“Las manos sucias”: La nausea
Series para la historia V

‘Las manos sucias’: La nausea

En 1978 el director italiano Elio Petri dirige para la RAI una adaptación, en tres partes, de “Las manos sucias”, la obra de teatro de Jean-Paul Sartre.

Un intelectual nunca podrá ser un verdadero revolucionario.

Las manos sucias se presenta en la escena parisina en abril de 1948, al amparo del Théâtre Antoine, bajo la dirección de Pierre Valde, y con François Périer, Paula Dehelly y Christian Marquand, entre otros, dando vida a las diferentes personalidades en los decorados. La función de Jean-Paul Sartre sale del estudio de un conflicto moral provocado por el choque de la militancia revolucionaria y el posicionamiento político ante un panorama tenebroso.

En los ambientes confidenciales del partido comunista, en un territorio unido a la Alemania nazi, durante el tiempo de la Segunda Guerra Mundial, Iliria, un joven militante, Hugo Barine, afronta el dilema de asesinar o no a un líder del partido, Hoederer, acusado por sus compañeros de traición, por sus principios antidogmáticos. Este dilema íntimo, permite al autor reflexionar, una vez más, en torno a una de las cuestiones troncales de su teoría, el Ser y la Nada. El debate es revelado en dos tiempos de diferente significación: el episodio de la contienda y el de la vuelta, localizado unos años después del asesinato del hombre, cuando el protagonista sale de la cárcel.

Esta película breve, una de las más inusuales del cineasta, trabaja según la justa recogida de restos del cadáver de la pieza original

La obra, solo tres años después de las representaciones inaugurales, se transforma, conforme a las configuraciones academicistas y espirituales dominantes entonces en el espacio galo, en un largometraje dirigido por Fernand Rivers y Simone Berriau, y actuado por Pierre Brasseur y Daniel Gelin. A continuación, ubicada en distintos sets internacionales de la pequeña pantalla, experimenta nuevas mutaciones gestionadas por Knut Thomassen o Franz Peter Wirth. Justamente, la televisión ofrece dos de las interpretaciones más notables de la conversión a imagen en movimiento.

La primera la realiza en 1989, para una cadena de Finlandia, Aki Kaurismäki, con una parte destacada de su troupe. Esta película breve, una de las más inusuales del cineasta, por una gravedad imperante carente del característico comentario irónico, trabaja según la justa recogida de restos del cadáver de la pieza original. Aporta parpadeos de las escenas y conforma una visión fantasmagórica troceada, haciendo referencia a una situación académica universal. La otra lectura a poner de manifiesto la monta en Italia diez años antes Elio Petri.

Las manos sucias

Kati Outinen y Matti Pellonpää protagonizan ‘Las manos sucias’ de Aki Kaurismäki.

A puerta cerrada   

El director, uno de los analistas más rigurosos de una cierta desesperación moral y política de la cinematografía italiana de los años setenta, tal cual ejemplifica La clase obrera va al paraíso (1971), encara la organización de la versión de Sartre tras proponer un examen certero de los dispositivos psíquicos y morales de la democracia-cristiana, a partir de la explicación de las páginas del libro de Leonardo Sciascia “Todo modo”. En un cierto sentido, su aproximación a la función teatral puede comentarse en concepto de complemento suficiente. De algún modo, unas palabras se refieren a las causas, y las otras a las consecuencias.

Sea como fuere, las preocupaciones expuestas, en torno a la esquizofrenia del individuo oprimido, brutalmente, por los imperativos injustos de un sistema predador y cruel, y la denuncia de las manipulaciones, desde las sombras, o no, de las clases dirigentes, y sus múltiples agentes, corresponden, con manifiesta naturalidad, a los cuestionamientos intelectuales efectuados en las películas. El angustiado militante comunista del teatro no es, en efecto, muy distinto a las figuras de celuloide encarnadas, antes, por Mastroianni o Volontè. Incluso, si dejamos de lado, por un momento, el recuerdo de su desenlace anunciado y trágico, al final de la representación, sin ninguna duda, podría convertirse en ese Giannini, personal y profesionalmente, desnortado descrito en el último film del realizador, Buenas noticias (1979).

Petri fragmenta en tres episodios la obra. Además de esforzarse en la exposición de los hechos y en la disquisición particular de las turbaciones filosóficas, plantea una sutil inspección de las singulares relaciones del teatro y la imagen en movimiento, con arreglo a la evolución de la invención entregada por Renoir en La carroza de oro (1952), y también a su profundo y necesario cuestionamiento moderno. Allí, al comienzo, la cámara avanza hasta introducirse en el universo de la comedia del arte que va a explorar, mientras suena el Allegro de Vivaldi, en una celebración colorista de la primavera, el despertar amoroso y la figura de los soñadores. En una toma de acercamiento formidable, el cine y el teatro se funden con una caricia, y nace, entonces, milagrosamente, ante la mirada del público, un universo excepcional y alternativo. El italiano sugiere algo similar con el propósito de zambullirse en las aguas gélidas de un invierno lúgubre.

Las manos sucias

El cineasta italiano Elio Petri.

Al principio, mientras tocan la grave partitura compuesta por Morricone, cuando las luces de la sala ya se han apagado con el fin de que la ficción se abra paso sobre el escenario, tras la subida del telón, una figura desconocida, abrigada, clavada en medio del patio de butacas de un teatro sin nombre, mira, fijamente, hacia delante, a la fachada de una finca irreal, situada, eso dice Sartre, al borde la carretera. Poco a poco, observado por el público, este hombre, Hugo, el protagonista de la nueva “Las manos sucias”, con los rasgos del intérprete Giovanni Visentin, en un cruce de dimensiones eficaz, atraviesa nuestro mundo para llegar al suyo, donde el personaje de Olga (Anna Maria Gherardi) lo espera, de noche, en una estancia de muebles heteróclitos, escuchando a un locutor en la radio comunicando la retirada de las fuerzas alemanas.

El Stalin de la imagen de Petri, en efecto, tiene las manos sucias de sangre, y, con cinismo insoportable, contempla la enésima constatación de un fracaso moral y político

No obstante, en la toma de Petri, la intersección dimensional no concierne solamente a los verbos de la obra y a nuestro plano, encarnado en el grupo secreto de espectadores. Camuflado, en cierta forma, entre las sombras, vigila, con burlona atención, un reflejo de Stalin, sentado en uno de los balcones privados. La demoniaca intervención al principio y al final representa una de las principales, y más convenientes, discrepancias de la mini-serie con el texto original.

En 1978, veinticinco años más tarde de la muerte del tirano soviético, y treinta del estreno en París de la pieza, su significación en la historia del siglo XX se ha alterado drásticamente por causa de sus terribles crímenes contra la humanidad. El Stalin de la imagen de Petri, en efecto, tiene las manos sucias de sangre, y, con cinismo insoportable, contempla la enésima constatación de un fracaso moral y político, ahora con la nueva representación del drama de Hugo y Hoederer, a quien personifica un Marcello Mastroianni imponente. El tema esencial de la obra está absolutamente descrito en esta imagen original del prólogo.

Muertos sin sepultura    

¿Cuál es el papel del hombre moderno frente a la historia, acaso del intelectual movido a la acción, más allá de los confortables y seguros espacios de la lógica y la retórica? Esta pregunta activa las escenas de la obra. ¿Cuál es, ciertamente, la actitud legítima del joven teórico respecto de un pronunciamiento fáctico, que, con su ejecución plausible, ensuciará, de por vida, sus manos? La sentencia de muerte del líder y su cumplimiento verdadero por una figura virgen, santa, incluso, por la percepción y el desempeño de la fe en el partido, suponen un sacrificio contundente.

Esto es, la destrucción sin remedio del bendito creyente. Las manos sucias discursea en torno a la pregunta inicial, pero, antes que nada, señala los resultados de la actuación. Así, debemos precisar ahora el resumen de la trama enunciado en el primer párrafo de este escrito. “Hugo Barine, afronta el dilema de asesinar o no a un líder del partido.” No, la cosa no es exactamente esa. Sería mucho más correcto escribir: “Hugo Barine, tras salir de la cárcel, medita, derrotado y deportado, acerca del dilema pasado de asesinar o no a un líder del partido.” Esta es una síntesis bastante más justa.

Las manos sucias

‘Le mani sporche’ (1978) de Elio Petri.

Desde el primer momento, la función informa del estado del protagonista frente a la historia. Es un paria. Por eso, naturalmente, la primera visión de él es lejos de ese escenario donde se representa una maraña de memorias. La historia oficial ya ha juzgado y condenado en un principio. Todo lo que vemos, seguidamente, son recuerdos subjetivos actuados en una suerte de limbo oscuro. Detrás de la prisión espera el purgatorio. El castigo a los eliminados de los relatos oficiales. Es cierto, Sartre entrega el dibujo de la arquitectura del drama. Pero Petri lo levanta y, ante todo, lo reinventa, transformándolo en una inquietante experiencia estética y abstracta. En el primer cuadro, ubicado en casa de Olga, una líder comunista, todavía puede advertirse una cierta fisicidad del escenario. La irrupción en imagen de Jessica (Giuliana de Sio), la esposa del reo, en la primera evocación del ayer, rompe la propuesta, tenuemente, objetiva. Una neblina negra, paso a paso más y más densa, empieza a ocupar y borrar los entornos. Cuando nos damos cuenta, los personajes están encadenados a un medio hipotético y lúgubre.

La relación de la cámara con las individualidades y el plato, preparada por el director, insiste en la reconstrucción subjetiva de los recuerdos. El aparato se mueve fantasmalmente, formando conexiones imposibles entre lugares distintos y materializando elipsis innovadores, con un paneo o, tal vez, un feo zoom, y encapsulando a los tipos en el cuadro. En el templo del calvario, la restauración de los acontecimientos secretos de la guerra pasa por la contemplación de unos rostros. Sí, Las manos sucias de Elio Petri es una cadena de rostros dislocados. Los fundamentales son los de Hugo y Hoederer. Todo surge de ahí. Aun así, las palabras de Sartre jamás se desvanecen de verás. Cuando la luz se apaga en la imagen Petri, la voz de Mastroianni recitando frases, desde el otro lado, está clavada. Como un afilado cuchillo.

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