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Tiembla, Stendhal, allá donde estés. Un cineasta italiano que responde al nombre de Paolo anda empeñado en redefinir los límites del síndrome que lleva tu nombre, ese que se traduce en palpitaciones, alucinaciones y vértigo ante una sobredosis de obras maestras del arte. Explorando la basílica de San Pedro, la Capilla Sixtina y otros epicentros del placer visual, Sorrentino amenaza con provocar alucinaciones entre la audiencia. Al estrenar The Young Pope, la serie de diez episodios para Sky Atlantic, HBO y Canal Plus, el director más esteticista del cine contemporáneo unía en una misma producción las dos vías de investigación ya conocidas por sus fieles. Por un lado, la recreación más vistosa posible del rutinario dolce far niente, la constatación que la odisea sedentaria de un pijo caprichoso y aburrido aquejado de crisis existenciales propias del Primer Mundo llamado Jep Gambardella es capaz de proporcionar momentos de gran belleza a espectadores de todas las clases sociales.
Sin duda una de las capitales mundiales de los rituales cargados de simbolismo y vacíos de contenido es el Vaticano; Sorrentino retrata con la misma intención juguetona un aquelarre discotequero al ritmo de Raffaella Carrá que un cónclave cardenalicio, situando en un mismo plano a medio camino entre lo bizarro y lo sensual a gogos y purpurados. En el otro plato de la balanza sorrentina nos encontramos con el escrutinio de los resortes del poder en sus aspectos más íntimos, mugrientos y mundanos. Teniendo en cuenta que Il Divo Giulio Andreotti ya fue examinado con éxito en su momento por la lupa de aumento del director, con más precisión que su posterior retrato de Berlusconi, algo lastrado por la fascinación que despierta en algunos la frivolidad congénita del personaje, penetrar en el corazón (o el cerebro) de la Iglesia Católica era cuestión de tiempo.
En la mezcla de estos dos elementos, pese a situarnos en un Estado omnipotente recorrido por corrientes geopolíticas subterráneas de tomo y lomo, la serie protagonizada por Pío XIII se decantaba claramente por el oropel audiovisual. Cada uno de los planos de esos primeros diez episodios estaba medido con escuadra y cartabón, envuelto entre sedas para llegar hasta el espectador como aquel regalo que no por esperado tenemos menos ganas de descubrir. La puesta en escena de Sorrentino es lo más parecido a una danza sin coreografía aparente o un musical sin partitura (pese a que el mimo al elegir los temas de la banda sonora es innegable). El director italiano filmaba embelesado todo aquello que le rodeaba, buscando generar el mismo efecto al otro lado de la pantalla. Jamás los jardines vaticanos lucieron tan llenos de vida.
A la hora de hurgar en los previsibles escándalos de una producción laica sobre la institución papal, The Young Pope (HBO España) optaba por la confusión más espiritual que política, por situar en el centro del tablero a Lenny Belardo, un enigmático Jude Law que transmitía mucho más con sus silencios que con sus diatribas. Incluso cuando le oíamos decir que no creía en Dios, atormentado por su trauma de infancia, el huérfano Pío XIII se estaba guardando un as en la mitra, parapetado tras una sonrisa perenne de soslayo propia de aquellos poco acostumbrados a hablar claro, a través de parábolas. El inicio de su papado nos resultó tan desconcertante como al resto de personajes, con sus reticencias a ser visto en público y unas medidas conservadoras poco acordes con su edad.
El potencial provocador de la serie cedió en todo momento a la belleza de las imágenes, a una trama voluntariamente atascada y a un Jude Law tan seductor como ambiguo. Ni tan siquiera el astuto y entrañable cardenal secretario de Estado Angelo Voiello, un espléndido Silvio Orlando ataviado con una falsa verruga prostética en la mejilla (escogida entre veinte modelos diferentes), funcionaba como cicerone que nos condujera por los pasillos vaticanos más ocultos. De él conocíamos más a fondo su pasión por la Venus de Willendorff y por el equipo de fútbol del Nápoles, no necesariamente en este orden, que sus maniobras subrepticias para tenerlo todo legato e ben legato. Al final, a un poeta de la imagen no le podíamos exigir una denuncia documentada de los agujeros financieros de la capital del catolicismo; nos conformábamos con la exposición subjetiva de los vaivenes emocionales de unas cuantas almas atormentadas… y con la sospecha de que, en cualquier momento, la congregación de monjas podía arrancar a bailar ostentosamente.
‘The New Pope’ pretende ser una ficción algo más política que su predecesora y un poco más ágil
Todo llega a su debido tiempo. Finalmente, en los títulos de crédito de The New Pope, secuela de aquel éxito del año 2016, las monjas se sueltan el pelo y danzan de manera insinuante entre cruces de neón, como si fueran invitadas de lujo a una farra organizada por Gambardella. Sólo faltaría que Pepe Navarro saliera de dentro de un confesionario para creer que asistimos a un nuevo programa con el sello de Mediaset, algo así como Esta noche cruzamos el Tevere. Pasamos del desfile de un Jude Law insultantemente seguro de sí mismo entre cuadros en llamas a una sesión de baile para novicias sin prejuicios, lo que no es un cambio gratuito. Basta recordar la primera escena, en la que la monja custodia de Pío XIII, intubado y postrado por un coma, decide aliviarse sexualmente ante la vista de los pectorales del Papa, como seguramente harían muchas mujeres y algunos hombres que compartieran habitación con Jude Law.
Más allá de esta provocación casi ingenua, los nuevos episodios desplazan levemente el centro de gravedad hacia los personajes femeninos, dotándolos de mayor profundidad. Tanto Sofia Dubois (Cécile De France), la experta en mercadotecnia religiosa, como la piadosa Esther (Ludivine Sagnier), la mujer que atribuye su embarazo a la intervención milagrosa de Pío XIII, crecen ante nuestros ojos, aunque la segunda se ve embarcada en una trama insoportablemente sórdida. Sin olvidar el delicioso cameo de una de las actrices más inteligentes del Hollywood de las últimas décadas, Sharon Stone, una presencia alborotadora entre tanto voyeur con sotana. Pero es que además las mismas monjas que mencionaba más arriba son las impulsoras de otro seísmo, la amenaza de huelga en demanda de una igualdad real en el Vaticano. Tan sólo por este detalle entre muchos otros podemos apreciar que The New Pope pretende ser una ficción algo más política que su predecesora. Y un poco más ágil. Sorrentino y sus guionistas se mojan, dejan de nadar y guardar la casulla. El goce estético sigue estando allí, pero el mensaje cala más hondo.
Se podría alegar que este cambio sustancial tiene que ver con el relevo del Sumo Pontífice. Estando Pío XIII fuera de juego, y tras un breve papado sorpresa que subraya la capacidad de la curia de generar anticuerpos ante cualquier ataque de humildad y regreso a las raíces del cristianismo, conocemos al aristócrata británico Sir John Brannox. Pero sería injusto atribuir únicamente al trabajo certero de John Malkovich todos los aciertos de esta nueva producción, en comparación con la que protagonizaba Law. Al fin y al cabo, parece que para Sorrentino cualquier candidato a heredar el sillón de Pedro debe ser un tipo melancólico y reflexivo, marcado por un trauma de juventud, de esos que miran al horizonte tras la ventana llueva o haga sol. Da igual que seas Pío XIII, retrógrado en las formas y el fondo, como el futuro Juan Pablo III, defensor de la vía intermedia. Ya lo dice éste en su conversación con la actriz de Instinto básico: la Biblia no se puede actualizar como si fuera un Iphone.
Ciertamente las diferencias entre Law y Malkovich son de matiz; si acaso, el primero es más cool y está más fibrado, como se encargan de apuntar las secuencias oníricas en bañador que sirven para introducir un par de capítulos, y el segundo arrastra el hálito de la tragedia shakespeariana tras esos ojos contorneados con rímel. Sea como sea, hay algo en The New Pope que eleva la calidad de la propuesta y que no tiene que ver necesariamente con el nuevo protagonista. No es que The Young Pope no mereciera la pena… es que The New Pope es mejor.
Las cuestiones morales que le interesan a Sorrentino tienen que ver más con los tribunales espirituales que con los penales
En la primera serie, ya que no podemos hablar de temporadas porque hay cambio de título, uno de los temas de fondo era la pederastia. Una referencia desgraciadamente inevitable centrada en la investigación de unas denuncias concretas por parte del cardenal Bernardo Gutiérrez, vehículo de lucimiento para un gran Javier Cámara. Con este personaje ha demostrado sobradamente lo que aquí ya sabíamos, que es un actor de primer nivel, tan eficaz en su dominio del inglés como conmovedor en su manera de reaccionar ante los desvaríos de uno y otro Papa. No todos los grandes de la interpretación saben escuchar como lo hace Cámara. En esta ocasión, Sorrentino mantiene los abusos sexuales al fondo del cuadro y añade una mirada inquietante al terrorismo como eje de un choque de religiones.
Otro hilo conductor evidente, ya apuntado, ha sido el de la lucha de la mujer por la dignidad escamoteada durante siglos, también en la Iglesia. Más político imposible. Como también lo son las referencias al posible fin del celibato y a la homosexualidad de parte del clero. O, esta vez sí, la aparición de un siniestro director financiero del Vaticano, el marido fetichista de Sofia Dubois. Curiosamente, la serie se detiene menos en sus tejemanejes contables que en las fiestas sexuales que se monta junto a un cardenal y un político de primer nivel en una oscura sala abovedada como tantas otras deben alzarse alrededor de la plaza de San Pedro. Será porque las cuestiones morales que le interesan a Sorrentino tienen que ver más con los tribunales espirituales que con los penales.
The New Pope se ha centrado en las dudas existenciales de Juan Pablo III, manteniendo a su predecesor como una presencia fantasmal, un primus inter pares convertido en testigo mudo de las miserias mundanas de sus semejantes. El previsible despertar de Pío XIII, a la espera de asistir al clímax del enfrentamiento final entre los dos Pontífices, ha dado pie a una nueva reflexión mística sobre los límites del azar y la fuerza de la fe. Con estos mimbres, unas gotas de delirio y el talento ya conocido en la puesta en escena, a Sorrentino le basta y le sobra para mantenernos hipnotizados delante de la pantalla, haciéndonos aceptar un ritmo algo moroso que en manos de otros directores podría provocar más de un bostezo. Acostumbrados a la evolución a trompicones y al cliffhanger metido con calzador de tantas otras series con motor fuera borda, que el transatlántico de The New Pope avance pausado y seguro es de agradecer. Eso sí que es un milagro.