Crítica de 'Condena' (Movistar+): "Entrar en la cárcel, salir de la cárcel"
'Condena'

Entrar en la cárcel, salir de la cárcel

'Condena' nos habla de entrar y salir de cárceles físicas y emocionales, de la culpa y la expiación, con dos enormes interpretaciones de Sean Bean y Stephen Graham.
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Sean Bean protagoniza esta obra magna de BBC.

«Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su regeneración progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su conocimiento escalonado de una realidad totalmente ignorada. En todo esto habría materia para una nueva narración, pero la nuestra ha terminado«.

 

Así termina Crimen y castigo. Y, como si no hubieran pasado ciento cincuenta y cinco años entre la publicación del libro y el estreno de la serie de la que ahora nos disponemos a hablar, ahí empieza Condena. Conectadas a pesar del abismo de siglo y medio que las separa, de las entrañas de la gran obra literaria de Dostoievski se vierte sobre nuestras pantallas la serie de Jimmy McGovern. Ambas reflexionan sobre el hecho de que todo acto delictivo -homicida, en los dos casos- tiene doble castigo: el que nos impone la sociedad y el que nos imponemos nosotros mismos. A partir de esta premisa, ambas nos adentran en las simas de lo humano, en la oscuridad palpitante y purulenta que, en el fondo, lo queramos o no, nos convierte en personas.

Mark, interpretado por Sean Bean, es un profesor de instituto que entra en la cárcel. Ha sido condenado a cuatro años de encarcelamiento por matar accidentalmente a un hombre. A lo largo de los tres episodios de la miniserie iremos descubriendo cómo lo mató y el porqué de ese cómo, pero eso no es lo más importante; de Mark debemos fijarnos en el alud de culpa que le aplasta la espalda de forma perenne, en su mirada llena de ceniza, en su miedo al nuevo mundo al que está a punto de ingresar, en la imposibilidad de perdonarse a sí mismo.

Eric, interpretado por Stephen Graham, es el carcelero que gestiona la entrada de Mark en prisión. Un tipo recto, de trayectoria intachable, voz severa, sensible cuando toca serlo. Una buena persona que verá como su propia vida le teje una telaraña de la cual no puede escapar. Su hijo está en la cárcel y, a pesar de sus esfuerzos para ocultarlo, los reclusos de la prisión donde Eric trabaja lo descubren; para garantizar la seguridad de su vástago, lo chantajearán para que trabaje para ellos entrando sustancias a la penitenciaria.

Estas dos tramas constituyen los pilares de una serie que en tan solo tres episodios de una hora consigue usurpar el aliento del espectador y asediar su consciencia. Una batería de dilemas, constantes y perfectamente trenados unos con otros, van arrinconando a los dos protagonistas y los empujan hacía sus inevitables desenlaces. Dilemas, santos y malditos dilemas. ¿Salvar a un hijo o traicionar tus códigos de vida? ¿Dejarse machacar o enfrentarse a los monstruos? ¿Vivir una buena vida en un lugar malo o vivir una mala vida en un lugar bueno? Cabe destacar, y resulta un gran acierto de la serie, que las historias de Mark y Eric y sus respectivos dilemas tan solo se rozan, sin llegar a confluir del todo hasta el final de la serie, e incluso esa confluencia se produce en términos visuales y emocionales más que narrativos. Tramas paralelas, pero siamesas. Dos hombres, dos tormentas, pero, al fin y al cabo, una única consciencia. La misma consciencia, curiosamente, que la de Rodión Románovich Raskólnikov. Y la tuya. Y la mía.

Condena es una enorme serie por todos los temas que pone sobre la mesa, que enumeraremos en párrafos posteriores, pero también porque en ella reconocemos la influencia de las mejores series carcelarias de nuestros tiempos. El ingreso de Mark en prisión recuerda muchísimo al de Tobias Beecher en Oz, así como sus tortuosas primeras semanas de presidio; vemos un ataque entre prisioneros que te sonará si has visto The night of; se menciona cómo de lucrativo y salvajemente capitalista es el negocio de las cárceles, igual que lo hizo Orange is the new black; y, claro, cada segundo de la asfixiante y violenta atmósfera que se vive en la cárcel de Condena nos recuerda que allí dentro el mundo exterior se desvanece por completo y, al salir, uno no está preparado para volver a él, como vimos en la maravillosa Fuga en Dannemora.

Muchos son los temas que, como gotas de rocío levitando sobre una hoja, nos vamos encontrando a lo largo de la serie. La salud mental y la incapacidad del sistema de tratar con dignidad a los presos que tienen problemas relacionados con ella. El suicido. La drogadicción. El alcoholismo. La ludopatía. Las posiciones de poder y sus caprichosos vaivenes. Las relaciones paternofiliales. La fe. La violencia. La educación. La amistad. La perdición. Pero, por encima de todos ellos, alzándose por encima de las vicisitudes de los personajes e incluso de la propia serie, dos grandes temas: la culpa y el perdón.

¿Nos podemos perdonar algo imperdonable? ¿Nos puede perdonar alguien a quien le hemos hecho algo imperdonable?

«Estás aquí como castigo, no para castigarte», le dice su madre a Mark durante una visita. Sean Bean tiene el rostro lleno de arrugas, se le ve mayor, mucho mayor que cuando perdió la cabeza en Juego de Tronos, pero en un ejercicio interpretativo colosal consigue convertirse en un niño cuando los padres de su personaje lo visitan en la cárcel. Son los ojos de un niño que ha matado y se sabe culpable, merecedor de su condena. Por eso mismo, cuando la madre le murmulla esa frase lapidaria, percibimos cómo el interior de Mark se desmorona, a pesar de sus intentos de mantener la compostura. ¿Nos podemos perdonar algo imperdonable? ¿Nos puede perdonar alguien a quien le hemos hecho algo imperdonable?

La serie se mete de lleno en esas dos preguntas y no sólo a través de sus protagonistas, también de varios personajes secundarios y los encuentros de reconciliación -si es que se puede llamar así- en la cárcel con las personas a quienes destrozaron la vida. Son escenas brutales que valen por una serie entera, muy complicadas de realizar en términos narrativos si no se quiere caer en el morbo y el excesivo dramatismo. En Patria, por ejemplo, la historia de redención, perdón y reconciliación entre verdugo y víctima no estuvo a la altura de las expectativas; eso no sucede en Condena, que con poquísimas pinceladas le basta para dibujar hasta cuatro historias tremendas de (intentos de) expiación. Todas ellas, además, con finales distintos. Y todas ellas, además, te dejan con la sensación de que tanto las víctimas como los llamados criminales tiene su parte de razón y, por lo tanto, nadie la tiene. Magistral. También desolador.

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Stephen Graham (frente) y Sean Bean (fondo) en una escena de ‘Condena’.

Perdón por reiterarme, pero ¿nos podemos perdonar algo imperdonable? ¿Nos puede perdonar alguien a quien le hemos hecho algo imperdonable? La serie responde de forma brillante a estas preguntas: no podemos, pero podemos intentarlo. Ahí está el corazón de Condena. No es una serie de absolutos. La expiación de la culpa no significa nada; comprender el camino que recorremos intentando expiar esa culpa, se logre al final o no, es la única forma de atenuar -que no hacer desaparecer- los embates de culpa que percuten contra nuestra conciencia. Hay que intentarlo, solo en el intento se nos revela la posibilidad de alcanzar la tan anhelada paz.

La redención es una senda interior cuyo final, si es que lo tiene, se esconde tras las nieblas de nuestras actos futuros y pasados. Una huida con principio y sin fin, una deriva, como le llama Le Clézio, en la cual jamás hallaremos el perdón, pero quizás el perdón sí decida hallarnos a nosotros. Sí, quizás es eso mismo, la culpa nos deja a la deriva, y lo único que podemos hacer es intentar no hundirnos, intentar no ahogarnos, intentar vislumbrar tierra en el horizonte, intentar no pisar esa tierra como un extranjero. Eso es Condena.

La cárcel de Mark y Eric, pues es la misma cárcel para ambos a pesar del lado de los barrotes en el que se encuentra cada uno, es un mundo hostil donde nada tiene más valor que la frase «Te debo una». Como en todo mundo hostil, uno hace lo que puede, que muchas veces es más bien poco. Eric, al que todo el mundo llama jefe, verá como su autoridad se va derritiendo entre sus manos y ese jefe cada vez suene más cínico, más burlón, más triste. Mark se entenderá a sí mismo, a todos sus posibles futuros y a su único pasado a través de sus compañeros de presidio, enfrentándose finalmente al mayor miedo de todos y cada uno de nosotros: tomar decisiones que no permiten vuelta atrás.

Personajes que crecen, se empequeñecen, se estremecen, dudan, lamentan, temen, asumen. Personajes. Igual que Crimen y castigo y Condena encadenan historias, Mark y Eric también encadenan las suyas. El espectador terminará herido de desasosiego y, peor aún, esperanza. Es horrible sentir esa contradicción en el pecho y el borde de los ojos, pero sobre nuestras contradicciones edificamos nuestro pensar. Condena nos obliga a entrar y, sobre todo, salir de nuestras cárceles, como un joven ruso salía de su habitación una tarde extremadamente calurosa de principios de julio hace un siglo y medio

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