidos, monarca de un gamberrismo tan articulado que no hay por donde meterle mano.
La cosa arranca en el año 2000 y desde entonces no ha dejado tripa sin remover: el Ku Klux Klan, el huracán Katrina, el conflicto judeo-palestino, la religión, Donald Trump, los skinheads, los gordos, los delgados, los tipos que se sientan en mitad de la mesa sin merecérselo, follar con una persona en silla de ruedas, atragantarse con un pelo púbico, sufrir una fatwa o contratar a un chef con síndrome de Tourette. Para el bisturí de Larry David, nada queda demasiado lejos o es demasiado difícil.
Curb your enthusiasm es singular (e inevitable, como Thanos), porque se pasa por el forro todas las convenciones del género. No le importa que la comedia deba ir de arriba abajo o de abajo a arriba y no contempla ningún tabú. Pero no lo hace desde la inconsciencia, sino que golpea rítmicamente los sujetos más difíciles de un modo tan preciso que hasta parece fácil. Es un humor que nunca rehúye el cuerpo a cuerpo, pero jamás es banal y que tiene un mérito milagroso: la alquimia de convertir lo frívolo en relevante. Cada analogía, metáfora e hipérbole dibuja una larga parábola hasta impactar en la cara del espectador, que la ve venir con la sorpresa del que cree estar asistiendo a algo circense y se da de morros con el show más ingeniosamente político que ha parido la tele en el siglo XXI.
Hay algo en ‘Curb’ que refleja el carácter completamente transversal en su faltonismo: es interracial, interclasista, intergeneracional e interreligioso
Decía el detective William Somerset que «incluso las mejores pistas solo acaban conduciendo a otras pistas», y en el caso de David (más neoyorquino que Broadway, el Hudson y Hell’s kitchen juntos), sus gigantescas meteduras de pata solo llevan a otras meteduras de pata, siempre afinadas por un plantel de secundarios en los que es fácil encontrar a los propios amigos del protagonista: una pandilla de primeras espadas dispuestos a jugar a ser el cretino que todos necesitamos en nuestras vidas. Además, hay algo en Curb que refleja el carácter completamente transversal en su faltonismo: es interracial, interclasista, intergeneracional e interreligioso. No le importa nada que no sea probar que no hay tema intocable sino chiste malo. Frente a todos esos cretinos que reivindican la incorrección política cuando en realidad solo son pajes de la madre caspa, Larry David se empeña en demostrar -desde el papel- que es posible llegar a cualquier parte con la narrativa adecuada, con una buena escritura, con el tempo preciso y la mano larga.
Esta temporada, Curb afronta el reto de seguir siendo transgresora cuando el momentum en EE.UU. pasa por el abrazo del oso de la chaladura más radical: Qanon, Trump, el negacionismo anti-vacunas, el auge del supremacismo blanco, el movimiento #BlackLivesMatter o el asalto al Capitolio. Y lo hace con el mismo estilo minimalista que siempre ha presidido su propuesta: empieza con una chispa, una colleja a destiempo. Luego, como de costumbre, escala hasta el infinito y más allá. De hecho, Curb your enthusiasm, es siempre orgánico en su planteamiento y desarrollo, porque el personaje de David está dibujado con sumo cuidado: nada de lo que hace o dice parece ajeno una vez el espectador se acostumbra al tipo que nunca se muerde la lengua y cuya capacidad para meterse en jaleos es inversamente proporcional a su empeño por evitarlos.
«Odio a las personas por separado, pero me encanta la gente», le suelta David a una amiga. Porque el guionista, actor y productor, tiene además un plus que le une a su público: ser una suerte de vengador cósmico. David representa todos esos momentos en que hemos querido decir algo a alguien y nos ha podido la bondad, la necesidad de no dejarnos llevar por nuestros deseos más oscuros. Al tipo que se nos ha colado en el bus, al que nos echa el humo del cigarro, al que toquetea todas las verduras de la tienda, al que habla en el cine, al de los chistes de mierda, al que nos da la turra en el curro, al que cree que dándole más veces al botón del ascensor logrará que llegue antes: a todos esos imbéciles que convierten nuestra rutina es un infierno. David es el antídoto contra el eterno vicio de quedar bien, un representante único de nuestros sueños húmedos, esos en los que le decimos a ese alguien a quien no soportamos, que se vaya a freír espárragos.
Seguramente, ahí reside su gran baza y el secreto de su longevidad: todos hemos sido alguna vez Larry David o -como mínimo- nos hubiera encantado serlo.