'Galgos', crítica de la serie: ¡Esta familia es un cuadro!
Crítica de la serie (Movistar Plus+)

Galgos: ¡esta familia es un cuadro!

'Galgos', la primera gran apuesta original de Movistar Plus+ en este nuevo año no logra escapar de su condición de 'Succession' de Hacendado aunque en el apartado visual, existe una clara voluntad de distanciamiento.
Galgos

Los Somarriba, la familia protagonistas de 'Galgos' son, efectivamente, un cuadro. 

Con toda probabilidad, ni a Félix Viscarret, director y productor ejecutivo; ni a un lúcido dramaturgo como Pablo Remón; ni a Clara Roquet, ganadora del Goya a la mejor dirección novel por Libertad, a ninguno de ellos ni a ninguno de los que conforman todo el staff creativo de Galgos – a saber: la cineasta Nely Reguera y los guionistas Lucía Carballal y Francisco Kosterlitz – les gustará que en las primeras líneas de cada reseña sobre Galgos asome el nombre de Succession (Jesse Armstrong, 2018-2023) como esa mancha de cereza empeñada en saludarte cada vez que tu jersey cuello cisne, ese que tanto te gusta, sale por la puerta de la lavadora tras el enésimo intento por devolverlo a sus orígenes inmaculados.

Sin embargo, y a tenor de la trayectoria de buena parte de los ejecutivos televisivos españoles, es presumible que en la génesis del proyecto –y mucho antes de que hicieran acto de presencia quienes se encargaron de desarrollarlo– algún responsable corporativo exclamase aquello de “queremos una Succession a la española”, socorrida fórmula tantas y tantas veces aplicada por un sinfín de productoras y/o cadenas a la (equivocada) búsqueda del (supuesto) éxito garantizado por mímesis de uno de esos originales que causaron furor entre los espectadores de ultramar. 

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Los Somarriba en un avión privado, como no.

No nos extenderemos en exceso en señalar los parecidos con la multipremiada serie creada por Jesse Armstrong, pero en Galgos tenemos al clan de los Somarriba que, como los Roy, afronta un vacío de poder en la cúpula de su empresa de bollería industrial –aquí la deposición de su presidente, Emilio Somarriba (Luis Bermejo) en mitad de una crisis empresarial que amenaza con terminar en bancarrota– a la que se suman otros contratiempos tales como la inminente aprobación de una nueva ley del azúcar (que limitará las cantidades y perjudicará al negocio) y el estallido de un caso de sobornos a responsables de agencias sanitarias para que recomendasen los productos de la firma (en Succession esa filtración se imprimía como la crónica de un escándalo de acoso sexual).

La ausencia de un Logan Roy que atraiga, como un Saturno orondo, las fuerzas gravitacionales de un conjunto de órbitas menores hace que todo se tambaleé.

La saga de los Somarriba asume, con ligerísimas variaciones y alguna ampliación, la(s) idiosincrasia(s) de los Roy. Blanca (Patricia López Arnaiz) es nuestra Shiv (Sarah Snook), replicando incluso su forma de vestir, heredera de su capacidad y de su ambición, pero eternamente relegada a un segundo plano. Julián (Jorge Usón) se queda con la torpeza ingenua de Greg Hirsch (Nicholas Braun), alguien que, como él, es y no es de la familia.

La ascendencia de Tom Wambsgans (Matthew Macfayden) se derrama sobre dos personajes. Uno es Gonzalo Díaz (Óscar Martínez), marido de la presidenta in pectore del grupo Galgo, bajo cuya fachada pintada de respeto y decorada con las guirnaldas de los buenos modales se esconde un tipo taimado. El otro es Raul (Francesco Carril), marido de Blanca, máxima expresión del lado pusilánime de Tom, con esa relación ambivalente -de la sumisión a la rivalidad- que tanto recuerda al matrimonio Roy.

Galgos

Patricia Lopez Arnaiz en modo Shiv.

Y después está Guzmán (notable Marcel Borrás), un híbrido entre la rebeldía acomplejada de Kendall (Jeremy Strong) y el descaro inconsciente, aunque menos procaz, de Roman (Kieran Culkin). Tampoco faltan las residencias lujosas –aquí marcadas por la rusticidad estilística del pijerío cántabro– ni los jets privados, ni la reproducción de estampas que la serie de HBO convirtió en lugares comunes (partidas de caza, ceremonias suntuosas). El problema, para ir alejándonos de tan reputado referente sin despegarnos del todo, es que la ausencia de un Logan Roy que atraiga, como un Saturno orondo, las fuerzas gravitacionales de un conjunto de órbitas menores hace que todo se tambaleé.

El desterrado Emilio Somarriba bien podría haber sido esa piedra angular sobre la que levantar un imperio de conflictos, pero su aparente influencia sobre el resto del clan vista en el primer episodio no se traduce en drástica toma de medidas destinadas a consumar una venganza más inmediata que futura contra el resto de sus parientes.

La multiplicidad de puntos de vista, y el vivo interés por dotar de aristas a cada uno de los integrantes del linaje deriva, en primer lugar, en un exceso de personajes, como si la configuración familiar persiguiera apelar a distintos segmentos de la audiencia, con una estrella por cada grupo de edad elegida para seducir tanto a espectadores jubilados (Adriana Ozores y Óscar Martínez) como a los nuevos públicos (María Pedraza), sin olvidarnos de todas las generaciones intermedias: los treintañeros (Marcel Borràs, Francesco Carril), lo que han rebasado la frontera de los cuarenta (Patricia López Arnaiz, Jorge Usón) y los que ya cumplieron medio siglo (Luis Bermejo). 

La relación mejor construida es la de Blanca y Raul, matrimonio de conveniencia que funciona como epítome de la mercantilización de todas las relaciones que aparecen en la serie.

Tan amplio conjunto genealógico se bifurca en un laberinto de relaciones tóxicas que emanan del conflicto principal (¿quién heredará la presidencia y cómo salvará a la empresa de la quiebra?) pero que, o bien lo debilitan (toda la subtrama de la boda de Jimena construida para llegar al clímax deseado, la casi total desaparición de Emilio) o bien no convencen. Si ya resulta poco verosímil que Carmina (Adriana Ozores), la esposa esquinada a presidir una ornamental fundación benéfica, desde siempre apartada de los negocios, se convierta en la cabeza visible del emporio, más difícil de asumir es que, después de décadas de matrimonio, no reconozca los perfiles arribistas de su marido, por más que este se venda como alguien pragmático que siempre guarda las formas.

Son una pareja que parece no conocerse de nada pese a llevar años bajo el mismo techo, un par de perfectos desconocidos que han sobrevivido a su matrimonio ignorándose y mintiéndose, haciendo ver que nunca pasaba nada porque, en realidad, nada pasaba o eso decían los balances contables. Sucede que existe un esfuerzo por explicar su relación –los flashbacks del quinto capítulo– y el desagravio mayúsculo entre ellos, propiciado por la sucesión empresarial, da lugar a un sinfín de estrategias roñosas impulsadas por Gonzalo que sorprenden a su mujer. Y a uno le sorprende que Carmina se sorprenda, porque le cuesta creer que la una y el otro no sepan de qué pie cojean y, sobre todo, no tengan ni la más remota idea de cómo se las gasta su cónyuge.  

Original Movistar Plus+

Oscar Martínez y Adriana Ozores son el matrimonio que preside la empresa Galgo.

La relación mejor construida es la de Blanca y Raul, matrimonio de conveniencia que funciona como epítome de la mercantilización de todas las relaciones que aparecen en la serie. Ella, una tipa de ideas claras, ambiciosa y tenaz; él, un hombre apocado que prefiere dedicarse a la crianza –los dos actores están espléndidos, aunque repliquen roles que ya han demostrado dominar, con ligeras variaciones, en La peste y Un amor– ambos, pese a sus diferencias, siempre dispuestos a jugar la carta del posibilismo con tal de mantenerse en el poder, cada uno ocupando su posición preferida. 

Del guion llaman la atención algunos excesos: Guzmán calibrando sus aspiraciones políticas junto al grupo de asesores de un partido sin nombre que comen marisco mientras debaten sobre apropiarse del argumentario en defensa de la España vacía (¿un guiño a Amén, de Costa-Gavras?); la dimisión de Gonzalo que, pese a ser necesaria y solicitada con vehemencia por su esposa, se posterga tres días porque… hay una pedida de mando; por no mencionar la reiteración de informaciones (que Guzmán es lobista en Bruselas, que a todos les preocupa mucho cerrar la fábrica de Torrelavega) que tornan los diálogos pesados como un yate de 60 metros de eslora y le inyectan cierta parsimonia al desarrollo general de la historia (especialmente en su arranque).

‘Galgos’ es, no obstante, una serie a la que le falta nervio para elevarse como mirada aguda sobre las debilidades de la casta empresarial española.

Eso sí, la inquina entre todos es tal que da a pie a intercambios mordaces, siempre envueltos con una viscosa capa de mala baba: Carmina y Gonzalo desacreditándose mutuamente, afeándose la incultura (él a ella) y la baja cuna (ella a él), o Benito (Antonio Dechent), el consuegro nostálgico de ambos, sacándole partido al estereotipo facha y poniendo de manifiesto que el dinero siempre es más importante que la ideología (por cierto, que el matrimonio homosexual de Jimena no levante ni un arqueo de ceja entre los miembros de una sociedad tan conservadora no sabemos si es la forzada inclusión de un signo de modernidad o una licencia dramática).

Una de las opciones de supervivencia que se le plantean al grupo Galgo pasa por la absorción empresarial y que sus productos otrora tan populares se diluyan bajo el rótulo de la indiferencia de una marca blanca. Existe la tentación de ver esa operación como una metáfora de la propia serie –¿La versión Hacendado de Succession?– si bien es cierto que, sobre todo en el apartado visual, existe un claro distanciamiento.

Galgos

Marcel Borràs es Guzmán, aquí junto a su madre, interpretada por Adriana Ozores.

Aquí Félix Viscarret (y también Nely Reguera) se apartan de la briosa puesta en escena impuesta por Adam McKay en el piloto de la serie estadounidense y optan por un estilo de orden pictórico. Así, al final del primer capítulo observaremos un plano general frontal que ‘retrata’ a toda la familia como si esta estuviese siendo objeto de trabajo de un pintor. Esos lienzos aparecen de manera puntual en cada episodio y funcionan como un retablo compuesto por escenas que ilustran la evolución de las disputas familiares, aunque si retorcemos un poco la idea y la miramos desde un ángulo humorístico esa decisión formal bien podría venir a decirnos que los Somarriba son, efectivamente, un cuadro. 

Hay, también, un minucioso trabajo con el reencuadre y con las composiciones opresivas, denotativas del periodo de impasse y de la situación de bloqueo que atraviesa el clan, casi siempre protagonizadas por Carmina, pues en su condición de presidenta desnortada y coleccionista de puñaladas traperas anda más perdida que un miembro de Greenpeace en Wall Street. Otro tanto sucede con el uso de largos travellings, especialmente en la secuencia final, para mostrar bien la unión de las parejas supervivientes –evitaremos destriparles nada bien para dar cuenta de la debacle de otros, todo ello con ‘Y te vengo a buscar’ de Franco Battiato suturando las imágenes.

Galgos es, no obstante, una serie a la que le falta nervio –el nervio de esa secuencia final, por ejemplo–para elevarse como mirada aguda sobre las debilidades de la casta empresarial española.

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