"Yo soy Lord Bolton" o la cuestión de la identidad
Sexta temporada de 'Juego de Tronos' (episodio 2)

“Yo soy Lord Bolton” o la cuestión de la identidad

Las identidades colectivas son ficciones que sirven para canalizar las pasiones de la masa social. En 'Juego de Tronos', a imagen de los periodos feudales, las diferentes Casas que luchan por el poder dependen de la capacidad de seducción de los diferentes proyectos identitarios.
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(artículo anterior – episodio 1)

“Yo soy católico, o de Berry, o campesino, o comunista: soy alguien, no corro el riesgo de ser engullido por la nada”, dice Tzvetan Tódorov. Probablemente Juego de Tronos sea la serie con el record de minutos en pantalla con personajes explicando quienes son. Con el permiso de Daenerys Targaryen, cuya lista de títulos ha acabado convirtiéndose en una broma interna, los habitantes de Poniente ponen un especial énfasis en sus adscripciones identitarias porque, en un mundo tan cruel y con el invierno a la vuelta de la esquina (otra muletilla recurrente que también flirtea con el estatus de running gag) ser “alguien” significa la diferencia entre la vida y la muerte. El problema de la identidad reside en la dramática diferencia entre su importancia y su fragilidad. En otras palabras, ahora eres un bastardo, uno minutos después el primogénito y, previa puñalada bien asestada, de repente eres Lord Bolton.

El segundo episodio de esta temporada nos presenta a muchos personajes con identidades resbaladizas. Quizá Hodor sea uno de los más inesperados. Si A = A es la definición clásica de identidad, Hodor = Hodor parecía una tautología tan sólida como esta. Y, no obstante, en las visiones de Brandon Stark (bienvenido de nuevo), descubrimos que Hodor era Wyllis, un mozo de cuadra con sangre de gigante pero con facultades lingüísticas perfectamente desarrolladas. De repente, incluso el más bidimensional de los personajes comienza a ganar capas de profundidad. ¿Qué te pasó, Hodor? Intuitivamente sabemos que solo un trauma de la peor clase puede explicar la transformación radical de una persona hasta el punto de disolver lo más sagrado: el nombre.

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«Para conseguir el poder que ansía, Arya debe convertirse en una sin rostro, pero no se da cuenta que, si llegara alcanzar dicho estado de manera genuina, su misión dejaría de tener sentido»

Arya Stark y Theon Greyjoy son dos expertos en la maleabilidad del nombre que aparecen en este capítulo en direcciones opuestas. Theon está regresando del infierno de su alter ego Reek (hediondo): para él, perder su identidad significó perder su dignidad y olvidar la responsabilidad respecto su pasado. Ahora, regresa a casa para culminar el periplo y asumir las consecuencias de ser lo que es: un Greyjoy. Arya está haciendo exactamente lo contrario. El problema de la pequeña de los Stark es el conflicto que le supone abandonar su identidad hasta las últimas consecuencias. Para conseguir el poder que ansía, Arya debe convertirse en una sin rostro, pero no se da cuenta que, si llegara a alcanzar dicho estado de manera genuina, su misión dejaría de tener sentido. La venganza que guía sus acciones depende de un pasado, de una identidad que la define y la hace única. Mientras Arya se identifique con Arya, no alcanzará el poder que persigue, pero si Arya deja de ser Arya, la lista de nombres que recitaba cada noche antes de dormir dejará de tener un alguien que los tache.

Las identidades colectivas son ficciones que sirven para canalizar las pasiones de la masa social. En el mundo de Juego de Tronos, a imagen y semejanza de los periodos feudales de nuestra historia, las diferentes Casas y facciones que luchan por el poder dependen en gran medida de la capacidad de seducción irracional de los diferentes proyectos identitarios. Es ahí donde el Gorrión Supremo pone en marcha la tremenda fuerza de la religión en su lucha dialéctica con Jaime Lannister, con Myrcella de cuerpo presente: “¿Quiénes somos? No tenemos nombres ni familia. Todos somos pobres e impotentes aunque, juntos, podemos derrocar un imperio”. La masa toma consciencia de sí misma e inicia una revolución contra las élites. La clase es una expresión de identidad colectiva superior al individuo, a la familia y a una Casa. Esta es la gran debilidad de la estructura política de Juego de Tronos: que el sistema se sustenta sobre una vinculación identitaria profundamente irracional como es la la relación de vasallaje. Y aquellos que ven por encima de ella, como el Gran Gorrión, pueden amenazar el orden establecido. Si bien este “movimiento social” se sirve de una motivación tan irracional como es la religión, la diferencia real entre clases que lo pone todo en marcha representa una amenaza insalvable al orden feudal. La identidad puede ser subjetiva, pero las condiciones materiales de las clases bajas no.

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«Ser un rey depende exclusivamente de que uno pueda decir de si mismo que es rey y de que haya un número de gente dispuesto a aceptar que eso es así»

Y con esto quiero volver a Ramsay -ahora ya definitivamente- Bolton. ¿Por qué da tanto miedo? Porque comprende perfectamente la ficción sobre la que se fundamentan las identidades humanas y se aprovecha de ella. La teoría performativa de las identidades dice que uno es lo que él dice que es. Que el mero hecho de proclamar algo le da validez. Ser un bastardo o ser un rey, con las fidelidades que cada cosa conlleva, depende exclusivamente de que uno pueda decir de si mismo que es rey y de que haya un número de gente dispuesta a aceptar que eso es así. No hay una boltonez corriendo por las venas de nadie y Ramsay entiende esta realidad como no la entienden los cientos de vasallos dispuestos a seguir cualquier estandarte en el que vean escrito “Bolton”.

Hasta ahora, habíamos llegado a pensar que Ramsay tenía un lado frágil: la necesidad de reconocimiento de su padre. Después del episodio de ayer, sabemos que teníamos razón, pero solo en parte. Ramsay necesitaba el reconocimiento, pero no el emocional -él no gasta de eso-, sino el formal. En el momento en el que Lord Bolton pronuncia las palabras “tu siempre serás mi primogénito”, enfrente de otros testigos, sus palabras transforman la realidad. La daga de Ramsay se clava de manera casi automática. “Estoy muy contento de que hayas dicho eso”.

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¿Y Jon Snow? Pues nada, que respira. Tras un ritual carente de fe (justamente el más importante de los ingredientes de la magia, lo que debería hacernos pensar que quizá el ritual no haya tenido ninguna relación con la resurrección), el alma de Jon vuelve a animar su cuerpo. Como dije en el artículo anterior, la (i)lógica de la magia en la obra de Martin justifica cualquier capricho, al mismo tiempo que subordina lo sobrenatural a la muerte. Como nos recuerda el personaje de Gregor Clegane (La Montaña), en Juego de Tronos la muerte siempre tiene un precio. Ahora solo nos queda esperar cuál deberá pagar Jon Snow.

(siguiente artículo – episodio 3)

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