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Cuando Christopher Nolan hizo el cursillo de CCC sobre psicoanálisis, el cine de superhéroes se fue al carajo. Ya no bastaba ver a tíos (y tías) con mallas dando brincos de una aventura a otra, divirtiéndose y divirtiéndonos. No bastaba con explorar sus orígenes ni ver cómo daban tanto trabajo a las constructoras como quebraderos de cabeza a los concejales de urbanismo. De repente, la agilidad cómica y la precisión estructural de Joss Whedon, el humor socarrón de Shane Black o el gusto por la erudición y el divertimento pop de James Gunn, ya no bastaban.
Nolan, éxitos de taquilla mediante, convenció a todo el mundo que lo que de verdad importaba era el trauma fundacional que se escondía detrás de cada máscara. Había que indagar en las carencias afectivas, los trastornos mentales o las rencillas familiares para saber por qué un señor se vestía de negro y repartía mamporros en aras de reinstaurar el orden sin tener en cuenta las disposiciones del Código Penal.
La miniserie recupera la atmósfera turbia de su antecedente cinematográfico y trabaja sobre los mismos códigos visuales, fijados aquí por Craig Zobel en clara sintonía con la línea oscura creada por Reeves
Y a partir de ahí, y salvo contadas excepciones, se jodió el invento. Por cada Casino Royale o cada Skyfall –sí, el mal de Nolan también afectó a James Bond– hemos tenido que ver cómo Thor tenía que emborracharse de Shakespeare para ser algo más que un hermoso Dios nórdico que solo desea que el bien prevalezca. También nos hemos topado con una Liga de la Justicia a la que solo le faltaba música de Wagner y un estreno en el festival de Bayreuth para exhibir todavía más grandilocuencia. Si a un género como el terror hubo que endilgarle la etiqueta de ‘elevated’ para legitimarlo culturalmente –como si La matanza de Texas o Halloween no diseccionarán la sociedad en la que se desarrollan– el cine de superhéroes no iba a ser menos. Muerte a la ligereza.
Sirva este iracundo recordatorio para decirles que El pingüino* se inscribe en tan discutible (y cansina) tradición. Si el The Batman de Matt Reeves sirvió para revitalizar la franquicia del hombre murciélago, este spin-off seriado sobre uno de los villanos más populares de cuantos pululan por Gotham arranca una semana después de los acontecimientos relatados en el largometraje de 2022. A saber, la inundación de la ciudad causada por una sucesión de atentados diseñada por Enigma (Paul Dano), quien previamente se había encargado de liquidar a los corruptos representantes de las fuerzas vivas de Gotham.
Con la ciudad sumida en el caos y Carmine Falcone (John Turturro), el mafioso que gobernaba la metrópolis en la sombra, muerto, el trono del mal anda libre y Oz Cobblepot (Colin Farrell), un segundón con ansias de poder, está dispuesto a sentar su pesado corpachón en él.
Uno de los grandes problemas de esta gran producción de Max radica en la inclusión de numerosos secundarios
Esta miniserie creada por Lauren LeFranc recupera la atmósfera turbia de su antecedente cinematográfico y trabaja sobre los mismos códigos visuales, fijados aquí por Craig Zobel (The Leftovers, Mare of Easttown) en clara sintonía con la línea oscura creada por Reeves. Si el guion firmado por Matt Reeves y Peter Craig transformaba a Batman (Robert Pattinson) en un detective privado propio del neo-noir –las alusiones a Seven (David Fincher, 1995) eran evidentes–, en El pingüino el argumento recuerda lejanamente al de Yojimbo (Akira Kurosawa, 1960), más en la versión mobster que firmó Walter Hill en 1996 que en la original (nos referimos a El último hombre).
Aquí, el orondo y tullido Oz se camela a los descendientes de los Falcone mientras negocia con la familia rival liderada desde la cárcel por Sal Maroni (Clancy Brown) con un único objetivo: pulírselos a todos y dominar los bajos fondos de Gotham.
No es este el único referente que LeFranc maneja, pues en una decisión harto discutible, y que entronca con esa corriente de psicoanálisis de baratillo a la que nos referíamos al inicio, a este Pingüino logorreico y violento se le asigna una madre mayor y enferma de Alzheimer que, además, posee una notable influencia sobre él. Todo eso en el seno de un relato gangsteril (y apenas superheroico). ¿Les suena?
De hecho, uno de los grandes problemas de esta gran producción de Max radica en la inclusión de numerosos secundarios, empezando por Victor (Rhenzy Feliz), el pequeño ayudando de Oz, y siguiendo por otros muchos apenas desarrollados, como al que da vida la desaprovechadísima Carmen Ejogo, o pegados como un chicle a la desgastada suela del cliché (el sottocapo que encarna Michael Kelly). Secundarios que no hacen sino engordar el metraje con sus apariciones y alargar una serie que no necesitaría de tanto minutaje para quedar resuelta (los flashbacks, el capítulo cuarto bien podría constituir una serie independiente, tampoco ayudan).
Volvamos, de nuevo, a Nolan (perdón). Una de las consecuencias de su trilogía sobre ‘El caballero oscuro’ no ha sido otra que la irrupción del Joker en la versión de Todd Phillips. Un Joker que se mira en su Batman y no, paradójicamente, en aquel Joker al que le puso rostro el malogrado Heath Ledger, más un destilado del mal que un paria al que había que buscarle un pecado original, en este caso vinculado a la enfermedad mental. Su éxito –León de Oro en Venecia, Oscar para Joaquin Phoenix– tampoco ha pasado desapercibido para Lauren LeFranc, que se sirve del personaje de Sophia Falcone (Cristine Miloti) para conectar con la veta frenopática del universo batmaniano.
Será recordada como una historia (más) de mafiosos dispuestos a vender su alma en Wallapop para hacerse con el poder y por el maquillaje prostético bajo el que se esconde un irreconocible Colin Farrell
Sin ánimo de destriparles ningún giro argumental, digamos que Miss Falcone, tras una larga reclusión en el asilo Arkham, regresa a la vida civil para hacerse cargo (es un decir, ya lo verán) de los destinos de su familia. Sus métodos, su conducta y su look no desentonarían en un desfile de moda pensado por Arthur Fleck y Harley Quinn, pero el tratamiento de un personaje que Miloti encarna con solvencia está más cerca de la gravedad del Joker que de la divertida levedad de aquellos títulos en los que aparecía la Quinn de Margot Robbie como Aves de presa o El escuadrón suicida, en la versión de James Gunn.
Al final, El Pingüino será recordada como una historia (más) de mafiosos dispuestos a vender su alma en Wallapop para hacerse con el poder y por el maquillaje prostético bajo el que se esconde un irreconocible Colin Farrell, que por su torpe estudio de las relaciones paternofiliales. Si en The Batman, Bruce Wayne era obligado a pagar por los pecados de su padre (que no falte un buen trauma), siguiendo esa corriente, que también bañaba al personaje interpretado por Zoë Kravitz, aquí asistiremos a las funestas consecuencias de los desagravios entre un padre y una hija (los Falcone), a las peligrosas intemperies emocionales a las que puede arrojarnos la orfandad (Víctor), a la utilización de los vástagos como carne de chantaje o las tribulaciones causadas por dependencia materno-filial (Oz). Casi nada.
*El artículo se ha escrito tras ver 5 de los 8 episodios de la serie.