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Imagen promocional de 'Cristo y Rey'.
La prensa multicolor -del rosa al amarillo- como mina inagotable de combustible fósil para las ficciones españolas. Si Veneno (Javier Calvo & Javier Ambrossi, 2020) nos explicó los 90 mirándose en late night de Pepe Navarro ‘Esta noche cruzamos el Mississipi’, Cristo y Rey viene a decirnos cómo fueron los 80 buceando en la hemeroteca de la ‘Diez minutos’.
La alianza entre determinados iconos pop y los ecos de sociedad parece ser la fórmula elegida por productoras y plataformas para contarnos España, ese país en el que Jesús Gil es más importante que Marcelino Camacho. Tenemos o tendremos series sobre Miguel Bosé, Nacho Vidal o Camilo Sesto, documentales sobre Locomía o el caso Arny, pero ni una sola ficción sobre Segundo Marey o una miniserie que aborde algún pasaje de la Guerra Civil.
Incidir en ese desequilibrio en la producción no pretende apuntalar ningún prejuicio, simplemente busca señalar una tendencia. Convendría matizar, no obstante, que la elección de esas figuras como epítomes de la patria en detrimento de otras de mayor peso específico dentro de nuestra Historia reciente equivale a una toma de posición.
Al contrario que en Pam & Tommy, en el biopic del domador y la vedette no media distancia irónica alguna ni se ofrece una doble lectura.
Además, y salvo en casos excepcionales, estas dramatizaciones biográficas desembocan en una crónica de hechos consumados, por lo demás ampliamente conocidos y divulgados, que camina por la senda de lo anecdótico sin pisar jamás el terreno vedado del análisis histórico.
Eso no quiere decir que uno no pueda partir de lo popular para diseccionar un país o un periodo concreto de su pasado más o menos inmediato. Lo viene haciendo Ryan Murphy desde 2016 en su antología American Crime Story. Hemos visto ante nuestros ojos como un escarceo sexual se elevaba a crisis de estado para terminar convirtiéndose en un retrato de la doble moral (Un escándalo muy inglés). Pero, para eso, hay que desgarrar el satinado de la fotonovela y mirar de frente la verdad que se esconde detrás de las leyendas del papel cuché.
Este facsímil de la España de la Transición que se quiere trascendente se desinfla en su tímida, por no decir inexistente, lectura del periodo.
Cristo y Rey, la última creación de Daniel Écija para Atresmedia, podría compararse con Pam & Tommy (Robert D. Siegel, 2022). Dos parejas propulsadas al Olimpo de la cultura pop y arrastrados después por el fango mediático. ¿Dónde está la diferencia? Robert D. Siegel se sirve del robo de la cinta erótica protagonizada por la actriz de Los vigilantes de la playa y el batería de Mötley Crue para analizar qué supuso la irrupción de internet con relación al consumo de imágenes, a la privacidad y a la difusión de contenidos.
Al contrario que en Pam & Tommy, en el biopic del domador y la vedette no media distancia irónica alguna ni se ofrece una doble lectura. Vemos una fotocopia en acción real del tempestuoso romance que nos han contado por fascículos las revistas del cuore. Eso sí, estamos ante una fotocopia bañada en una emulsión de seriedad. Porque Cristo y Rey es televisión a la importancia: el uso del archivo, la mimetización de las texturas, la incesante sucesión de rostros conocidos -más falsos cameos a lo Muchachada Nui que réplicas exactas de sus modelos humanos-, … Todo busca imitar con la mayor precisión posible las superficies granuladas de la época, recordar rostros, duplicar momentos, devolver al espectador veterano a las galas de Nochevieja de TVE o al ‘Esta noche fiesta’ conducido por José María Iñigo.
Pero este facsímil de la España de la Transición que se quiere trascendente se desinfla en su tímida, por no decir inexistente, lectura del periodo. Todo es envoltorio, pero ni siquiera el papel de regalo luce. La insuficiencia de los efectos digitales convierte a los leones del Circo Ruso en fieras del zoo de Juguetilandia. Las pelucas y las prótesis que disfrazan de presentadores o periodistas conocidos a algunos actores parecen adquiridas en las rebajas de La tienda del espía. Y ya se sabe que la gravedad mezcla mal con el cartón-piedra.
Cristo y Rey captará la atención de los que padecen ataques de nostalgia. Incluso de algún seguidor discontinuo de Sálvame.
El desajuste entre las evidencias del raquitismo presupuestario y el tono se apropia de la función. Jaime Lorente, cuyo agraciado físico se ajusta tanto a las medidas anatómicas de Ángel Cristo como una talla S al cuerpo de The Rock, arranca la serie copiándole los gestos al domador -ese labio caído, ese “me cago en mi raza”- pero termina por regresar a ese registro temperamental en el que tan bien se mueve. Digamos que se olvida de la imitación para ser, una vez más, Denver. Un Denver hipervitaminado, además. Más continuidad a los modos de Bárbara Rey, y sobre todo más matices, le da a su personaje una Belén Cuesta que se esfuerza (con éxito) por copiar la dicción, el ademán y el discurso más o menos libertario de la actriz de Totana.
Pero, en general, todo es tormento y éxtasis. La música de Daniel Sánchez de la Hera percutiendo en cada secuencia, machacando los tímpanos de un espectador al que se quiere inexperto en melodramas. O esa rivalidad circense entre Ángel Cristo y Mancuso (Antonio Buíl) definida en términos de confrontación mafiosa que acumula tantos clichés que podría venderse como una multipropiedad de lugares comunes. O el gusto por la frase ampulosa (“piensas que como puedes domar a cuatro fieras, puedes domar el destino”). O los acartonados flashbacks sobre el abandono infantil del domador, dignos de una weepie movie jurásica.

Belén Cuesta se esfuerza con éxito por copiar la dicción, el ademán y el discurso de la vedette de Totana.
Por no hablar de esas casualidades que te alteran los biorritmos como si en el Spotify te saltara por casualidad el Fotonovela de Iván (Bárbara Rey cruzándose con la Reina Sofía -casi el Doctor Claw del Inspector Gadget– a la salida de Zarzuela). O de la imposible actualización de la conciencia de los personajes, con Payasito (Artur Busquets) criticando el humor de Andrés Pajares como si en lugar de formar parte de una ficción ochentera la estuviese viendo desde 2023. O de las escenas de sexo de alto voltaje que se quedan en fusible sobrecargado de tostadora del Lidl. En este circo, los enanos juegan en la NBA.
Cristo y Rey captará la atención de los que padecen ataques de nostalgia. Incluso de algún seguidor discontinuo de Sálvame. No sorprenderá ni a los enciclopedistas de la prensa rosa, ni despertará el gusanillo del interés de los que busquen una lectura sociológica de aquellos no tan maravillosos años ochenta. Al resto nos tocará esperar a que alguien se decida a llevar a la pequeña pantalla la vida de Julio Iglesias. O de Eduardo Zaplana.
PD: Esta crítica ha sido escrita tras ver seis de los ocho capítulos que conforman ‘Cristo y Rey’.