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Toni Garcia Ramon.
Hace un año, mi amigo Òscar Broc y yo arrancamos un delirante podcast llamado Seriefobia. Naturalmente, el proyecto ha ido degradándose y ahora acabamos hablando casi en exclusiva de estupefacientes, enanos y aquel día que me sirvieron un ravioli de semen de cachalote (presuntamente) en un restaurante de Kobe.
Aun así, la idea primordial que alimentaba el podcast era ese entusiasmo incomprensible hacia muchísimas series que no es que lo merezcan, es que hubieran soliviantado a Ghandi o Martin Luther King. Con la llegada del progreso, las plataformas de streaming y la -pomposamente- llamada Tercera edad de oro de la televisión, ha surgido una generación de motivados que ven dos o tres obras maestras a la semana y una veintena al mes. Algunos deben hacerlo para comer, porque al fin y al cabo estamos vendiendo un producto y alguien debe comprarlo. El capitalismo es así, no lo he inventado yo. Hay que comer y las hipotecas no se pagan con rectitud. El día que el patrón oro sea sustituido por el patrón dignidad, revisaremos este concepto.
Luego están los que de verdad creen estar viendo un montón de obras maestras, tipos a los que mi madre (pacifista, y que veía dos series al año) hubiera golpeado con un ladrillo, pero que son genuinos en su entusiasmo y merecen mi respeto: en cierto modo les envidio, porque es bonito que te guste todo y que te guste mucho.
El tercer grupo, con cada vez más integrantes, son los que saben que nos están colocando un montón de mierda en los menús pero venderían a sus padres por otro anuncio, otro banner u otro Instagram Live. No me molesta el modelo de negocio (yo también me vendo de cuando en cuando para comer, y formo parte a menudo del grupo uno, mencionado en el primer párrafo), me molesta esa mirada naif al sector, la absoluta ausencia de autocrítica, ese desprecio al lector/espectador común al que tratas como una zanahoria. Eso sí me molesta.
Los ves empujando sus blogs y páginas en los que todo es lo mejor que han visto en su vida y que -encima- odian la crítica y la disidencia, porque «no hay lugar para el odio en el mundo de las series». No chaval, por supuesto que lo hay, y más que lo habrá si seguís creyendo que eso negro que veis por la tele es caviar y no una tonelada de mediocridad.
Hay tanta basura en la caja tonta que cuesta encontrar tiempo para asegurarte de que no estás perdiendo el tiempo. No voy a negar que hay faros en la tormenta: Alberto Rey, Conchi Cascajosa, Enric Alberó, Isabel Vázquez o Lorenzo Mejino siguen siendo amigos a los que se recurre sabiendo que son insobornables. Pero hay tanto contenido pagado, tanta publi disfrazada de artículo entusiasta, tanto gurú de Hacendado, que cada dos por tres nos cuelan una campaña de algo indecible como si la banda de Chuck Berry hubiera llegado a la ciudad y tuviéramos que calzarnos los zapatos de baile, que a veces dan ganas de bajar a la calle y liarse a cabezazos con los contenedores de reciclaje.
Por eso es cada vez más importante contar con voces a las que no se puede modular con llamaditas, eventos o campañas varias, gente que pueda decir tranquilamente lo que piensa sin miedo a ser barrido por el corporativismo plataformero. Desde que me dedico a esto de hablar de series, solo una vez he recibido una llamada de los poderosos hacedores de contenido (una llamada amable), pero no puedo contar con los dedos de las manos las veces que algunas publicaciones me han reclamado «un tono más comprensivo» con algunos de sus productos. Porque, claro, está en juego que el dinero siga manando.
Repito, ese es el modelo de negocio y ese ha sido siempre el modelo de negocio, pero hay sitio para decir «esto no me gusta nada». Nadie nos ha llamado nunca a Broc y a mí para decirnos nada y cualquiera que escuche el podcast puede afirmar que hemos cruzado con entusiasmo todas las líneas rojas habidas y por haber.
Hay sitio para el despiporre, el faltonismo, la mala hostia y la colleja, porque -paradójicamente- ese es un mundo mucho más sano, incontrolable y fluido. Un mundo en el que no hay que tragárselo todo, en el que hay un montón de series de mierda (lo que te permite disfrutar de verdad las que son buenas; que las hay) y en el que no se puede presumir de ello sin necesidad de mentir a la velocidad de la luz.
Al final, el paisaje audiovisual no puede ser un castillo lleno de cortesanos y los que hablan de esto no pueden ser tipos con mallas y gorras de cascabeles que dan volteretas por el salón de cualquier imbécil con pasta. No es necesario que insultéis a nadie, ni que todo os parezca mal, ni que os vayáis a la plaza del pueblo a decir con un megáfono que -por una mera cuestión de estadística- nunca había habido tantas series de chichinabo. Bastaría con que, simplemente, no os entusiasmarais tanto.