Comparte
Pido perdón. No puedo escribir este artículo para Serielizados [i]. No puedo escribirlo porque no encuentro el momento, porque no tengo la inspiración y porque hablar del octavo arte en los tiempos de su consagración requiere un talento que únicamente poseen los inteligentes, aquellos que son capaces de adaptarse a los cambios. Cambios como los que vive el viejo oficio de escribir una palabra tras otra, y más si es a razón de 60 páginas por semana en Courier 12. Yo no soy inteligente, Wolfgang Amadeus Mozart y Aaron Benjamin Sorkin, sí.
Del primero evidentemente no diré mucho, porque la historia ya se ha encargado de incluirlo en nuestro imaginario colectivo para siempre. Del segundo tampoco; ya he dado las razones para explicar por qué no puedo escribir en Serielizados, así que mucho menos lo haré sobre el que me parece uno de los mejores escritores de guiones de series de televisión de mi generación.
¡Oh, Sorkin! Está de moda ver series de Aaron Sorkin. The West Wing, la película The Social Network y, últimamente, The Newsroom le han dado más audiencia a sus palabras de la que seguramente jamás pensó que llegaría a recibir. O quizás sí que lo pensó, porque si hay algo que no son ni Sorkin ni Mozart es modestos. La modestia es una emoción que, como los drogadictos, no conocen los genios. Y Sorkin fue drogadicto.
Fue tan drogadicto como Danny Tripp en Studio 60, aunque siempre soñó con ser como Matt Albie, y es tan perspicaz e incisivo como Will McAvoy, aunque siempre estuvo enamorado de la aliterativa (Sorkin jamás dejaría la, en apariencia banal, elección de un nombre al azar) MacKenzie McHale. Son los personajes de dos series que, junto a Sports Night, constituyen la trilogía televisiva del guionista neoyorquino y, probablemente, componen la perfecta descripción para entender el trasfondo del medio televisivo que los seriéfilos siempre soñamos.
David Handelman, compañero de Sorkin en The West Wing, dijo de él, en una ocasión de visita en nuestro país, que le hacía sentir como Mozart a Salieri. Pero el trabajo de este escritor va mucho más allá de la ficción sobre el despacho Oval: tres series, separadas por 13 años de historia, y que, sin embargo, se pueden degustar una tras otra. Un itinerario que nos llevará del formato de comedia en media hora de Sports Night, desenfadado, pero ya mostrando lo que Aaron tiene para ofrecernos; a la única temporada de Studio 60, que se hace corta pero intensa; a la hora semanal (sí, por fin, Sorkin ya es un chico HBO, sin-anuncios-mis-capítulos-duran-más) de The Newsroom. Juntas, nos proporcionan más de 54 horas de emociones garantizadas, lo cual ya debería ser suficiente excusa para unas cuantas noches de desvelo.
Series que cuentan con ingredientes comunes, que Sorkin reinterpreta sin rubor en todas: la catarsis inicial del piloto, los speeches, los malévolos intereses de las grandes empresas, las historias románticas contadas (por fin) con estilo, la desfiguración de las definiciones tradicionales de los dos principales partidos políticos estadounidenses, la traslación de sus historias vitales a la ficción y, sí, los mejores walk-and-talk que un judío ha escrito jamás.
Uno de los responsables de Serielizados escribió en una ocasión: “aunque a veces se pase con el azúcar y nos dé situaciones diabéticamente ñoñas, aunque en ocasiones se pase de patriótico americano (con musiquita épica incluida), aunque a menudo sus personajes caigan gordos, y no solo porque sean unos sabelotodo ratas de biblioteca con menos capacidad afectiva que una muñeca hinchable…” Y yo debo responder: Mozart también era empalagoso. La palabra más importante en la cita anterior es “aunque”. La riqueza de lo que escribe Sorkin, la música de Mozart o los chistes de Groucho Marx radican en la elegancia e inteligencia con las que disfrazan la perfección. Pese a todo, a Aaron hay que perdonarle hasta su exagerado patriotismo norteamericano.
Sorkin dijo una vez que le gustaba “el ruido creciente de una cena familiar” en su casa (su padre y hermanos son abogados y fiscales). Explicaba que en la mesa había diálogos argumentativos, rápidos como el fuego y que “aquel que usaba una palabra cuando podía haber usado diez no estaba esforzándose lo suficiente”. Es sólo un ejemplo de su relación con la inteligencia de sus personajes de ficción. Pero, para aquellos que no podemos vivir sin el placer de una réplica emocionada en nuestras vidas diarias, sus líneas se convierten en una victoria sobre la vagueza de los que no quieren esforzarse en descifrarlas.
____________________
[i] Si hay algo que siempre han tenido, tienen y tendrán para siempre en común las obras literarias de ficción desde el “En el comienzo de todo, Dios creó el cielo y la tierra” hasta el “Chicos, voy a contaros una historia increíble, la historia de cómo conocí a vuestra madre” es el plagio. La industria literaria ha inventado, incluso, un eufemismo para nombrarlo, la “inspiración”: http://editorialorsai.com/revista/post/n1_pedro_mairal