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El día 7 de noviembre, 180 millones de jugadores por fin ven sus rostros reflejados en la pantalla en negro. Desde el otro lado, una serie de Netflix les mira de frente y les ofrece una historia con buen empaque y un enorme cariño de base. La trama, dicen, está situada en un mundo que ha cosechado su interés durante años, que ha estado ahí en tiempos de sequía de contenido juvenil. Las referencias al universo League of Legends no tardan en llegar. Arcane se enciende como el carbón y destrona, en solo dos días y sin complejo alguno, todos los récords de El juego del calamar. Los engranajes se mueven en el momento y orden exacto, se deslizan con la precisión de un reloj. Y, con el tic-tac de un segundero parsimonioso, se nos van cerrando los ojos…
Tan relativo es el interés de una serie que, de forma totalmente calibrada, vierte toda su carga estética y narrativa al altar de la épica. Ya desde unos títulos introductorios picados al fuego de los Vengadores «whedonitas» y entregados a la machaconería reincidente de Imagine Dragons, la historia de formación de las jóvenes campeonas Vi y Jinx pide ser vivida como un gran evento, como un hito memorable. Al fin y al cabo, lo es: los nueve capítulos de la serie deben acotar la alambicada épica construida a lo largo de toda una saga de videojuegos, en cuatro cuentos que sí puedan ser contados.
Por ello, los capítulos se empeñan en cargar sus imágenes para que vibren, desde su mismo núcleo estético, al son de las grandes leyendas. Recurren al estilo del keyframe, aquellas ilustraciones venidas del concept art que resuelven momentos muy concretos de una película y se encargan de encapsular, en una sola lámina, una emoción concreta, un tono que no necesita ya de palabras para ser expandido en toda su potencia. Tradicionalmente, los keyframes han proyectado vida a una narrativa, volcando mundo a una idea y, más importante, permitiendo acceder al corazón de la épica, como ecos de aquel arrebato que nos conmueve y que nos eleva, durante unos segundos, más allá de nosotres mismes.
En Arcane abundan las explosiones y los cuerpos abatidos. Efectista y efectivo, Riot, el estudio detrás de la producción de la serie, transcribe con disciplina aquellos recursos visuales que mejor funcionan al cine de animación (y, en concreto, al anime: véase el juego expresionista con los fotogramas clave) para elaborar un mundo ficcional con presencia, un espacio que trasciende el mero telón de fondo y se imbrica en el transitar de sus personajes. El trabajo con el juego de humos de Zaun, la floralidad tupida de Piltover… Con un cuidado obsesivo por el detalle, las ciudades de Piltover y Zaun penden en el equinoccio perfecto entre lo maravilloso y lo verosímil.
Sin embargo, nunca podrían Piltover, ni Zaun, ni Vi, ni Jinx, responder a nombres propios. Con la E de europeísta, pero también de estándar, Piltover podría ser otra Columbia, un Dunwall soleado o un Kingsbury steampunk. Jinx nace del crisol de sueños rotos de Entrapta o Harley Quinn, pues responde únicamente a los atributos por defecto de cualquier chaotic-neutral de D&D. Como la épica que pretende abrazar, cada uno de los rincones de este mundo ficcional se comunica sin palabras: el rol de cada cual es perfectamente transparente, lúcidamente plano.
La serie pendula entre una imagen híper expresiva y una sensación de estatismo que quien suscribe no puede dejar de lado
Lo que resulta lógico para un multijugador masivo, donde solo las capacidades de cada miembro deben ser estimadas, ante el cine (o las series, o el audiovisual, si aún alguien los distingue), pierde todo el sentido. Al fin y al cabo, lejos del teclado, ¿tiene «persona» un avatar infinitamente replicable? Lejos del mundo jugable, ¿qué agencia sostiene otra tanque, otro mago? Como el mejor de los tutoriales, Arcane se explica perfectamente. A la vez, como en la peor de las historias, sus palabras no nos interpelan.
En sus ansias de significar, la serie da coletazos. Pendula entre una imagen híper expresiva, que ralentiza los momentos importantes y pulveriza cualquier noción de plano en pos de una cámara vuelta inmersiva (cine que reniega del teatro), y una sensación de estatismo que quien suscribe no puede dejar de lado. Quizás por la absoluta falta de chispa narrativa, o porque, en sus ansias de accesibilidad, servidore intuye que lo único que se da por entendido es la falta de agilidad mental del público… Un rasgo que no atañe ni a les jugadores de LOL, ni la aventajada seriefilia contemporánea.
Épica de broma, en cuanto sabemos que tras los keyframes no hay más que ecos de otras partes. Guiñol vivaracho, que no imbuye vida al mundo que le ha sido legado por las historias de otros. Cartón piedra en un parque de atracciones perfectamente orquestado, sin un solo alma que lo anime. Lo cual, en un giro filantrópico, puede resultar incluso positivo. Al fin y al cabo, devuelve al público la posibilidad de apreciar aquello que cada día convierte LOL, Fortnite y tantos otros en un espacio digno de habitar. Aquello que (carraspea) no es más que la gente que los juega.