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Pues resulta que Sandor Clegane no estaba muerto, estaba de de parranda en una pequeña y alegre comunidad-secta. El arco abierto por los guionistas en el retorno del Perro resulta desconcertante en muchos sentidos. Mucho tiempo en pantalla invertido en la resurrección de un personaje cuya ausencia no había significado ningún cambio sustancial en los equilibrios de la trama. Pero, sobre todo, lo más preocupante es la asimetría entre el lento y complejo proceso por el que han tenido que pasar muchos otros “hombres rotos” -título del episodio-, avanzando y retrocediendo gota a gota a lo largo de las semanas, frente a la velocidad de transformación del entrañable cara-quemada. Si algo detrás de este proceso huele a chamusquina a lo largo de todo el capítulo, el clímax desprende directamente un chapucerismo infinito: tras la conversación entre el hermano Ray y Clegane, vemos al segundo cortando leña aparentemente a miles de kilómetros que lo hacen completamente ajeno a la masacre monumental de toda su compañía. Coger el hacha, y arco de transformación resuelto. No sé yo.
Pero si la extrañeza de la matanza silenciosa apunta a un buñuelo de los creadores sin más, los sermones del septón idiosincrásico y su intercambio dialéctico con Clegane nos obligan a reflexionar sobre una dimensión muy importante: la lógica de la violencia dentro del universo de Juego de Tronos. Tras la irrupción de dos jinetes de la Hermandad que acabarán aniquilando a la comunidad, el Perro sugiere a Ray que su pacifismo no será correspondido y que lo más sensato sería hacer algo. Hacer algo sangriento, se entiende. Ray responde “Ya no voy a pelear más. Pelear es una enfermedad. No curas una enfermedad propagándola a más gente”. La ética cristiana se manifiesta de nuevo: poner la otra mejilla o matar antes de que te maten. La horca parece resolver el posicionamiento de la serie más allá de toda duda.
«El ansia de sangre parece el mejor catalizador para hacer que la psique humana se condense»
Si algo une a los “hombres rotos”, desde Theon Greyjoy a Arya Stark, pasando por el Perro, es que, en los momentos más bajos, el deseo de venganza acaba juntado los pedazos de su alma de nuevo. El ansia de sangre parece el mejor catalizador para hacer que la psique humana se condense, un ingrediente poderosísimo capaz de restaurar la identidad de aquellos que están al borde de perderla. Si Arya no es una chica sin nombre y Theon no es Apestoso es porque, cuando les habían despojado de todo, todavía pudieron reconocerse a ellos mismos como “alguien que debe vengarse”. ¿De dónde saca este poder la violencia y porqué nos resulta tan fascinante?
Antes de la modernidad, la violencia era omnipresente y, algo en lo que se regodea Juego de Tronos, extremadamente visible. La violencia se externalizaba como un elemento más de la vida hasta que, con la llegada del Estado y su monopolio de la fuerza, todo cambió radicalmente. Una pulsión humana fundamental y ubicua durante eones pasó a reprimirse, estigmatizarse y, sobretodo, despersonalizarse. Cuando ya no soy yo el que se venga de mi enemigo, sino un estado anónimo el que castiga mecánicamente al infractor de la ley, la dimensión primitiva y catártica de la violencia desaparece. El problema, evidentemente, es que la energía psíquica ni se crea ni se destruye, simplemente pasa a necesitar otras vías de escape. En la sociedad contemporánea en la que la violencia está absolutamente internalizada y racionalizada, la teoría aristotélica de siempre nos ayuda a entender nuestro amor por las vísceras: una representación de la violencia calma las bajas pasiones como si participáramos en la contienda de verdad. Si la adrenalina descargada delante de una historia es (casi)tan real como la que más, el audiovisual es el medio por excelencia para retratar la sensualidad de la violencia.
«Su explicación poética de la violencia como enfermedad remite a un concepto todavía más popular: solemos hablar de una espiral de violencia»
A las antípodas de la reivindicación típicamente pagana de la violencia como parte del ser humano, se encuentra la moral pacifista -y cristiana- de Ray. Su explicación poética de la violencia como enfermedad remite a un concepto todavía más popular: solemos hablar de una espiral de violencia. La espiral es una curva que emana de un punto y que se aleja progresivamente de dicho punto central a medida que da vueltas a su alrededor. Sorprende cómo un concepto definido en términos estrictamente matemáticos puede despertar tantas analogías con algo tan humano. Pero lo que explica esta fecundidad casi matemática de la violencia es, precisamente, la falacia de otra expresión todavía más corriente: decir que hay violencia gratuita. Solo la sociedad capitalista post-ilustrada puede pensar que la violencia no tiene valor. Desde la óptica del mundo antiguo que caracteriza la obra de Martin, no hay ninguna duda que matar tiene un enorme valor intrínseco.
«En otras palabras, la única manera de defenderse de la muerte -de la violencia externa- es ejerciéndola. Para la mentalidad arcaica, el concepto de violencia gratuita sería incomprensible»
El teólogo Byung Chul-Han reflexiona sobre el valor de la violencia a través del concepto del maná. Para los autóctonos de las islas Marquesas, el maná era una substancia sobrenatural que los guerreros obtenían tras matar a sus enemigos. El cuerpo de un guerrero bravo contenía el maná de todos los que había matado. Matando, el guerrero acumulaba poder. El poder obtenido a través del maná era ni más ni menos que un sentimiento de inmortalidad. Dentro de este paradigma, podemos decir que matar protege de la muerte. En otras palabras, la única manera de defenderse de la muerte -de la violencia externa- es ejerciéndola. Para la mentalidad arcaica, el concepto de violencia gratuita sería incomprensible. Otro mecanismo antiguo en la misma línea: el sacrificio ritual. Otra prueba de la lógica absolutamente irracional previa a la modernidad que atribuía un valor intrínseco a la violencia sin ningún problema. Estaba claro que el poder de la fuerza bruta servía para proteger a la comunidad humana de los peligros que la atenazaban, sin necesidad de profundizar demasiado en la relación de causa y efecto. Podemos pensar que estos mecanismos ancestrales se han superado por completo y son meras anécdotas o que siguen plenamente operativos y están mucho más ligados a la condición humana de lo que nos gustaría reconocer. Han, por ejemplo, defiende que el dinero actúa exactamente de la misma forma que la violencia: como acumulación de poder que trata de negar a la muerte. Pero eso es otra historia.
Todos los hombres rotos han sufrido los efectos de la muerte a su alrededor. Ante tal exceso de muerte y dolor, el moralismo del hermano Ray se convierte en un ideal inalcanzable. Las almas dañadas suelen regresar a su estadio primitivo en sus horas más oscuras. Back to basics: la violencia protege contra la violencia. Un instinto tan irracional como fuertemente gravado en nuestros genes a través de años de selección natural y que ha alimentado la mística pagana desde mucho antes que existieran a las religiones del libro -me refiero a las escrituras de la Fe de los Siete, por supuesto-. Del mismo modo que la violencia cohesiona las identidades fragmentadas de Theon, Arya y Sandor a través del deseo de venganza, Jon Snow persigue esta lógica de la unificación contra la adversidad en el terreno político. Tal como hemos apuntado, la violencia funciona porque activa nuestros mecanismos de oposición contra la muerte. Cuanto más visible y externa -cuanto más sangrienta-, más interpela a nuestro yo primitivo. Cabe esperar, pues, que el ejército de los Caminantes Blancos, la externalización más literal de la muerte que cabe imaginar, sea el mecanismo de cohesión definitiva. Hemos visto cómo la muerte recompone a hombres desmenuzados y ahora John necesita que la muerte a la mayor escala imaginable haga lo mismo con la miríada de casas del Norte. Bueno, en realidad, de todo Poniente. Como decía el antropólogo Pierre Clastres “Si no hubiera un enemigo, habría que inventarlo”.