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Dios no sería buen guionista de series de televisión. Y con Dios me refiero a ese ser todopoderoso que quiso que constara en acta que en sólo seis días lo creó todo, pero todo todo todo, y al séptimo descansó, claro que sí, bien que hizo. Y digo que no sería buen guionista de series de televisión porque el paraíso, un lugar absolutamente perfecto, es evidente que no es un buen escenario ni para un drama ni para una comedia ni para un thriller ni para nada (a no ser que consideremos el paraíso una isla perdida en el océano en la que cada cierto tiempo se estrellan aviones), y aunque eligieras el paraíso como contexto no puedes poner ahí a un hombre y a una mujer desnudos, decirles que a vivir la vida sin pecados y ya está (¿qué tipo de cliffhanger puede haber ahí?), pero sobre todo lo digo porque al crear una ficción televisiva (ya oigo vuestras voces, leo vuestros futuros comentarios: “Dios creó el mundo, la vida, el universo entero, no una ficción televisiva” YA LO SÉ, GRACIAS) lo que no puedes hacer es querer que tus personajes sean simple y sencillamente perfectos, naturalmente buenos. Sólo si conoces, quieres y no tienes ningún miedo a enseñar todos y cada uno de sus defectos serás capaz de crear una buena serie con ellos. Y de eso Vince Gilligan sabe mucho. De hecho, sabe más que nadie. Sabe, incluso, más que Dios. (alaaaa, ¡exagerada! ¡blasfemia! ¡a la hoguera!) (os oigo, os leo, os ignoro).
«Vince Gilligan quiere tanto a sus personajes que sólo se preocupa de que sean exactamente como tienen que ser, da igual si eso nos lleva a cuestionarles o a odiarles»
Vince Gilligan es esa única persona del mundo que quiere a Walter White más de lo que lo hacemos el resto de seres humanos que nos enganchamos a Breaking Bad. Y no digo que lo quiera tanto porque él lo creara (eso del amor de madre/padre está sobrevalorado, pensemos si no en qué poco tenía que querer James Manos Jr a Dexter para consentir que tuviera ese final), no; Vince Gilligan quiere tanto a sus personajes que sólo se preocupa de que sean exactamente como tienen que ser, da igual si eso nos lleva a cuestionarles o a odiarles, aquí lo importante es que sufran lo que tienen que sufrir y que sean tan simples y tan complicados como tienen que ser. Esa era la esencia, y no era ni de lejos tan fácil de mantener, de esa atracción tan palpable como enfermiza que todo seguidor de Breaking Bad sentía por cada uno de los problemas emocionales con patas que salían en la serie. Y es que ese es el don que hace que Vince Gilligan sea mejor contador de historias que el propio Dios (¡A LA HOGUERA!) (bah). Más allá de todos los experimentos narrativos y giros argumentales que nos ofreció Breaking Bad (a los que estaremos agradecidos hasta el fin de nuestros días) si hubo algo de la serie que nos conquistó a todos fue la complejidad de todos y cada uno de sus personajes, porque Vince Gilligan no sólo quiere a Walt: Vince Gilligan quiere, adora, comprende y tortura a todo ser que crea. Ahí estaban Jesse y Hank, Skyler y Mike; ahí estaba Saul.
«Capítulo a capítulo, los golpes y los empujones de Vince Gilligan y de ese mundo en el que los ha metido convierten a sus personajes en seres que te parecen radicalmente diferentes aunque en realidad sabes que estaban escondidos bajo el papel celofán desde el principio»
Y es que a punto de ver Better Call Saul es inevitable que resuene en nuestras cabezas una pregunta que acompañará a todo spin-off por los siglos de los siglos (qué religiosa estoy, tú): ¿es necesario? ¿Realmente hace falta, Vince, que cojas a un secundario que funcionaba la mar de bien y le conviertas en protagonista de otra serie? ¿No hemos aprendido nada del trauma de Joey, que tanto nos costó superar y tanto nos cuesta a día de hoy fingir que hemos olvidado? ¿Es realmente necesario? Sí, claro que lo es. Porque Better Call Saul no es sólo un spin-off, ¿y por qué no lo es? Porque detrás de todo esto está ¿quién? Vince Gilligan. Y Vince Gilligan no elige a un secundario al azar para alargar el éxito de una serie, Vince Gilligan sabe muy bien lo que hace no sólo con sus historias sino (veo que me estás leyendo con atención porque sabes perfectamente lo que estoy a punto de decirte) con sus personajes. ¿Y qué hace Vince Gilligan con sus personajes? Pues algo muy sencillo: te los presenta envueltos en un finísimo papel celofán, con un lacito de color azul, a sólo unos pasos del abismo; después, les da una sonora patada en el trasero y te acerca a ellos para que veas cómo se precipitan, con qué se golpean y cuántas vueltas de campana dan contra obstáculos que ellos mismos van poniendo en su trepidante descenso, mientras tú no puedes hacer otra cosa que juntar las manos y rezar a Dios todopoderoso (mejor que reces tú que yo, que a mí me ignorará por completo y con razón) para que hayan sobrevivido. Y sobreviven, sobreviven una y otra vez (hasta que ya no pueden sobrevivir más, claro) pero poco a poco, capítulo a capítulo, los golpes y los empujones de Vince Gilligan y de ese mundo en el que los ha metido los convierten en seres que te parecen radicalmente diferentes aunque en realidad sabes que estaban escondidos bajo el papel celofán desde el principio. De Walter White a Heisenberg; de Jimmy McGill a Saul Goodman. Porque a Vince Gilligan nada le gusta más ni se le da mejor que los cambios. Vale, toda serie de televisión (al menos toda serie que pretenda tener mayor longevidad que un piloto) trata sobre cambios, evoluciones, movimiento o como se le quiera llamar, y que la gran mayoría parten de un planteamiento similar: sentar a un protagonista a oscuras, en medio de la nada, y empezar a encender focos que apunten directamente a él y nos enseñen cada una de las aristas de su carácter. Pero Vince Gilligan no enciende luces, Vince Gilligan las apaga. Él no quiere que conozcas cada vez mejor a sus protagonistas y que te sientas más cercano a ellos, él quiere que se adentren en la más profunda oscuridad y tú te adentres con ellos, aun teniendo que plantearte por qué lo estás haciendo. Así lo hizo con el profesor de química que nos terminó aterrorizando con su “Say my name”, así está dispuesto a hacerlo con el pobre diablo que terminará escondiendo dinero de todos los criminales de Alburquerque tras una pared. Pero lo importante en las series de Gilligan, como todo en esta vida (a no ser que vayas a un sitio que mole mucho por una carretera muy aburrida o que vueles a cualquier lado con Ryanair), no es el destino al que nos dirigimos, lo importante es el camino por recorrer.
Por eso Vince Gilligan no crea a dos seres absolutamente perfectos y los coloca en un entorno paradisíaco y a esperar; precisamente por eso nos gustan, nos enganchan, nos mantienen con los ojos abiertos las ficciones que él crea. Y sí, vale, es una suerte que Dios todopoderoso no quisiera “bucear en el drama humano sin tener ningún tipo de miedo ni barrera” cuando creó a Adán y Eva, pero es la misma suerte que tenemos de que sea exactamente eso lo que busca ese creador que se esconde tras la alargada sombra de Saul Goodman y Walter White.
¡A LA HOGUERAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!
PD: Creo que es necesario que me haga mía una frase que el todavía Jimmy McGill suelta en la ansiada Better Call Saul: “Si estuviéramos en la iglesia me daríais un ¡Amén!”