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El truco de Pam & Tommy es que llegas a ella por las apariencias, con la misma fascinación con la que uno admira una planta carnívora: sus colores, su insolencia, su belicosidad. Pero te despistas un momento, olvidas la verdadera naturaleza de lo que tienes frente a los ojos, y ésta aprovecha el lapsus para quedarse con tu mano. Con las dos, si no vigilas.
Es complicado hablar de la serie sin zarandear el efecto sorpresa que los guionistas han escondido en el arco dramático del show: si el lector no quiere saber nada de nada, que abandone ahora mismo. Ojo, no se trata de un plot twist, más bien de un Rashomon en toda regla, un giro del péndulo que rebate todo lo dicho y visto hasta ese instante.
‘Pam & Tommy’ es brillante cuando juega a reírse y lo sigue siendo cuando tira a matar.
Pam y Tommy arranca con el famoso incidente del carpintero cabreado que dio pie al artículo de Rolling Stone que a su vez ha dado pie a la serie. Lo cual da pie a una reflexión pertinente: ¿se puede hablar de la vida de alguien sin ese alguien? Pamela Anderson escogió no participar, aunque al final ella fuese (y vuelve a ser) la gran damnificada de todo este asunto, inmortalizada como una suerte de estrella porno global mucho antes de que eso fuese posible a una escala semejante. Seguramente, analizar las consecuencias de volver a reabrir la herida sin su consentimiento, daría pie a un artículo mucho más largo y complejo.
Por focalizar, la serie empieza a cañonazos de sitcom. Con Seth Rogen en la piel de un carpintero puteado, con pelazo de Jon Bon Jovi si este frecuentara la misma peluquería que los Lynyrd Skynyrd, tratando de acabar un encargo en casa de la pareja Lee-Jones. Él batería de una banda de glam rock, gilipollas profesional, amante de los tangas de leopardo; ella neumática actriz, icono de la caja tonta gracias a sus carreras arriba y abajo por las playas de Long Beach y Malibú.
La cosa acaba como el rosario de la aurora, el trío parte peras y el personaje de Rogen diseña un plan para vengarse la vieja usanza. Hasta ahí el planteamiento de la serie, muy bien ejecutado, con excelente vis cómica y un cruel retrato de un matrimonio de folladores frivolones, con ningún interés en nada que no sean ellos mismos o su decadente mansión de mierda. Llegados al tercer episodio (hay tres disponibles en Disney + ahora mismo), el espectador/a se habrá hecho ya una cristalina composición de lugar: los buenos, los malos, los reguleros. Todo perfectamente dibujado y completamente inamovible.
A partir de ahí, el show ejecuta una de esas piruetas con doble mortal solo para convencerte de que, quizás, solo quizás, te ha estado tomando el pelo. Que todo ese despliegue punk de sexo, drogas, pirulas y fiestas era solo una de las muchas caras de una pareja poliédrica. Y la cosa no se queda ahí, porque cuando Pam & Tommy carga la escopeta, más vale que corras. Y rápido.
Y ahí reside la endemoniada habilidad de este culebrón con hombreras: que es capaz de jugar al fútbol y al tenis con la misma clase, sin que parezca que -en ningún caso- anda por ahí intentando entender el juego. Pam & Tommy es brillante cuando juega a reírse y lo sigue siendo cuando tira a matar. Naturalmente, todo eso no sería posible si no fuera por la increíble performance de Lily James, tan metida en el barullo que cuesta no mirarla y pensar que no es Pamela Anderson. Sí, Sebastian Stan, alejándose aquí a una velocidad casi ilegal de su Soldado de invierno que tan famoso le ha hecho entre los fans de Marvel, está magnífico, pero ella es otra cosa. Ella es extraordinaria hasta la extenuación, la bisagra que hace que dos géneros aparentemente antagónicos respiren al unísono en una misma serie.
‘Pam & Tommy’ nos recuerda que, en realidad, cualquiera corre peligro de convertirse en un borrón a pie de página en un momento dado.
Seguramente, si nos hubieran dicho que veríamos una serie como esta y que la veríamos en una plataforma de Disney, hubiéramos empujado a nuestro interlocutor en medio de un furibundo ataque de risa, pero así es el progreso. Si se lo comentaran al buen Walt, es probable que este rompiera la máquina criogénica, solicitara un hacha y procediera a emprenderla contra los responsables.
En esa contradicción primaria reside también el valor de Pam & Tommy: la imagen que conservamos en el imaginario colectivo por lo que se refiere a este par de dos es la de un matrimonio que bucea en libertinaje, un duo consentido, completamente desconectado del mundo. Lo cierto es que hay en el alma del show algo parecido a una lección moral, que se desprende de la observación de un proceso que los mortales no acostumbran a ver: la completa destrucción de eso que llamamos, ‘intimidad’. Una destrucción que viene además acompañada de la losa del juicio público, por la que todos establecemos un retrato preciso del acusado.
Por eso el show desliza bajo el tapete un comodín, como un croupier que lleva años sirviendo a la banca y que la conoce a la perfección, para restregarnos por la cara nuestra propia indolencia a la hora de establecer continuamente quiénes son los buenos y los malos: primero nos da la razón y luego nos recuerda que no deberíamos ser tan crédulos.
Lo hace de un modo sencillo, con recursos que ya hemos visto y simples cambios de perspectiva, pero no deja de ser un bofetón al espectador que espere -simplemente- la contemplación de un asunto que entretuvo a toda una generación de mirones y arrancó la era del sexo casero en cómodo formato doméstico.
La vida sigue, al menos la mayoría de las veces, pero en ocasiones te agujerea con la fuerza de un taladro. Pam & Tommy nos recuerda que, en realidad, cualquiera corre peligro de convertirse en un borrón a pie de página en un momento dado. Cada vez que optamos por ignorar la tremenda exposición a la que estamos sujetos y la rapidez con la que establecemos enemigos y alianzas. Nada nos libera tanto como las estupideces de los demás y nada nos hace tan estúpidos como creer que eso debería liberarnos