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Un marciano observa la tierra desde su nave nodriza. En realidad, escudriña todos los planetas del sistema solar. Gracias a su mente compartimentada y su inteligencia cuántica, puede procesar millones de datos a una velocidad pasmosa. De repente, algo interrumpe el flujo de información. Un tipo con gafas de pasta y nariz grande aparece en uno de los monitores. Durante las siguientes cuatro horas, el marciano aprende todo lo que hay que saber de ese señor judío. Cuando acaba, llama a su planeta y les comunica que deben invadir la tierra para preservar la paz en el universo, acabando con la vida del ser más abyecto de la vía láctea: Woody Allen.
Supongamos que uno no sabe nada del asunto Allen y decide ver en seco Allen vs Farrow. Sería como decir (perdón por el reductio ad hitlerum) que uno puede ver El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl sin saber nada de los nazis. La cuestión es que si se desconoce a grandes rasgos la/s narrativa/s del relato, y se ve esta pieza de HBO dividida en cuatro segmentos, es imposible no pensar que Allen es un despojo humano. Todo en este «documental» está pensado para empujar al espectador por la pendiente que conduce directamente a los argumentos de los Farrow: Mia y Ronan, mayormente.
Todo está descontextualizado: la autobiografía de Allen, la conceptualización de sus películas… hasta el infinito y más allá. Nada se ofrece en su conjunto, como si no importara nada más que la versión de una de las partes. Aparecen espíritus, ecos del pasado, una tonelada de personajes irrelevantes, testigos que nunca vieron nada. Se llega a tal punto, que, si de repente entrevistaran al gato de Mia Farrow, a nadie le extrañaría.
Si empezamos por el principio, quizás sería pertinente explicar que los nombres detrás de este producto son documentalistas reputados, que han ganado todos los premios posibles. Se les presupone un criterio basado en el rigor, en el equilibrio. No sirve que alguien diga «es que Woody Allen no quiso participar». La vida está llena de baches, uno debe aprender a transitarlos: si Allen no estaba dispuesto a explicar nada, se debería haber recabado su versión a través de la documentación. Por supuesto, esto presupone un tremendo esfuerzo, sobre todo porque significa ser capaz de exponer un caso del derecho y del revés y no en un marco determinado.
Cuando se huye del equilibrio, se acaba forzando la perspectiva hasta tal punto que si hubieran titulado la pieza, Mia tiene razón, siempre la ha tenido y siempre la tendrá, al menos podríamos decir que el proyecto no es una auténtica tomadura de pelo. Cierto es que por momentos -y esto debería apuntarse como un mérito- la docuserie bordea los territorios meta, detallando con toda claridad cómo no debe hacerse jamás un documental. En eso debería ser útil, un trabajo perfecto para los/as alumnos/as de las escuelas de cine que deseen saber todo lo que debe dejar de hacerse si no quieres firmar un enorme churro.
La duración de Allen v Farrow es similar al de una maratón de metraje de las cámaras de seguridad de un centro comercial. Especialmente porque a uno le parece estar viendo en bucle las mismas declaraciones: el mismo filete, previamente ingerido, que se sirve con una salsa ligeramente distinta. No hay nada que decir del envoltorio visual: es elegante, formalmente intachable. El eterno problema de contenido y continente se despliega aquí con toda su crudeza: un velero viaja veloz, empujado por el viento de la ignominia y surge la pregunta: ¿Por qué?
Si Sheila Nevins, la que fue alma mater de la descomunal sección de no-ficción de HBO, siguiera al timón, esta pieza de propaganda barata jamás hubiera visto la luz
Seguramente, si Sheila Nevins, la que fue alma mater de la descomunal sección de no-ficción de HBO, siguiera al timón, esta pieza de propaganda barata jamás hubiera visto la luz. La casa era demasiado cuidadosa, su estructura demasiado sólida, su reputación demasiado importante, como para sacrificarla por quedar bien con no-sé-quién. La paradoja, del tamaño del Queen Mary, es que, visto el documental, uno podría sentir la tentación de creer que Woody Allen es inocente, de que todo ha sido una gigantesca pantomima.
A pesar de las consideraciones éticas que uno pueda albergar cuando se habla de alguien que se enamoró de la hija adoptiva de su pareja, las acusaciones de abuso, la incansable guerra por tierra, mar y aire contra el director de Manhattan, se basan en burdas mentiras, hijas de una venganza que debía sublimarse en el tiempo y el espacio y que, efectivamente, ha logrado completar sus objetivos. No debería ser así. Hay demasiados claroscuros, demasiadas X por resolver. Y sin embargo, esa es la sensación. El problema de asistir a una charlotada que al menos podrían haber hecho con marionetas.
La parte más turbia del asunto es la reacción de cierta prensa estadounidense que lleva años con el cazo en suspensión en caso de que Allen decidiera algún día levantar la cabeza. Con el eterno argumento del «bueno, ya, pero…» vienen a decir que aunque todo en el documental esté mecanizado para demostrar que sí, que efectivamente Allen es culpable, pues, oye, que es triste pedir, pero peor es robar.
Allen vs Farrow no habla de la cultura de la cancelación, porque ni siquiera se trata de eso: sería demasiado complejo para sus dinámicas de la patrulla canina. Y lo que debería dirimir el espectador es si es legítimo pergeñar un producto cuya finalidad se aleja completamente de las bisagras del género: una pieza de catequesis donde se dibuja un ridículo retrato de villano Bondiano de los que Roger Moore mataba tirándolos desde un tejado en Marruecos.
La hostia de realidad para los que esperaban que Allen vs farrow pusiera por fin los puntos sobre las ‘ies’ ha sido apabullante. Amy Ziering y Kirby Dick acostumbraban a ser fiables (The Hunting Ground es una auténtica obras maestra), pero parece que esta vez se les ha olvidado aquello de Sherlock Holmes, cuando el detective se quejaba de que algunos preparan los hechos para encajar en sus teorías, en lugar de estudiar los hechos para elaborar una teoría. Quizás era eso: quizás deberían haberle encargado el documental al bueno de Sherlock Holmes. Al menos hubiera habido alguna investigación.