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Uno encuentra cierta confortabilidad en las creaciones de Steven Soderbergh porque cada posición de cámara, cada cambio en la colorimetría y cada movimiento responden al planteamiento dramático que ilustran. Así que no importa tanto que el resultado final sea excelente (El halcón inglés, Un romance muy peligroso) o que la cosa no termine de funcionar (Full Frontal), lo que importa son sus imágenes y eso, en la teleficción actual, siempre es bienvenido.
En Circulo cerrado vuelve a llevar a la pantalla un alambicado guion obra de Ed Solomon (ya han colaborado en Mosaic y en la reivindicable Sin movimientos bruscos) cuyo planteamiento se inspira en la impresionante El infierno del odio (Akira Kurosawa, 1963). Todo arranca con el asesinato de un importante miembro de la mafia guayanesa radicada en Nueva York a manos de un sicario del hampa china. Sin embargo, lejos de iniciar una guerra a gran escala para cobrarse su venganza, Savitri Mahabir (CCH Pounder) asume que la muerte de su subalterno (que además es su cuñado) obedece a una supuesta maldición ancestral que acecha a su familia.
Para ponerle remedio, y previa consulta con un asesor religioso que la convence de que todos sus males tienen origen en un episodio acaecido veinte años atrás, la jefa del clan guayanés organiza el secuestro de Jared Browne (Ethan Stoddard). La misión queda en manos de su lugarteniente Garmen (Phaldut Sharma) y su sobrino Aked (Jharrel Jerome) quienes, a su vez, se sirven dos jóvenes recién traídos de su país natal, Xavier (Sheyi Cole) y Louis (Gerald Jones) y de la hermana de este, Natalia (Adia), que, hasta ese instante, ejercía como masajista de madame Mahabir.
Una suerte de pecado original que remite a un motivo muy propio del noir norteamericano: detrás del éxito yace el crimen
El segundo foco narrativo se concentra en los Browne, una familia acomodadísima que ha hecho fortuna gracias al popular show televisivo de cocina del abuelo Jeff (Dennis Quaid). Sobre la base de su éxito han levantado su carrera la hija de este, Sam (Claire Danes) y su marido Derek (Timothy Olyphant). Sin embargo, cuando, en mitad de la noche, reciban una llamada alertándoles del secuestro de Jared, hijo y nieto de unos y otro respectivamente, su plácida existencia empezará a desmoronarse. Ahora bien, tal y como sucedía en la película de Kurosawa, una confusión lleva a los secuestradores a raptar al chico equivocado. Lejos de desentenderse del asunto, los Browne atenderán la petición de rescate -no les supone un problema pagar 314.159 dólares- no tanto para salvar al adolescente capturado, sino para evitar que los criminales se den cuenta de su error y regresen a la caza de su verdadero objetivo.
Pero si el secuestro salió mal, la entrega del dinero sale peor. Lo puntilloso de las condiciones -pues se ha de cumplir la liturgia que el chamán le ha impuesto a Mahabir- y la cadena de errores que encadenan Derek, encargado de hacer el pago, y los captores, impedirá el cobro del dinero, causando un efecto dominó que propiciará una sucesión de contratiempos y divisiones, derrengando así la estabilidad de los grupos (la mafia guayanesa y los Browne).
Cada uno de estos dos bloques incluye, a su vez, otras bifurcaciones narrativas que afectan a todos y cada uno de sus miembros (tensiones matrimoniales, conflictos entre los jóvenes guyaneses) asumiendo un diseño arborescente que va expandiéndose para, poco a poco, ir revelando las conexiones entre unos y otros y replegarse sobre sí mismo, terminando con la revelación de la causa de todos los males (cerrando el círculo), una suerte de pecado original que remite a un motivo muy propio del noir norteamericano: detrás del éxito yace el crimen (al fin y al cabo, hablamos de un país que institucionalizó el genocidio).
Convendría no olvidar que, además de esos dos pilares argumentales ya mencionados, tenemos un tercero protagonizado por Melody Harmony (Zazie Beetz), agente del Servicio de Inspección Postal que lleva un tiempo investigando la trama guayanesa y que, pese a la explícita prohibición de su superior, seguirá indagando a propósito del extraño secuestro. En el caso de Mel, la importancia del guion de Solomon -un guion que sufrió permanentes reescrituras, incluso durante el rodaje- radica en la reformulación del arquetipo del detective privado. No solo porque aquí lo encarne una mujer. Ni porque esta sea afroamericana y lesbiana. La cosa no va de cuotas, puesto que, pese a todas esas supuestas concesiones, la agente está lejos de ser una impecable heroína.
Dentro de un casting de relumbrón, Zazie Beetz se roba la función
Es temperamental, desatiende a su pareja, es testaruda y asume que el fin siempre justifica los medios (acosar y vejar al personal se le dan francamente bien). Trabajar con ella es como tener al demonio de Tasmania como mascota. Vivir a su lado hace que la cárcel te parezca un lugar apacible. Eso no quita para que el personaje sea atractivo, con esos interrogatorios ‘hammettianos’ en los que, más que obtener respuestas, Mel va encadenando deducciones o lanzando globos sonda que terminan dando en el blanco. Ni que decir tiene que, dentro de un casting de relumbrón, Zazie Beetz se roba la función.
Pero, vayamos a las imágenes. La secuencia inicial, previa a la aparición del rótulo con el título de la serie, nos ofrece un resumen completísimo de esta miniserie de HBO cuyo estreno mundial se produjo en el festival de Tribeca. Vemos el cartel promocional de una urbanización situada junto al río Esequibo (Guyana), una foto familiar con el rostro de un adolescente encerrado por un círculo hecho a bolígrafo, un cuadro abandonado en mitad de un descampado, un crash test dummy y una imagen de Washington Square.
Seis episodios después sabremos que ese complejo de viviendas turísticas levantado en mitad de la Guyana está directamente relacionado con el secuestro fallido de Jared, que el muñeco juega un papel decisivo en ese rapto frustrado y que la obra de arte se convierte en el objeto sustitutivo del adolescente, inalcanzable halcón maltés que ha de paliar las pérdidas que supone el fiasco del plan original. El parque situado en el sur de Manhattan no solo remite al lugar del intercambio, sino que su propia morfología rima con la construcción de Ed Solomon y su elección es consecuencia directa del ritual circular orquestado por Mahabir (reproducir, cambiando la posición de los intervinientes, el trauma del pasado para expurgar la maldición).
En todo caso, lo importante no es tanto descifrar la superposición de capas que conforman un guion sustentado en la asimetría informativa (los errores y los equívocos se producen porque a los personajes les faltan tantos datos como a la audiencia, que se ve obligada a reconstruir el puzzle al mismo tiempo que los protagonistas), sino en cómo Soderbergh traduce en imágenes esos presupuestos dramáticos. La idea de circularidad que ordena todo el relato tiene sus lógicas apoyaturas argumentales – en el fraude inmobiliario practicado en Guayana en 2002 también se produjo un secuestro; el rapto de Jared enfrentará a su padre a un secreto del pasado que permanecía oculto a ojos de todos y que ahora habrá de emerger – que el director de La suerte de los Logan (2017) refuerza con el uso del travelling circular en momentos decisivos que nos abstendremos de desentrañar para no incurrir en spoilers, pero baste señalar que cuando Derek se enfrenta a ‘su’ revelación decisiva, un descubrimiento que lo obliga a volver al pasado para descifrar su presente, Soderbergh recurre al giro de 360º para señalar, como indica la primera frase que oímos en la serie, que todo cuanto está sucediendo “nunca empieza y, por tanto, nunca termina”.
Cuando Soderbergh modifica un ángulo de cámara jamás lo hace de manera gratuita, siempre busca generar tensión para anticipar un peligro
La rima visual es otro de los mecanismos utilizados por el cineasta de Atlanta para reforzar esa idea de eterno retorno. Eso se observa en la manera que tiene de colocar los insertos, primerísimos primeros planos de objetos que no solo nos advierten de su importancia, sino que cuando se vuelven a repetir se convierten en recordatorios de su potencial narrativo, algo que aquí sucede con el móvil de Jared, principal causante de la confusión de identidades, nexo entre secuestradores y familia y protagonista indirecto de uno de los clímax de la serie (fíjense en el tiroteo en el baño del hotel del capítulo cuarto: si Soderbergh decide iniciar la secuencia ‘señalando’ el móvil es para indicar que es el causante de la situación a la que vamos a asistir).
Con todo, nótese que el director no emplea un estilo barroco, sino que parecer seguir aquella máxima clásica de colocar la cámara en el mejor lugar posible para favorecer la diégesis, sin que ello le impida naturalizar ciertas formas más bruscas, como pasar de una planificación estática a otra en movimiento en el interior de la misma secuencia en función de la tensión entre los personajes. A poco que nos fijemos, veremos que, en no pocas ocasiones, se sirve de picados y contrapicados, siempre para marcar el tipo de relación que se establece entre aquellos que intervienen en la secuencia: los encuentros de Jeff con su hermano Gene (William Sadler) y la mujer de este, gangrenados por los pecados del pasado, utilizan mucho este tipo de emplazamientos para empequeñecer a Jeff, en inferioridad moral con respecto a su hermano, hasta que hacen las paces y se funden en un abrazo que romperá con ese tipo de planificación.
Cuando Soderbergh modifica un ángulo de cámara jamás lo hace de manera gratuita, siempre busca generar tensión para anticipar un peligro, como si esa nueva angulación constituyera una señal de alerta para el espectador. En el cuarto episodio, cuando Aked no encuentra a Louis y Natalia en el motel en el que supuestamente se escondían junto con el chaval secuestrado, el director de Ocean’s Eleven (2001) introducirá un agudo contrapicado desde el interior del coche (hasta ese momento lo había filmado con tomas laterales, la cámara a la misma altura del personaje). En ese punto, Aked llama a Mahabir para comunicarle su fracaso y la orden inmediata que recibirá será la de castigar a los huidos (entre ellos su novia) de manera definitiva; de no hacerlo, el peligro al que apuntaba la toma y que refuerza la orden, se cernirá sobre él.
Podríamos entresacar mil y un ejemplos, pero terminaremos con la secuencia decisiva en la que Mel y Sam ajustan cuentas. El encuentro entre ambas se desarrolla en un bar. Llama la atención la iluminación carmesí del garito, una luz que baña cada toma cuyo impacto no se disimula, sino que se refuerza. Hasta ese instante, Soderbergh, quien como en todos sus trabajos desde Traffic (2000) se encarga de la dirección de fotografía bajo el seudónimo de Peter Andrews, había utilizado una combinación de filtros ocres (asociada a las escenas interiores que se desarrollan tanto en casa de los Browne como en la de Mahabir y denotando un vínculo de ambos con el mal) con una iluminación más naturalista.
¿Por qué, entonces, recurrir al rojo? Pues para señalar que se va a producir un cambio. Que Sam aceptará su responsabilidad en todo este asunto y asumirá las condiciones que le impone Mel. Si, además, tenemos en cuenta que toda la conversación se filma utilizando planos y contraplanos -un recurso mecánico que Soderbergh evita casi siempre, salvo que sirva para fortalecer el drama- y que termina con dos planos de conjunto -uno frontal y otro tomado desde atrás en ligero contrapicado-, entenderemos que las dos han llegado a un acuerdo y que, pese a las tensiones entre ambas, una especie de solidaria camaradería ha terminado forjándose. Impecable.