Carta a... Michael K. Williams: "Omar's coming Yo!"
R.I.P. Michael K. Williams

Omar’s coming Yo!

Carta de despedida a uno de los actores más emblemáticos de la televisión contemporánea, Michael K. Williams.
omar little michael williams the wire

Se le veía venir y daba igual. A él, a su escopeta Mossberg 500 Cruiser, a su chaleco antibalas y a su actitud de Perseo negro, un semi-Dios a quien no podías tocar. Con él cambió la calle, la tele y la vida: de repente un tipo salido de las esquinas de un barrio por el que pasarías acelerando sin bajar la ventanilla, te daba ganas de asomar la cabeza y afinar el oído. Cuando todos los malos parecían boceteados por un dibujante que se estaba durmiendo y los buenos, obra de un señor distraído con alguna otra cosa, Omar Little resurgió de las cenizas de la ficción para jugar a ser Robin Hood sin que a nadie le rechinara el vodevil.

Ayer por la noche, cuando en Estados Unidos se conoció la noticia de la muerte de Michael K. Williams, el mundo volvió a llenarse de Omar. Por supuesto, como acostumbra a suceder, los sabios del lugar tuvieron a bien recordar a los pobres de espíritu, que Williams había hecho muchas otras cosas, ‘no solo The wire‘. Como si la inmortalidad tuviera muchos padres. Lo cierto es que Little es el Santo Grial de este actor neoyorquino, que empezó como bailarín, siguió en las tablas de un teatro y acabó silbando para anunciar su presencia a los camellos del barrio, con un donaire más propio del que sabe invencible que de un simple ladrón.

Un auténtico truhan: homosexual, socarrón y más listo que cualquiera de sus rivales. Preparado para encajar como un adoquín en cualquier calle de Baltimore, como si siempre hubiera estado allí, tieso como un poste, porque Omar no se agachaba por nadie: Omar no corría ni cuando se le escapaba el autobús.

Hijo de una alianza improbable entre algunos de los mejores escritores del mundo, Omar Little era un milagro de la pluma, parido -probablemente- entre litros de cerveza, improperios y manantiales de mala leche. Un negro que patrullaba el barrio sin perder nunca de vista quién era él mismo. Convertir a un atracador con una cicatriz que le cruzaba la cara y armado hasta los dientes en un enorme signo de interrogación es, sin lugar a duda, el gran hallazgo de un personaje que nunca fue de una pieza: su alma de rompecabezas al que no podías colgar ninguna etiqueta resultaba tan enigmático y perfecto como el famoso círculo a pulso del Giotto.

David Simon (creador de ‘The Wire’) en el Serielizados Fest 2016, escoltado por Omar Little.

Todos queríamos saber más de Omar, ver más a Omar, conocer más a Omar. Cada espectador de The wire era un mirón por su culpa. Y Williams elevaba todo eso con una interpretación repleta de especies, de pochados, de dobles cocciones, de gestos pequeños, de caladas largas, de tipo que andaba por ahí con la inclinación justa para no ser engullido por la gravedad de su propio personaje. Y claro, luego hizo Boardwalk Empire, 12 años de esclavitud y Lovecraft Country y siguió siendo el actor mayúsculo que siempre había sido, pero la alargada sombra del Rey de Baltimore, aparecía cada dos por tres acortándole la sombra.

Lo mejor del caso es que a Michael K. Williams nunca le molestó que cada vez que pisaba la calle, alguien, desde algún lugar, le gritará, ‘Yo, Omar!’. Al contrario, el intérprete siempre reivindicó el peso específico de un monstruo que le había abrazado sin engullir como icono de una comunidad (la afroamericana) cuya freidora de tópicos siempre ha estado a rebosar. Omar, con su sexualidad diáfana, su rutina -a veces- mundana y su capacidad para ser mucho más de lo que uno estaba listo para percibir, rompía la cuadricula en la que la ficción colocaba a cualquier gánster que trabajara las esquinas.

Su muerte deja huérfanos a los teléfilos de todo lo que pudo haber hecho, pero les recuerda también la gigantesca fuerza de la naturaleza que era el actor. El lustro que vivimos con él, pegados a sus botas, fiados al cañón de su escopeta, ocultos tras su chaleco antibalas, nos enseñó más de la existencia que toda la bibliografía de Hobbes. Un viejo dicho italiano dice que «al final del juego, el rey y los peones duermen en la misma caja», pero eso no iba con Omar. Al final del juego, Little cerraba la caja y se quedaba vigilando el maldito tablero.

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