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Primeros planos claustrofóbicos donde agonizan personajes mutilados física y emocionalmente presos de una lógica de reproducción social pornográficamente injusta: no quedan dudas de que tras una primera temporada notable y una segunda sobresaliente, en su tercera y última American Crime culminó con brutal coherencia la autopsia de una muerte anunciada. En esta antología híbrida, es decir, una antología en la que no son los capítulos las unidades narrativas independientes sino las propias temporadas, su creador John Ridley, guionista de la galardonada película de Steve MacQueen 12 años de esclavitud, nos propone movilizar lo poco de dignidad que nos queda para acompañarle en un lento y dantesco descenso al infierno. Un infierno cuyo propietario vitalicio, a pesar de lo que piensa una cierta progresía extraviada, no se acaba de estrenar bajo el ropaje machista de un histriónico y xenófobo multimillonario sino que lleva ondeando su cola hace siglos paseándose entre los pilares históricos y fundacionales de la sociedad de cuya radiografía versa esta serie: EEUU.
En efecto, si en cada temporada American Crime construye su incisivo relato de denuncia social en base a un crimen puntual y ficcional- el asesinato de un supuesto joven de buena familia y la violación de su pareja en la primera; la violación perpetrada por jóvenes guays de un instituto pijo en la segunda y los múltiples asesinatos de inmigrantes en la tercera – en el fondo lo que inspecciona esta obra son las consecuencias de un crimen histórico tan originario como la acumulación de capital que él mismo ha apuntalado, es decir, los embates de una onda expansiva generada por ese Big Bang sociopolítico que fue la edificación a sangre y fuego del Estado moderno. Para John Ridley, el verdadero crimen americano es aquel crimen fundacional colonialista, esclavista, capitalista y heteropatriarcal desde el que emergió la sociedad estadounidense o, mejor dicho, desde el que se fraguó la estructura económica, política y cultural encargada de reproducirla ad infinitum.
«El crimen y la violencia que interesa filmar y denunciar es la que ejerce la Historia una vez sedimentada, la Historia hecha estructura»
Por lo tanto, aquí no se trata de crímenes pasionales, presas fáciles de la prensa amarilla o de los nefastos programas de seudo-investigación policíaca. Ni tampoco de los clásicos relatos tribunalescos donde se juzgan desgracias varias y desgraciados muchos. Aquí el crimen y la violencia que interesa filmar primero y denunciar después es la que ejerce la Historia una vez sedimentada, la Historia hecha estructura. Aquella de la que nadie habla porque, a buen seguro, habla a través de nosotros. Una violencia estructural que American Crime logra plasmar como lo que es: un entramado de relaciones de poder asimétricas que atraviesan el cuerpo social y que a pesar de responder a los intereses de una minoría muy concreta -hombre blanco, burgués, heterosexual y cristiano- encuentra en nuestras prácticas, la de los propios dominados, unos dispositivos clave para su reproducción y legitimación. Familias negras acomodadas y clasistas, mujeres blancas adineradas y racistas, minorías y trabajadores enfrentados entre sí o juventud educada y homófoba son algunas voces del desgarrador relato coral mediante el cual se nos ofrece las diferentes versiones contradictorias y alienadas de lo acontecido. Todo ello al ritmo de un guión tan afilado como el que la estructura le ha reservado a lo largo de la Historia a sus actores más preciados: los miserables, como los llamaba aquel; los condenados de la tierra, como los interpelaba otro.
Así es como American Crime toma el difícil relevo cedido por la obra ya clásica de David Simon, The Wire (2002), y se convierte en el estudio sociológico de campo de la sociedad estadounidense más penetrante realizado en la última década. Con un estilo algo menos documentalista y más intimista que aquella y de austeridad similar a la que nos tienen más acostumbrados las producciones británicas y nórdicas, esta serie sigue a los protagonistas encharcados en sus miserias mediante unos sofocantes primeros planos cuyo exiguo encuadre e inexistente profundidad de campo traducen el poco margen de maniobra que les brinda el sistema para evolucionar, para escapar. Opresión visual complementada por la utilización sistemática de un fuera de campo desde el cual provienen voces casi impersonales que impactan frontalmente sobre rostros desnudos, encogidos, indefensos, superficies emocionales donde las contradicciones estructurales se hacen carne, carne deshumanizándose. Las intensas escenas con Taylor, el joven protagonista vejado de la segunda temporada, junto a las de Isaac y Shae en la tercera, comparables a las filmadas por el genial cineasta Xavier Dolan en su película Mommy (2014), a las de Stéphane Brizé en su gran película La ley del mercado (2015) o más aún, a las que nos ofrece la comprometida sensibilidad de los hermanos Dardenne a lo largo de su filmografía, quedarán registradas a buen seguro en los anales audiovisuales del realismo social contemporáneo.
En suma, auténtico torpedo en la línea de flotación del mito fundador de la sociedad estadounidense, American crime retrata el sueño americano como lo que es: un mal sueño del que es urgente despertarse.