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He aquí mi otro problema: me da igual.
Cuando empecé a ver la serie de Ricky Gervais decidí que me iba a gustar hasta el final, aun siendo consciente de que era imposible mantener el tono fúnebre-nostálgico de la primera temporada. Es obvio: uno no puede aspirar a contar la historia de un viudo que no quiere rehacer su vida porque cree que ya ha terminado, sin saber que llegados a cierto punto el espectador desconectará. Todos tenemos una cuota de aceptación de la tristeza ajena que incluye a la ficción. Llenas el cupo, cierras la puerta y pasas a la siguiente etapa.
‘After Life’ era una auténtica fiera, un show que conseguía aunar cinismo y dulzura en un extraño romance no apto para descreídos.
A estas alturas de la película sería absurdo negar a Gervais su rol de cambio de marchas en la comedia moderna. The Office fue un regalo del género, finiquitado con una exhibición de esgrima entre drama y risas que no se veía en la tele desde tiempos de Maria Antonieta.
Extras era otra genialidad que contenía un número casi ofensivo de gags brillantes, cameos con peso y sentido y algunas frases que ya son clásicos, como aquella conversación entre Ian McKellen y Ricky Gervais, en la que el segundo le preguntaba al primero por los secretos del oficio:
-Ellos me dan unas líneas y yo las leo.
Como todo hijo de vecino, me temí lo peor cuando se hizo pública la sinopsis de After Life: un tipo solitario, hundido por la muerte de su mujer, que únicamente tiene a su perro para tratar de romper el ciclo de dolor que acompaña a la pérdida de alguien querido. Era previsible que Gervais intentara ahora demostrar al universo que también podía ser un actor de rompe y rasga en terrenos muy alejados del humor y lo mejor de todo es que al muy cabrón le salía de perlas.
After Life era una auténtica fiera, un show que conseguía aunar cinismo y dulzura en un extraño romance no apto para descreídos. El paisaje humano de la serie ayudaba mucho a que todo resultara francamente orgánico: tipos extraviados en un pequeño pueblo inglés en el que nunca pasaba nada. Como si fuera una versión urbana de esas series de señores y criados, en los que la acción avanzaba en silencio y todo se dirimía en los tramos de escaleras que llevaban del comedor a la cocina.
Aquí las escaleras son la redacción de un periódico local, el banco de un cementerio y la habitación de una residencia de ancianos y la habilidad de Gervais está en esa combinación de cadencias y voces. La del hombre atrapado en un momento en el tiempo, incapaz de salir de allí (usando un recurso simple, pero muy efectivo: esos videos de su mujer que mira en el ordenador) y la de sus amigos y colegas, tratando de ser el ancla de un tipo que está decidido a ahogarse.
Todos los recursos que antes funcionaban, son ahora repostería industrial: te la comes, pero no es lo mismo.
Los secundarios de After Life eran actores y actrices de primera clase y la calidad de las líneas que leían los hacían poderosos/as. Digamos que todo estaba engrasado para funcionar sin fricción y que la serie avanzaba evitando cualquier traspiés, amarrada a esa sensación de que estás viendo algo pequeño y casero; algo hecho por personas que sufren y gozan igual que tú, cumpliendo a rajatabla el mantra de ‘cuanto más específico, más universal’.
Todo el que haya sufrido alguna vez las inclemencias de la parca, notará en algún momento como la serie le mira y le examina: en algunas cosas, tendemos a ser hijos del mismo dios.
La segunda temporada de After Life era igualmente excelente. De algún modo, Gervais alcanzaba la estabilidad del centrocampista veterano, capaz de repartir el juego sin dejar de ocupar su espacio natural. Era tan sólida y estaba tan bien hilada, que daba la impresión de no necesitar nada más. Podían haberla acabado ahí mismo, en la cima, sin necesidad de forzar la máquina. Largarse solo porque ya era imposible rendir más.
Pero en la tele nada acaba cuando debería, excepto quizás por Person of Interest, The Wire y The Shield, y las gallinas de oro acaban haciendo un caldo regulero. Nadie puede resistir la tentación de comer otra patata frita porque el cuerpo produce una sustancia llamada endocannabinoide que te empuja a zamparte la bolsa entera; en el show business los endocannabinoides llevan muchos ceros o tienen forma de espejo en el que uno no puede dejar de mirarse.
Eso sí, la consumes con el mismo gusanillo de siempre, como si le debieras lealtad a aquel tipo y su perro, por todo el tiempo que has dedicado a preocuparte por ellos.
Sea por dinero, vanidad o una suma de ambas, era de esperar que Gervais se pusiera a trabajar en una tercera temporada de After Life. Esta vez, la pelota está semi-hinchada, los secundarios son inexplicablemente fofos, las cancioncillas producen algo parecido a la cirrosis y todos los recursos que antes funcionaban, son ahora repostería industrial: te la comes, pero no es lo mismo.
Eso sí, la consumes con el mismo gusanillo de siempre, como si le debieras lealtad a aquel tipo y su perro, por todo el tiempo que has dedicado a preocuparte por ellos. De lo contrario, empezarías a pensar que has estado perdiendo el tiempo y eso no sería justo para nadie.
Lo mejor es que Gervais logra -al menos- acabar la serie en alto: algunos gags siguen funcionando como un reloj, su personaje sigue siendo un martillo de farsantes y el final es ciertamente emocionante. Lo peor es que yo me hubiera comido siete temporadas más. Con sus canciones de mierda, su fauna estropeada, su cantarela de odio al mundo y su tristeza contagiosa disfrazada de desdén.
Malditos endocannabinoides.