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En la era del algoritmo y de pretender copiar todo lo que ha tenido éxito en otras partes, una serie como Fachadas, nueva creación de Liz Feldman para Netflix después de su debut con la relativamente popular Dead to Me en la misma plataforma, se asemeja ya desde su inicio a un frankenstein de tono extraño (en un sentido más bien negativo) en el que sus múltiples piezas narrativas no acaban de casar entre sí.
La serie es una comedia negra pero a la vez quiere ser un drama sentido de tragedia familiar, o un murder mystery con flashbacks, giros, secretos y mentiras que la llevan a un contexto más de thriller que, a su vez, rivaliza con sus intenciones de ser también (sí, aún hay más) una parodia algo grotesca de la realidad, con algún que otro tema social incluido, a costa de sus acomodados protagonistas.
Esa obsesión tan literal y evidente con el “¿qué pasó?” acaba haciendo que el castillo se desmorone, en un whodunit en realidad bastante tontaina.
Algo así ocurría ya en The White Lotus, la estupenda serie de Mike White, pero en ese caso su creador era suficientemente inteligente para usar el misterio (esas muertes iniciales tanto en la primera como en la segunda temporada) como gancho autoconsciente, como algo en realidad sin mucha más importancia que le servía para hablar de lo que quería hablar y para satirizar lo que quería satirizar
En el caso de Fachadas (o No Good Deed, su más ocurrente título original), su creadora se toma el misterio más en serio, a pesar de su juego buscado y algo irónico basado en la acumulación de subtramas y cliffhangers (“si eso es lo que quiere el espectador, aquí tenéis dos tazas”, parece decir Feldman), pero esa obsesión tan literal y evidente con el “¿qué pasó?” acaba haciendo que el castillo se desmorone, en un whodunit en realidad bastante tontaina y con un fondo de drama familiar más bien inocuo.
El argumento general de la serie gira alrededor de una casa en venta en uno de los mejores barrios de Los Ángeles, así como en sus posibles compradores, que compiten entre sí para tenerla. Los propietarios están interpretados por Lisa Kudrow y Ray Romano, una elección de actores muy inteligente, teniendo en cuenta que se dieron a conocer con dos series tan populares como Friends y Todo el mundo quiere a Raymond; un territorio, el de las sitcoms, en el que la casa y el hogar siempre han jugado un papel determinante.
Y entre los posibles compradores hay un actor de soap operas venido a menos y su mujer trofeo (Luke Wilson y Linda Cardellini, que ya aparecía en Dead to Me); una pareja de chicas que han probado sin suerte tener un bebé, aunque una de ellas sigue intentándolo a espaldas de la otra (Poppy Liu y Abbi Jacobson, una de las mitades de la excelente Broad City); y un matrimonio heterosexual con la mujer a punto de dar a luz y el hombre, escritor y con bloqueo creativo ante su segunda novela, totalmente dependiente de su madre (el trío formado por Teyonah Parris, O-T Fagbenle y Anna Maria Horsford). Lo que a priori no saben los interesados en la casa es que ahí tuvo lugar un crimen sin resolver que conmocionó a la pareja protagonista, y que será el elemento central del relato.
El exceso de subtramas y giros inesperados no funciona ni siquiera desde la autoconsciencia, y las bromas se ven a la legua.
En todo este caos coral aún hay que añadir, además, al hermano del personaje de Romano (interpretado por Denis Leary, mítico protagonista de Rescue Me: Equipo de rescate), recién salido de la cárcel; al encargado de vender la casa (Matt Rogers, conocido por su podcast Las Culturistas junto con Bowen Yang) o a la amante del personaje de Cardellini, a quien da vida Katherine Moennig, la recordada Shane de The L Word.
Tristemente, la serie desaprovecha este reparto de «All Stars» televisivos en el que solo acaba destacando Kudrow (ya demostró en la genial The Comeback lo buena actriz que es), en un papel contenido que acerca la serie al drama. El resto poco pueden hacer con el material de partida: Cardellini parece estar en una serie distinta, Jacobson juega sin éxito con el humor físico, Leary está totalmente desubicado y Rogers está pasadísimo.
Lo que sí tiene a su favor la serie es el interesante juego cómico que propone con las elipsis rápidas e inesperadas, ubicadas normalmente entre un capítulo y otro.
El exceso de subtramas y giros inesperados no funciona ni siquiera desde la autoconsciencia, y las bromas se ven a la legua (toda la trama de la cocaína) o son directamente desafortunadas (ese momento en el que la vecina cotilla le dice al personaje de Fagbenle que su perro es racista). Y para más inri, cuando la serie intenta tocar temas sociales o humanos se queda demasiado corta (sus comentarios sobre las relaciones familiares, la maternidad, la pareja, el duelo o la lucha de clases), sin interés alguno en incidir en algo más “delicado” como, por ejemplo, el tema de la vivienda, a pesar de ser literalmente el centro de la trama.
Lo que sí tiene a su favor la serie es el interesante juego cómico que propone con las elipsis rápidas e inesperadas, ubicadas normalmente entre un capítulo y otro: una supuesta muerte insospechada o la secuencia de Romano emparedando la habitación secreta, por poner dos ejemplos.
Pero viendo Fachadas se acaba teniendo la sensación de vacío, de estar ante un divertimento sin más (o ni eso), con música omnipresente y catchy para suplir sus carencias formales, guiños a todo lo que se supone que se lleva ahora, como esa trama de true crime al estilo Solo asesinatos en el edificio protagonizada por los personajes de Liu y Jacobson, y un humor menos irreverente de lo que aparenta, siguiendo la tendencia de comedias recientes también fallidas como, por ejemplo, Palm Royale. Hacia el final del relato surge un intento interesante de reflexión sobre la mentira y las apariencias, pero para entonces ya es demasiado tarde.