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En 2005 el huracán Katrina, una monumental bestia de categoría 5, barrió la ciudad de Nueva Orleans.
A posteriori, la rotura de los diques que protegían la ciudad provocó que casi el ochenta de su superficie se inundara, provocando una catástrofe aún más acusada que la causada por el propio huracán. De ello han hablado multitud de películas, series y documentales, empezando por la propia Treme y acabando con el descomunal doblete de Spike Lee para HBO con el documental, When the Leeves Broke.
Ha sido Apple TV (esa plataforma que muchos/as creen que es una simple herramienta de marketing y venta que poco a poco empieza a dar puñetazos en la mesa de la credibilidad) la que ha vuelto al terreno para contar una historia que se mete de lleno en las alcantarillas de un desastre engendrado por la naturaleza, perpetuado por el hombre, y finiquitado por la mano de la justicia. Una justicia que no solo es ciega, sino que además tiene cero interés en dejar de serlo.
No hay duda de que el reparto es descomunal y el ensamblaje incluso mejor: Vera Farmiga, Cherry Jones y Michael Gaston se hubieran bastado para derrotar a los nazis y luego volver nadando a Estados Unidos. Con un trío así al timón, es más sencillo moverse por el infierno que solo el ser humano es capaz de crear.
Un recordatorio de que las cosas realmente graves, las que dejan socavones en la historia, no tienen consecuencias para los responsables
Después del huracán está basado en el libro de Sheril Fink, periodista del New York Times, y cuenta la historia del hospital Memorial de Nueva Orleans. El personal médico y los pacientes del mismo se vieron abandonados a su suerte, rodeados de un caos inasumible para un país del primer mundo, durante cinco días. Con poca agua, menos comida, sin electricidad y medicinas racionadas hasta el paroxismo. Lo acaecido allí es uno de los momentos más oscuros de la reciente historia de Estados Unidos. Y también un recordatorio de que las cosas realmente graves, las que dejan socavones en la historia, no tienen consecuencias para los responsables. A veces se concede al respetable una buena cabeza de turco al que colgar de la percha de turno y aquí paz y después gloria.
Lo peor del asunto, y la sensación que rondará la cabeza del espectador hasta mucho después del final de la serie, es que la verdad es una mierda. Nos han vendido que la honestidad es el mejor de los compañeros, que cuando uno se agarra a ella no hay que temerle a nada, pero lo cierto es que no hay nada más agreste, molesto y desagradable que la maldita verdad. La mentira es flexible, agradecida y no te engaña: ya sabes con quién te la estás jugando. La verdad es ese inocente pajarillo que acaba sacándote los ojos.
En Después del huracán, todos están convencidos de ser mártires de la sinceridad cuando en realidad lo único que son es apóstoles de la neo-semántica. Basta con cambiar un par de palabrejas aquí y allá, recordar los hechos con algo de distorsión, sufrir breves episodios de amnesia selectiva y ser extremadamente indulgente con uno mismo. Al final, la memoria es muy bonita si aprendemos a embellecerla lo suficiente y cuando se es el juez de sí mismo las condenas acostumbran a ser leves.
Dirigida con buen pulso, escrita con buen tiento, pensada para resultar inquietante, triste sin ser tramposa, jodida de cojones, Después del huracán es una de esas series que te hacen sentir pequeño, como si te hubieran encerrado en una caja. Escenas como la del perro del gerifalte, la ronda de la doctora Pou con las dos enfermeras para ‘tranquilizar’ a los pacientes; la batida de los ansiosos agentes que quieren evacuar un hospital como el que le dice a un niño que recoja sus juguetes o la desidia de los encorbatados para luchar contra nada que no sea un perrito caliente.
Hay muchísimas bondades en Después del huracán y una de ellas -probablemente la más afilada- es su rotunda voluntad de no emitir juicios éticos. Las barbaridades que uno se ve obligado a contemplar contienen emoción sin condescendencia. No hay villanos obvios, ni malos malísimos. Solo seres humanos contra la pared, arrastrados hasta las mismísimas calderas del averno y obligados a convertirse en dioses de corta y pega. Es lo que sucede cuando uno vive en la parte baja de la pirámide alimenticia, te tragas las sobras, las agradeces con una leve reverencia y sonríes cuando te dicen que no te quejes.
No hay lecciones al final de la serie, solo la garantía de que cuando vuelva a pasar algo así, los engranajes seguirán funcionando del mismo modo
La historia del Memorial es la historia de todas las tragedias: los que la podían haber evitado explican a posteriori y con una mano a la espalda qué habría que haber hecho exactamente para haberlo evitado, en compungidas declaraciones impregnadas de un trilerismo que solo pueden exhibir los muy profesionales, mientras que con la otra mano se aseguran de que todo siga siendo exactamente igual que antes. Abajo, todo son tormentas, gente preocupada, gente hundida, gente que modifica los impulsos eléctricos de sus neuronas para que parezca que todo está bien, para seguir adelante sin sentir el impulso de conducir hasta a un acantilado sin apretar el freno.
No hay lecciones al final de la serie, ninguna cantinela moralista, solo la garantía de que cuando vuelva a pasar algo así, los engranajes seguirán funcionando del mismo modo. Cantaba Tom Waits, ‘If there’s one thing you can say about mankind, There’s nothing kind about man, You can drive out nature with a pitch fork, But it always comes roaring back again’.
Seguro que en el Memorial les suena familiar.