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Los hechos son sobradamente conocidos, pero no por ello dejan de sobrecoger cada vez que se recuerdan. El 22 de julio de 2011, Anders Behring Breivik aparcó una furgoneta en el centro de Oslo, en un distrito de edificios gubernamentales. En ella había colocado una bomba casera hecha con fertilizantes, que al explotar mató a ocho personas, hirió a unas cuantas decenas más y provocó graves destrozos materiales. Este militante de extrema derecha, un neonazi fundamentalista convencido de estar emprendiendo una cruzada para combatir la supuesta invasión islámica de Europa, consiguió marchar sin problemas del lugar de los hechos disfrazado de agente de policía. Lo peor estaba por llegar.
Breivik se desplazó hasta la isla de Utøya, donde cerca de 600 adolescentes estaban acampados con motivo del campamento de verano de la Liga Laborista Juvenil, las juventudes del Partido Laborista en el poder. El presidente noruego, el socialdemócrata Jens Stoltenberg, actual secretario general de la OTAN, tenía prevista una visita al campamento para el día siguiente. Con toda la sangre fría de un fanático narcisista, incluso según los testigos con una cierta euforia, empezó a disparar a todos los jóvenes que se le ponían a tiro y a los que intentaban huir a nado. A muchos los animó a acercarse, haciéndoles creer que a su lado estarían a salvo. Pero la policía no estaba todavía en Utøya durante esos minutos de angustia en que la isla se convirtió en una ratonera, y durante los cuales el sonido de los disparos y los gritos ocasionales debieron de ser lo único que rasgó el silencio. Cuando llegaron los agentes, los de verdad, Breivik se entregó casi al instante. Había asesinado a 77 personas, 69 en Utoya y ocho en Oslo.
Las acciones de Breivik sumieron a Noruega y al mundo en estado de shock. No es extraño que aquel día negro haya sido reconstruido y desmenuzado reiteradamente por el cine y la televisión. Dejando de lado una producción de serie Z del 2012, manual del mal gusto que exhibe una torpeza narrativa de juzgado de guardia, en 2018 se estrenaron tres producciones de signo diverso basadas en aquellos hechos: el documental Reconstruyendo Utøya, de Carl Javér, en que cuatro supervivientes de la masacre y una docena de personas que no estuvieron allí reviven lo sucedido en una cámara oscura vacía, al estilo de Dogville; el drama 22 July, escrito y dirigido por el prestigioso Paul Greengrass, quien ya había abordado el terrorismo en la tensa United 93, y que aquí retrataba la preparación de los atentados, su ejecución y sus consecuencias inmediatas en los diferentes estamentos de la administración noruega; y la que caló más en el público, Utøya, 22 de julio, en que Erik Poppe urdió un tremendo plano secuencia para mostrar el horror en tiempo real, a través de la mirada agazapada de una joven que intenta encontrar a su hermana pequeña en medio del tiroteo.
22 de julio (22.juli), la miniserie de la televisión pública noruega que fue estrenada para el público español en el Serielizados Fest y llega ahora a Filmin es, de todas las visiones de ese día filtradas por la ficción, la que menos interesada está en poner el foco en Breivik. La protagonista de sus seis intensos y magníficos episodios, no aptos para todas las sensibilidades, es la sociedad noruega en su conjunto. Los guionistas no dudan en empuñar el bisturí para diseccionar hasta donde haga falta y detectar los fallos del sistema, por si acaso el oasis nórdico se queda en espejismo. Demasiado a menudo tendemos a considerar el terrorismo como un virus externo, un cuerpo extraño que viene a perturbar la tranquilidad de una comunidad supuestamente ejemplar.
El terrorismo islamista, y con él los tópicos reduccionistas que interfieren en su análisis (producto de una generalización perezosa, ignorante o malintencionada), han venido a reforzar tal impresión en ese conglomerado poco armonioso que insistimos en llamar civilización occidental. Todavía más en uno de esos paraísos que suelen aparecer en lo más alto en la lista de los países más felices y desarrollados. Ese es el irónico título del primer episodio: «El mejor país del mundo». De lo que nos habla 22 de julio, mediante un ejercicio honesto y doloroso de autocrítica colectiva, es de las incoherencias de una sociedad pagada de sí misma (podemos hablar de Noruega, pero en el sur de Europa no andamos faltos de ese mismo fervor patriótico), de las costuras desgarradas de un frac que no da la talla.
La creadora de 22 de julio es Sara Johnsen, una de las guionistas de Okkupert, la serie de política ficción que fabulaba sobre una invasión rusa de Noruega en un contexto de crisis energética. Aquí la especulación situada en un futuro a medio plazo se convierte en diagnóstico preciso del presente. Quizás consciente de lo mucho que se ha escrito y se ha rodado sobre los hechos, Johnsen parece querer rehuir la crónica morbosa de aquellas horas cruciales, especialmente por lo que se refiere al tiroteo en la isla, siempre intuido a lo lejos, excepto en la terrible escena del recuento de cadáveres, acompasado por centenares de móviles que resuenan en el campamento abandonado precipitadamente, unas llamadas que nadie responde y que son el último intento de familiares angustiados de aferrarse a una cotidianidad que quizás ya no vuelva.
’22 de julio’ viene a cuestionar uno de los pilares en los que se asienta la buena fama de Noruega, el de un Estado del bienestar a prueba de balas
Aunque sus planteamientos son diferentes, es significativo que en el largo plano secuencia del drama en tiempo real Utoya. 22 de julio, Breivik también fuera una figura fuera de plano. Tan sólo aparecía en algún instante fugaz, que contribuía a retratar al asesino neonazi como una amenaza fantasmagórica. En la serie, los que transitan como espectros, entre una lluvia de ceniza, cascotes y papeles oficiales, son los heridos y testigos de la explosión en el centro de Oslo. Se muestra bastante más ese primer acto de la barbarie planeada por Breivik que su conclusión ejecutada a sangre fría en el campamento de verano. Esta imagen de desolación en las calles de una ciudad que ha perdido su pulso, la más habitual después de un atentado en cualquier parte del planeta, logra componer la descripción más gráfica de una nación desorientada, un paraíso nórdico que de repente, de la manera más brusca, ha perdido el norte.
Ayudada por un reparto coral ajustado y muy creíble (porque la sociedad noruega no será perfecta, pero el nivel de su ficción está bastante cerca de serlo), la serie se adentra en las vivencias de una galería de personajes relacionados con la tragedia de manera más o menos indirecta, síntomas vivos de un malestar latente que arranca mucho antes de que un facha megalómano decidiera esgrimir una coartada falsaria para darse a conocer al mundo. En 22 de julio se habla de terrorismo, por supuesto, pero también de una policía y unos servicios sociales incapaces de detectar un caso de malos tratos a un menor, de la gerencia de un hospital dispuesta a recortar el servicio de urgencias con tal de hacer cuadrar los balances, de un sistema educativo que no está del todo preparado para acoger al alumno que ha sufrido un episodio traumático… Todas estas situaciones vienen a cuestionar uno de los pilares en los que se asienta la buena fama de Noruega y otros países de su entorno más allá de sus fronteras, el de un Estado del bienestar a prueba de balas.
En este retablo de contradicciones que construye la serie cobra especial relevancia la figura de Liiban, el auxiliar de hospital etíope que trabaja limpiando los cubículos de urgencias, eliminando los rastros de sangre del paciente anterior y recogiendo los objetos personales que quedaron atrás. El personaje interpretado por Hamza Kader lleva sobre sus espaldas la carga del estereotipo. Cuántas personas de origen musulmán debieron respirar tranquilas al saber que el autor de los atentados era un noruego de pura cepa, un niño bien de Oslo sin experiencia migratoria. Y qué penoso es que todavía nos encontremos en este punto en el que demasiada gente adscribe la capacidad de hacer el mal a una determinada raza o cultura. El momento en que un compañero de Liiban le informa aliviado de que lo ocurrido «no es culpa nuestra» supone una ilustración incómoda de esta situación. Precisamente lo que pretendía combatir Breivik era la multiculturalidad. Hablamos de un individuo que jamás ha mostrado arrepentimiento y que pretendió justificar su comportamiento criminal en un manifiesto de 1.500 páginas repleto de cháchara conspiranoide. Desde el punto de vista de aquellos compatriotas que compartían sus ideas intolerantes y racistas, era uno de los suyos.
Toda sociedad debe asumir y enfrentar el hecho de que en su seno pueden surgir los comportamientos más monstruosos
Para ratificar esta perversa comunión de ideología y estrategias, ahí está el personaje del bloguero ultraderechista, el primero en señalar erróneamente a Al Qaeda como responsable de los ataques. Es el esquema que cuadra a la perfección con sus denuncias xenófobas, inflamadas a través de la red. Aunque atribuirle este reduccionismo mental únicamente a ciertos militantes radicalizados de extrema derecha resultaría demasiado cómodo. El miedo al que es diferente no es exclusivo de ciertos guetos ideológicos; no hay más que recordar el crecimiento electoral de las fuerzas antidemocráticas que se valen de esa democracia que menosprecian para propagar dichos miedos. En las elecciones celebradas en 2013, dos años después de la masacre, el Partido del Progreso (denominación engañosa de la extrema derecha noruega en la que había militado Breivik hasta el 2006) obtuvo un 16 por ciento de los votos, fue tercera fuerza parlamentaria y se convirtió en el apoyo decisivo para la formación de un nuevo gobierno conservador de coalición en el que ocupó siete ministerios, entre ellos el de Asuntos Sociales. Probablemente, el asesino sonrió en su celda.
En 22 de julio, cuando se descubre al auténtico autor, el bloguero es también el más interesado en señalar a Breivik como un lunático perturbado, para ocultar el hecho de que sus artículos en Internet habían alimentado el plan del asesino fascista. Ha sido así muchas otras veces en la historia de la humanidad: unos apuntan y otros disparan. En esta ecuación tan sólo las víctimas son inocentes. Del mismo modo que muchas veces el peor enemigo de cada cual está en su interior, en esa cara oscura que intentamos no dejar salir, también toda sociedad debe asumir y enfrentar el hecho de que en su seno pueden surgir los comportamientos más monstruosos.
Y los más negligentes. Aquí no se salva nadie. La actuación policial también es puesta en tela de juicio en esta serie mediante la investigación de dos periodistas que indagan en el operativo, enfrentando las reticencias de algunos colegas que consideran que eso es escarbar en el dolor ajeno (qué dirían del tratamiento sensacionalista de algunos medios televisivos del sur de Europa, y no miro a nadie). La actriz Alexandra Gjerpen, en el papel de la incisiva reportera Anine Welsh, acaba siendo lo más parecido a una protagonista en un reparto coral. Impacta el momento en que replica a un compañero diciéndole que su misión no es hacer sentir mejor a las familias de los adolescentes muertos, a unas familias que lo han perdido ya todo. Y sorprende la rapidez con que estos periodistas del Aftenposten concluyen que las fuerzas del orden no actuaron lo suficientemente rápido para atajar la matanza, ya que desde la primera alerta tardaron 47 minutos en abordar la isla. ¿47 minutos de silencio administrativo?
No se trata de un ejercicio de auto odio, sino de esclarecer posibles actitudes ineficaces o de destapar rutinas que no están preparadas para lo extraordinario. Para eso suelen ser más útiles los medios de comunicación, por lo menos los que no contribuyen a la política mezquina de utilizar a las víctimas en disputas partidistas, que cualquier comisión de investigación parlamentaria.
Harald y Anine, los reporteros del Aftenposten, son personajes ficticios, basados en los profesionales reales que publicaron estos reportajes de denuncia. El rótulo inicial de cada episodio nos advierte de esta circunstancia: es una serie basada en hechos reales, pero todos los personajes son ficticios. No tardaremos en saber que la profesora, Helga, recoge testimonios de diversos profesionales de la enseñanza, obligados a lidiar con el desconcierto y el dolor colectivo en las aulas. De una recogida de voces y datos que suponemos muy exhaustiva, nacen estos personajes complejos. En algunos casos la voluntad de concentrar y ejemplificar los problemas de todo un colectivo en una sola experiencia vital puede resultar algo forzada (sobre todo en el caso de la profesora, sufridora por partida triple, y del auxiliar de enfermería etíope, arquetipo tan evidente como necesario). Sea como sea, la propuesta es de un rigor tan lacerante que se le pueden perdonar algunas licencias narrativas. Al fin y al cabo, se trata de compartir el desconcierto imperante en un Estado del malestar que, ante determinadas amenazas, no tan sólo las terroristas, únicamente puede ofrecer más minutos de silencio.