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No es fácil encarar una serie deportiva como Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers siendo un fan acérrimo de sus máximos rivales históricos, los Boston Celtics. Pero son cosas que suceden cuando la ficción se aproxima demasiado a un tema, como el deporte de equipo, en el que los sentimientos, las filias y las fobias están a flor de piel. El día que hagan una serie de ficción sobre el Real Madrid –y ese día llegará– me tocará esconderme debajo de la tierra. Pero no nos preocupemos por eso ahora.
La nueva serie de HBO propone, pues, un reto existencial para este humilde crítico que, como poco, ha intentado hacer algo similar a lo que hacen los protagonistas de Separación: dividir mi mente en dos, la del crítico y la del seguidor de los Celtics. Porque si de verdad eres de un equipo, del deporte que sea, lo eres para siempre. Como dijo Eduardo Galeano, “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no de equipo de fútbol”. Aplicándola al baloncesto NBA y a las series, me atrevo a decir que ninguna serie me hará cambiar de equipo, por muy buena que sea.
Si en un mundo imaginario las series de ficción sumaran puntos para ganar ligas, estaría muy preocupado.
Y Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers es muy buena. Quiero que triunfe, la veáis y que tenga más temporadas. Pues, por encima de todo, es un retrato fantástico de una época crucial para la historia del deporte de la canasta. Una colección de personajes complejos, luchando para sacar adelante una visión propia del juego. Por convertir una franquicia perdedora en una dinastía triunfante. Y eso es fascinante.
Me da igual que su éxito pueda generar una nueva oleada de fans de la franquicia angelina. Aunque se trata ya de por sí, de la más popular de la NBA, en una temporada en la que –ahora sí– los Celtics están mucho mejor que los Lakers. Empatadas las dos franquicias a 17 títulos, solo si los Celtics ganan este año la NBA –y sé que con esta frase estoy gafando al equipo y no me lo perdonaré nunca– podré estar tranquilo. Porque, si en un mundo imaginario las series de ficción sumaran puntos para ganar ligas, estaría muy preocupado. Ya que, para mí, crítico de series y aficionado a los Celtics, ahora mismo los Lakers de la ficción de HBO van ganando. Y por mucho.
Pero, por suerte, me gusta pensar aquello que algunos atribuyen a Jorge Valdano y otros a Arrigo Sacchi, sobre que “El fútbol es la cosa más importante entre las cosas menos importantes». Y no solo la aplico al deporte profesional en general. También a las series, que son ahora mismo la cosa más importante de las cosas menos importantes de la vida. Gracias a ello, puedo realizar ejercicios de respiración, calmarme y analizar, como buen profesional, esta magnífica serie sobre mis acérrimos rivales basquetbolísticos.
Pero antes dejemos las cosas claras
Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers llega con el cartel de ser la nueva serie de Adam McKay. El director de La gran apuesta, El vicio del poder y la reciente No mires arriba se está consolidando, desde que dejó la comedia más pura y dura, en el sátiro oficial de Hollywood. Para mí, la primera etapa con clásicos modernos como El reportero o Hermanos por pelotas sigue siendo su mejor faceta, pero hay que reconocer que se está convirtiendo, por derecho propio, en uno de los dominadores del panorama actual.
Sus películas consiguen atraer a toda la constelación de estrellas de Hollywood y, como productor, está detrás de una de las series del momento, Succession. Con Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers, el estilo visual y narrativo de McKay, que se distingue por ser una versión más agresiva y ultravitaminada del estilo Scorsese de films como Uno de los nuestros y El lobo de Wall Street, es llevado al límite para contar la historia de sus queridos Lakers.
Y digo esto porque, por muy sátiro que sea McKay, no esconde su legítimo partidismo en todo lo que hace recientemente. Su escoramiento a la izquierda del partido Demócrata marca la visión descaradamente política de sus recientes películas. Que conste que me parece bien, no quiero parecer condenatorio. Pero siendo sus recientes películas sátiras como son, muchas veces se olvida de disparar a todos lados –como debería hacer un buen sátiro– para centrarse en hacerlo hacia un solo lado.
En Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers estamos ante un tema, afortunadamente, tan liviano como el deporte profesional, pero ese partidismo sigue siendo igual de descarado. Tanto que empaña –y ya que yo también voy a ser partidista aquí– la representación que realiza del baloncesto norteamericano.
En línea con su postureo progre y molón, la serie usa el reduccionismo ideológico actual para limitar esa oposición Celtics/Lakers a un enfrentamiento racial.
En sus adrenalíticos primeros episodios, la serie despliega todo su potencial formal. Pero lo hace presentar una «pseudorealidad para dummies». La que nos vende lo modernos, progresistas, molones y revolucionarios que pueden ser los de California. Como decían en South Park, allí creen que sus pedos huelen a perfume y que, por descontado, incluso armando un equipo de básquet son la leche. Y de ahí que, para presentar la “misión” de Jerry Buss (John C. Reilly), el nuevo propietario de los Lakers en 1979 (año en que se ambienta la serie) ante el público general se utilice a los Celtics como lo contrario de todo lo que representan. A nivel de relato, chapó.
Y ese juego de contrarios está fundamentado en una realidad deportiva, no nos equivoquemos. Celtics y Lakers son dos caras de una misma moneda, dos maneras de entender el baloncesto. Sobre todo a partir, precisamente, de la llegada de Buss a los Lakers y la elección de Earving “Magic” Johnson en el draft de 1979. Hasta entonces los Celtics representaban la hegemonía de la liga. Y encima se habían llevado en el draft al otro gran prodigio del momento, Larry Bird.
El establishment está representado por el equipo de Boston y personalizado en el mítico Red Auerbach (Michael Chiklis), la persona más laureada de la historia de la NBA con 16 títulos como entrenador y ejecutivo. En 1979 Auerbach era el General Manager de la franquicia y su estandarte. La imagen de ‘Red’ encendiendo un puro en las celebraciones era icónica. Y su reputación como tipo duro y antipático con los rivales le precedía. Los Celtics eran los reyes de una NBA en la que, en 1979, los “orgullosos verdes” lideraban el palmarés con 13 títulos en 14 finales. Los Lakers llevaban seis. Cinco de ellos ganados aún como Minneapolis Lakers. Sí, son tan auténticos en Los Ángeles que compran los equipos –como los Dodgers de Béisbol–.
Pero si vas a jugar esta carta racial, por lo menos no escondas la realidad de esta forma.
Los Celtics, Auerbach e incluso un pipiolo Larry Bird son presentados como algo rancio, blanco y senil. Ni que Jerry Buss fuera negro, pobre y joven –no lo era– . La retórica del underdog contra el bully es muy potente narrativamente y Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers hace bien en explotarla. Pero extradeportivamente no cuela.
En línea con su postureo progre y molón, la serie usa, en más de una ocasión, el reduccionismo ideológico –tan de nuestros tiempos– para limitar esa oposición Celtics/Lakers a un enfrentamiento racial entre la América Negra y la América Blanca. Con sus pequeñas injerencias estéticas en forma de insertos visuales y carteles dinámicos, se reduce el enfrentamiento Magic Vs Bird a un choque racial. Como si esta fuera una extensión de la fricción racial de la que actualmente se habla tanto.
Y en ese terreno, por mucho que quieran hacer pintar de racistas a los Celtics –y a Boston, por extensión–, la serie tiene las de perder. O debería ser así. Los que sepan de historia de la NBA no caeran en la trampa de los creadores de la serie pero una gran cantidad de espectadores no tienen porqué conocer esa misma historia y se quedarán con la superficialidad conflictiva que plantea Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers en esta particular retórica.
Ante una serie como ‘Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers’ es difícil no caer bajo el embrujo del brillo de la purpurina dorada y púrpura
A saber: los Celtics fueron la primera franquicia de la NBA en alinear un quinteto titular exclusivamente afroamericano. Fue el 6 de diciembre de 1964 cuando Red Auerbach hizo historia. El entrenador sacó a la cancha de los St Louis Hawks de Missouri un quinteto con Bill Russell, Sam Jones, KC Jones, Tom Sanders y Willie Naulls. Los cinco titulares negros rompieron el “pacto de caballeros” o “ley no escrita” imperante en aquella década entre las franquicias NBA por la que siempre debía haber un mínimo de un titular blanco en los quintetos iniciales.
Pero los méritos de la franquicia céltica en materia de igualdad racial no acaban ahí. Los Celtics fueron el equipo de la primera gran estrella negra de la liga, Bill Rusell y también fueron pioneros a la hora de poner un afroamericano como entrenador. Precisamente Bill Rusell, que ganó dos anillos como entrenador –contra los Lakers, claro–. Él fue el primero en entrenar y el primero en ganar.
Si nos ponemos aún más espléndidos, incluso durante la década de los 80 que retrata la serie, los Celtics ganaron 2 de sus 3 anillos de la época de los Lakers de Magic con un entrenador negro. En ese caso, fue el también ex-jugador KC Jones. Y el último título de los Celtics, hace ya 14 años –¡14 años!– fue con Doc Rivers, también afroamericano. En la NBA hay actualmente 13 entrenadores negros de un total de 30 equipos. Algo imposible de ver durante años y que aún parece poco. Pues es descarado el contraste que hay entre el color de piel de los entrenadores con el color mayoritario de los jugadores.
Soy consciente que estoy pecando también de reduccionista como McKay y su serie. Y que, por descontado, la lucha por la igualdad racial no debería ser una cuestión competitiva. Esto no trata de reclamar quién ha hecho más méritos. Nadie le debe nada a los Celtics en este aspecto, ni mucho menos. Lo que importa es que se produzcan estos avances raciales, no quienes lo protagonizan. Pero si vas a jugar esta carta racial, por lo menos no escondas la realidad de esta forma.
Cómo dejé de preocuparme y empecé a amar a los lakers de los 80
Ha quedado ya claro que los Lakers de Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers son muy MOLONES mientras que los Celtics, por muy buenos que sean, son unos RANCIOS. Por suerte, avanzando en mi visionado de la serie me he encontrado a mí mismo abandonando las trincheras del partidismo. Poco a poco, me he sumergido en la fascinante historia que nos quieren contar los creadores de la serie, Max Borenstein y Jim Hecht.
Jerry Buss es un soñador con una idea clara de lo que quiere hacer. Y C. Reilly lo encarna a las mil maravillas.
A medida que progresa la serie, es cuando sale a relucir el espíritu de crónica histórica deportiva del libro en el que se basa la misma, ‘Showtime: Magic, Kareem, Riley and the Los Angeles Lakers Dynasty of the 1980s’ de Jeff Pearlman. Así, la serie gana en complejidad y sutilizas. Buscándole un título a lo que me pasaba viendo la serie en mi dicotomía de crítico y seguidor Celtic –de nuevo, que bien me hubiera ido hacerme una Separación como la de la serie de Apple– no podía dejar de pensar en el bonito e interminable subtítulo de la clásica sátira de Kubrick Dr. Strangelove.
Ya sabemos que nunca seré un Laker. De equipo nunca se cambia uno, como decía Galeano. Pero ante una serie como Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers es difícil no caer bajo el embrujo del brillo de la purpurina dorada y púrpura. Por una lado, la propuesta formal y estética de la serie –combinando imágenes que evocan la estética vídeo de la época con la estética del celuloide– me parece muy lúcida y acertada. Aunque a mucha gente le puede sacar de la narración.
Por otro lado, las estupendas actuaciones de todo el reparto hacen que la serie merezca mucho la pena. John C. Reilly está quizás ante el papel de su vida como Jerry Buss, el millonario self made que no tiene suficiente con vivir como un Playboy y poseer un imperio inmobiliario. Buss es un soñador con una idea clara de lo que quiere hacer. Y C. Reilly lo encarna a las mil maravillas.
Por eso no duda en cambiar todo lo que posee por un equipo en decadencia, en una liga deficitaria. En el momento que su personaje se hace cargo de la franquicia, la dinámica perdedora se va rompiendo y a día de hoy, sus herederos tienen en sus manos a la franquicia más famosa, más dominadora y que ahora sí, representa al establishment más odioso. Por suerte, la vida son ciclos. Y los últimos 35 años de gafes en los Celtics darán algún día para otra buena serie. Ese es mi consuelo.
Sin la época del ‘Showtime’ de Magic y los Lakers, probablemente la NBA no tendría la buena salud que tiene ahora.
Es en la visión personal de Buss que la retórica del cambio sí tiene fundamento en la serie. Donde el paso del blanco y negro al color tiene todo el sentido del mundo. Al fin y al cabo –para bien o para mal– Buss tuvo muy claro que el deporte profesional en Estados Unidos debía ser un espectáculo a la altura de Hollywood. De ahí salieron iniciativas como las celebrities a pie de pista a lo Jack Nicholson, las cheerleaders espectaculares y sobre todo, que el juego fuera jugado de una manera atractiva, a la ofensiva. En definitiva, si el equipo juega bien y bonito, el público vendrá. Y si se gana jugando bien, el placer es doble. Y ante eso solo puedo rendirme. Como barcelonista criado entre el cruyffismo y el guardiolismo –sin renunciar a dosis de vangaalismo– esta es una idea demasiado potente como para no apreciarla.
Como crónica deportiva, Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers es impecable. Nos retrata a un grupo de personajes bien dibujados que se esfuerzan por romper una dinámica viciada y crear algo memorable. La serie sabe profundizar en las motivaciones psicológicas y emotivas de cada uno de los personajes involucrados. Elige muy bien qué conflictos potenciar. No se esconde a la hora de reflejar los excesos de la época, ni las peleas de egos que plagan cualquier vestuario.
Además, articula muy bien la dimensión social, mediática y política del tiempo que está retratando. Los Estados Unidos de Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers son los que están dejando atrás la fiesta loca de finales de unos 70 post Watergate, post Vietnam y post Crisis del Petróleo y entrando en los 80 de Reagan, del neoconservadurismo, la epidemia del SIDA –con el caso de Magic en el horizonte, tal y como planta la primera escena de la serie– y la expansión de las corporaciones como mandamases de facto del país.
En una época en la que la NBA venía de años de vacas flacas, la filosofía de Buss y sus Lakers ayudó a que, en esa dinámica ultracapitalista, la liga eclosionara a nivel de público, tanto en Estados Unidos como internacionalmente. La visión expansiva que tuvo el comisionado David Stern, empieza en cierta forma con Buss. Sin la época del ‘Showtime’ de Magic y los Lakers, probablemente la NBA no tendría la buena salud que tiene ahora. Y quizás estrellas como Jordan, Bryant o Lebron James no hubieran tenido un escaparate como este.
John C. Reilly está acompañado por excelentes intérpretes, con mucho callo, como son Tracy Letts, Jason Clarke, Sally Field, Julianne Nicholson, Brett Cullen, Rob Morgan, Gaby Hoffman y Adrien Brody. Y debutantes que aportan frescura y credibilidad como gran parte del elenco que da vida a los jugadores de los Lakers. Ahí están Quincy Isaiah interpretando a Magic Johnson, DeVaughn Nixon como Norm Nixon o Solomon Hughes como Kareem Abdul-Jabbar. Un jugador éste que, por su postura política –esta sí, lo contrario del postureo– representa un modo de ver el éxito deportivo distinto. Y muy loable.
Además, la primera temporada de Buss al cargo de los Lakers fue tan extraordinaria a nivel de acontecimientos –me reservo los spoilers, aunque sean wikispoilers de dominio público–, que dan para una primera temporada excitante para cualquier tipo de espectador/a. Porque, aunque los elementos deportivos y de conocimiento intrínseco del juego hacen que esta sea una serie ideal para fanáticos del básquet, lo cierto es que todo lo demás juega a favor de que el público menos atraído por el deporte disfrute igual con esta serie. Tiempo de victoria: la dinastía de los Lakers, por encima de todo, nos habla de una época irrepetible. Y de una serie de acciones que explican parte del mundo (deportivo) que tenemos hoy en día.