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El género juvenil no es, precisamente, uno de los mejor considerados por la crítica televisiva, y mucho menos desde que se volvió muy habitual crear dos tipos de series dentro de él: las fantásticas (con brujas, vampiros y criaturas varias) y los thrillers (siguiendo la estela en parte de Pequeñas mentirosas).
Si esas ficciones, además, se emitían en The CW antes de que la comprara el grupo Nexstar, cuando su parrilla estaba dominada por los superhéroes de DC del “Arrowverso”, aún se les prestaba menos atención. Y, sin embargo, a veces aparecen títulos que, incluso aunque puedan tener tramas risibles, hacen apuestas estéticas o temáticas que ya quisieran para sí series adultas consideradas de las importantes.
Ahí encontramos Riverdale, que ha finalizado su andadura este verano con su séptima temporada (que en España no va a estar disponible en Movistar Plus+, el hogar hasta ahora del estreno de la serie antes de pasar a Netflix). No ha hecho demasiado ruido entre los medios estadounidenses, aunque ha habido algunos que le han dedicado algún reportaje analizando los giros más locos de su trama y sus cuatro protagonistas (KJ Apa, Cole Sprouse, Camila Mendes y Lili Reinhardt) están empezando a aparecer en alguna que otra película. Esas historias desquiciadas han acabado siendo por lo que la ficción es más conocida (incluyeron un universo alternativo sobrenatural llamado Rivervale, asesinos en serie y hasta la presencia de La Llorona), pero hay algo en lo que siempre se ha distinguido y que merece la pena destacar, como es su inspiración en el cine de género clásico y su clara apuesta estética.
La primera temporada de ‘Riverdale’americana film tomaba esa atmósfera de Americana y le daba un giro a lo Twin Peaks con el asesinato de Jason Bloom
Parte de esas dos características vienen por su material original. Los cómics de Archie que la serie adapta empezaron a publicarse en la década de 1940 y han sido siempre un epítome de la Americana más típica, la del idílico pueblo pequeño de los 50. En 2013, cuando sus responsables quisieron renovarlos para atraer a un público nuevo, ficharon como director creativo a Roberto Aguirre-Sacasa, guionista y dramaturgo que había escrito en la universidad una obra de teatro sobre un Archie homosexual y que había escrito para series como Glee y Big Love. El mayor éxito de Aguirre-Sacasa fue una línea alternativa de cómics de terror, Afterlife with Archie, y su experiencia con las viñetas era un gran activo a la hora de trasladarlas a televisión.
Entre el melodrama y el thriller
La primera temporada de Riverdale tomaba esa atmósfera de Americana y le daba un giro a lo Twin Peaks con el asesinato de Jason Bloom, uno de los chicos más populares del pueblo y miembro de una importante familia que ha amasado su fortuna con el sirope de arce. La investigación de su muerte va destapando todos los oscuros secretos del pueblo, incluido un lado peligroso de Betty, la vecina de al lado y amiga desde la infancia de Archie; los tejemanejes ilícitos de la familia de Veronica, que llega nueva al pueblo; la historia familiar de Jughead, que quiere ser escritor, y hasta un affaire clandestino del propio Archie con una de sus profesoras.
Aquella primera temporada ya dejaba bien claro cuáles eran sus inspiraciones desde los mismos títulos de sus episodios, todos provenientes de películas, desde Sed de mal a El dulce porvenir, y era muy fácil identificar, por ejemplo, que la banda de moteros a la que pertenece el padre de Jughead podría haber tenido como jefe al Marlon Brando de Salvaje. El melodrama de Douglas Sirk y el terror de los 70 y 80 se daban la mano sin problema en unos episodios que, en su fotografía, jugaban con los neones de Pop’s, el diner donde los chavales del pueblo pasan el rato, y la neblina que parecía poblar constantemente tanto las calles de Riverdale como los pasillos del instituto.
Como muchas otras producciones de Berlanti que adaptan propiedades con una larga historia, es muy consciente de quienes estuvieron antes y siempre tiene algún guiño hacia ellos
Ver un episodio de la serie enseguida conjura imágenes de esas películas de género, ya sean el clásico slasher ochentero ambientado en un bosque solitario o una historia de folk horror con sectas y hasta brujas, a lo El hombre de mimbre. Y las tramas se empapan de esos mismos referentes; el terror de los 70 de serie B jamás fue sutil, y si se traslada a la serie el componente sobrenatural de algunos de los cómics, se recuerda que, al fin y al cabo, en sus páginas ya existía el personaje de Sabrina Spellman. Lo que hizo Aguirre-Sacasa con otra de las ficciones ambientadas en este universo, Las escalofriantes aventuras de Sabrina, fue despojarla del recuerdo de la sitcom juvenil de los 90 por la que muchos espectadores la conocieron inicialmente y, también, pasarla por el tamiz estético de ese terror de los 70.
Ídolos juveniles de ayer y siempre
El otro gran referente de Riverdale es el propio género juvenil de los 80 y los 90. Es algo que se nota en su reparto, con Luke Perry (Sensación de vivir) y Molly Ringwald (la reina de las películas de John Hughes) como los padres de Archie y Skeet Ulrich (Scream) como el progenitor ausente de Jughead. Para redondear sus homenajes, hasta tiene a Mädchen Amick como madre de Betty para que la inspiración en Twin Peaks sea completa: incluso incluyó en un episodio un plano idéntico al famoso de Bob acercándose a la madre de Laura Palmer por encima del sofá.
Riverdale, como muchas otras producciones de Greg Berlanti que adaptan propiedades con una larga historia detrás, es muy consciente de quienes estuvieron antes que ella y siempre tiene algún guiño hacia ellos. En sus historias estaba más presente la sombra de Rebelde sin causa y el cine de género sin complejos de hace tres o cuatro décadas que los propios cómics de Archie o hasta las tendencias actuales de las ficciones juveniles. El cuadrilátero amoroso entre Archie, Betty, Veronica y Jughead ha dado muchas vueltas y conocido diferentes iteraciones (incluido un giro final que, francamente, es la única resolución posible) y, en realidad, la única historia de amor con la que la serie ha tenido siempre muy claro que no iba a jugar era la de Cheryl y Toni.
Ha podido haber brujas (con aparición especial de Sabrina Spellman, por supuesto), líneas temporales alternativas, asesinos casi sobrenaturales, peleas de bandas más propias de West Side Story, episodios musicales que han adaptado desde Heathers a Carrie (dos musicales que fracasaron en sus estrenos en Broadway, sobre todo el segundo), tramas sobre incestos y bebés robados y otras que parecían sacadas directamente de las películas de exploitation que adora Quentin Tarantino. Pero lo que no se podía negar es que era siempre una serie que lucía espectacularmente bien.
Como muestra vale cualquier escena nocturna que se desarrollara en Pop’s, donde los colores del neón de su cartel aportaban un toque estético digno de destacar. O los episodios donde la trama transcurría directamente en la década de 1950. A veces, se echa de menos que una serie se preocupe tanto por lo visual. Ser lo que los los angloparlantes llaman “eye candy”, un caramelito para los ojos, es algo que no hay que menospreciar.