Cada loco con su serie
Los trastornos mentales en televisión

Cada loco con su serie

La psicopatía, el trastorno bipolar o el de personalidad múltiple: todos tienen cabida en la ficción televisiva actual.

En la última temporada de Dexter (y no sólo última por haber sido la última en emitirse, sino que si se hiciera una lista por orden de calidad de todas las temporadas de todas las series de toda la historia, la octava temporada de Dexter sería la ÚLTIMA), una señora aficionada al té se presenta como la creadora, salvadora, fan número uno y, oh sorpresa, psiquiatra de Dexter. En un incomprensible intento por explicar lo inexplicable, los guionistas nos introducen a la doctora Evelyn Vogel, una persona encargada de dar sentido a la existencia de Dexter y de recordarnos una y otra vez aquello que todos los fans de Dexter sabemos y que desde que empezó la serie aceptamos, aunque no le hayamos dado nunca más importancia: Dexter está mal de la cabeza. Dexter es un psicópata, está claro. No hace falta haber estudiado una carrera ni ser especialmente inteligente para saberlo. Ni tampoco hace falta que venga ninguna mujer del pasado a recordárnoslo ni mucho menos a analizar su comportamiento manual en mano. Porque la serie, en realidad, trataba de un hombre que ha encontrado una (más que éticamente condenable pero ciertamente entretenida) solución a su problema y que, a efectos prácticos, puede ser alguien normal y corriente. Alguien que nos guste a pesar de ser un psicópata, sí.

«En Asylum, la seguna temporada de American Horror Story,  hay psicópatas, sí, pero sobre todo hay locos. Los que llevan el traje de paciente y los que lo llevan de médico. O, peor aún, las que van vestidas de monjas (porque de monja monja ninguna tiene nada de nada pero DE NADA).»

La psicopatía puede ser, a priori, uno de los trastornos que más juego dé en las ficciones televisivas, a pesar de que precisamente sea el que en su representación más se aleje de la realidad. No sólo Dexter la sufría en la serie que protagonizaba, sino que uno de los grandes aciertos de sus 7 temporadas (consideramos la última un error más que otra cosa) fue el amplio catálogo de psicópatas y perturbados mentales con los que afilaba los cuchillos el carnicero de la bahía. Y todos y cada uno de ellos (en especial Trinity, el mejor rival que tuvo Dexter a lo largo de la serie) bien podrían pasar un par de semanas, meses o años en el particular manicomio en el que se centra la segunda temporada de American Horror Story: Asylum. Allí hay psicópatas, sí, pero sobre todo hay locos. Los que llevan el traje de paciente y los que lo llevan de médico. O, peor aún, las que van vestidas de monjas (porque de monja monja ninguna tiene nada de nada pero DE NADA). Nadie se salva de uno, dos o cinco trastornos mentales que les llevan a permanecer encerrados y a ser sometidos a todo tipo de torturas. Y las representaciones del psicópata en ambas series tienen muchos elementos en común: personas con nula capacidad de empatía, antisociales, que no sienten remordimientos de sus actos y que los realizan en base a una serie de códigos, un ritual propio que siempre respetan al pie de la letra. Pero no sólo de psicópatas trata Asylum, que allí por encontrar encontramos también a la pobre Lana Winters, una periodista encerrada por ser lesbiana. Sí, en 1964 la homosexualidad era todavía considerada como una enfermedad mental y más en un manicomio de pseudo-monjas con médicos torturadores en el que la que lo pasaría peor que mal sería la pobrecita Carrie Mathison (como si lo pasara bien en algún momento, criatura).

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«El trastorno bipolar de Carrie Mathison es inseparable del resto de las tramas de Homeland. No se trata sólo de su eso, pero se trata especialmente de eso. Los riesgos que corre, los problemas en los que se mete, las consecuencias que sufre, al final, siempre tienen relación con el hecho de que, por mucho que quiera, no puede ignorar quién es y lo que le pasa.»

Uno de los mayores aciertos de Homeland es precisamente la construcción de su personaje principal (SÍ, YA SÉ QUE NO OS HE DESCUBIERTO AMÉRICA CON ESTA FRASE, PERO ERA NECESARIA). El trastorno bipolar de Carrie Mathison es inseparable del resto de las tramas de Homeland. No se trata sólo de su eso, pero se trata especialmente de eso. Los riesgos que corre, los problemas en los que se mete, las consecuencias que sufre, al final, siempre tienen relación con el hecho de que, por mucho que quiera, no puede ignorar quién es y lo que le pasa. Si Carrie fuera una agente de la CIA como todos los demás, sí, podría ser un personaje interesante, atractivo. Incluso es posible que con otras características pudieran justificar un comportamiento similar. Pero no existiría la amenaza constante, en cada paso que da, no sólo de que la tomen por loca, sino (y es infinitamente peor) de que sea su trastorno el que la haga actuar de una manera u otra. Y es que el hecho de pensar que uno de los mayores héroes americanos de la historia reciente es un traidor y planea atentar contra los Estados Unidos resulta difícil de creer (a no ser que seas el ¿buenazo? de Saul) cuando quien sostiene la teoría vive pegada a un bote de pastillas, en el mejor de los casos, o a una botella de alcohol y cualquier hombre que se encuentre por la calle, en una situación normal. El trastorno bipolar se caracteriza (entre otras muchas cosas) por la alternancia de episodios de manía (épocas de gran actividad, agitación y una exaltación del estado de ánimo) con episodios de depresión, en los que se sufre de pérdida de ánimos, somnolencia, confusión y ensimismamiento. Y a Carrie Mathison, a la que Claire Danes interpreta tan bien que llega a dar miedo, la hemos visto en ambas fases y la gravedad de su situación ha ido aumentando hasta llevarla a tomar una decisión que hizo que todos los espectadores nos quedáramos con la boca abierta al final de la primera temporada. ¿No se te podría ocurrir relacionarlo todo cuando estás en casa, o en la oficina, o en el coche, qué más da, y no cuando te están dando electroshocks? ¿No sería más fácil tomarte tus pastillas cuando toca, eh Carrie? Algo así deben pensar también su padre y su hermana, que parecen haberla dado por imposible tras tantos años luchando no sólo contra el trastorno de Carrie sino contra su obsesión por ser la mejor en su trabajo (que, reconozcámoslo, lo es). Otro gallo cantaría si Carrie Mathison tuviera a Max Gregson por marido y a Kate y Marshall por hijos, como le pasa a Tara y a sus compañeras de cuerpo.

En United States of Tara, Toni Collette da vida a Tara, a T, a Alice, a Buck, a Gimme, a Shoshana, a Chicken y a Bryce, todas y cada una de las personalidades de la encantadora ama de casa que decide dejar el tratamiento de su trastorno de personalidad múltiple para descubrir sus verdaderas causas. Y, voi-là, tienes el papel perfecto para que una actriz de la talla de Collette se luzca y la situación ideal para crear una película de terror o, si eres especialmente avispado como es el caso de Diablo Cody, construir una historia dramática con un tono simpático y agradable pero cargado de ironía, una dramedy en toda regla. El trastorno de personalidad múltiple o de identidad disociativo no se trata simplemente de disfrazarse como otras personas o de inventarse personajes y fingir ser ellos durante un rato: además de sufrir alucinaciones y ansiedad, el desarrollo de otras identidades en el individuo lleva a que estas tomen el control de la persona, quien pierde por completo la noción de lo que está sucediendo. Es por ello que tras estas fases, en muchas ocasiones la persona sufre pérdidas de memoria, tal y como le sucede a Tara. El hecho de que la protagonista de la serie sea una mujer casada con dos hijos hace que todavía se magnifiquen más las consecuencias de que entre sus otras personalidades se encuentren una adolescente con ganas de sexo, un veterano de Vietnam que se enamora de una camarera o una niña de 5 años. La relación entre todos ellos y, sobre todo, con la familia de Tara es uno de los grandes logros de la serie, que aunque en ocasiones resulta demasiado cándida, exagerada o incluso drástica (Bryce el asesino…), consigue poner en el centro de atención no sólo a la persona que padece un trastorno, sino a todos los que la rodean. Lástima del precipitado final que deja las cosas un tanto abiertas y al espectador poco satisfecho pero que, a pesar de no estar ni de lejos a la altura del resto de la serie, no es, para nada, tan malo como el de Dexter (lo siento, ya está, es que no puedo evitar quejarme siempre que puedo de lo malísima, pero malísima, malísima, malísima que fue la última temporada de Dexter).

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En cualquier caso, no hace falta buscar mucho para encontrar a alguien un poco tarado en una serie. No es difícil que los protagonistas tengan un psiquiatra (la doctora Melfi sí que era una psiquiatra y no Evelyn Vogel y su tacita de té) (lo siento, de verdad que ya paro), un bote de pastillas en la estantería de la cocina o un ataque de histeria sin ton ni son (Jenny Shecter era una profesional de ellos). ¿O es que van a decirme que Phil Dunphy, Hannah Horvath o Joffrey Lannister son personas normales? De hecho, ¿hay alguien, en realidad, que sea normal en televisión? ¿Y fuera de ella?

Quizás el interés principal de la mayoría de series no sea el trastorno que sufren los protagonistas y en realidad no sufran un trastorno como tal, como sí pasa en Dexter, American Horror Story: Asylum, Homeland y United States of Tara, pero créanme, siempre hay al menos un loco en cada serie. SIEMPRE.

PD: En la última temporada de Dexter el loco fue el guionista. Y el director. Y los productores. Madre de dios, en la última temporada de Dexter los locos fueron TODOS.

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