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Cada cierto tiempo aparece una serie que se cuela en la conversación y en nuestras casas con la etiqueta de «el fenómeno que está arrasando en Netflix». Algunas consiguen captar la atención de los espectadores gracias a campañas de publicidad machaconas y bien orquestadas, véase Los Bridgerton, otras gracias al boca oreja, como pasó con La casa de papel, que lo petó después de pasar sin pena ni gloria por Antena 3. En esta última categoría entraría la surcoreana El juego del calamar, que Netlix ya patrocina como su serie de habla no inglesa más vista.
Esta semana, Ted Sarandos, CEO de Netflix, se atrevía a predecir que se podía convertir en su contenido más visto de toda su historia, desbancando a Los Bridgerton. Sin datos fiables que sirvan de referencia –los que comparte Netflix se tienen que coger con pinzas–, nos creeremos la palabra de Sarandos, aunque solo sea porque nuestro cuñado no deja de hablar de El juego del calamar. ¿Qué tiene esta serie para que todos hayamos picado el anzuelo?
Hwang Dong-hyuk, director de la serie, asegura que la empezó a escribir en 2008 pero que el texto se quedó en un cajón una década, hasta que apareció Netflix y se interesó por ella para su catálogo, que está lleno de K-dramas (dramas coreanos) que se mueven más por el terreno romántico que por el thriller. No sabemos si Netflix, que asegura que ha sido un éxito inesperado, puso un marcha su algoritmo para saber el tipo de necesidades que satisfaría El juego del calamar pero lo cierto es que la serie es un gran mejunje de referencias que tiene elementos para todos los gustos, difícil será que algo de la mezcla no te interese.
La primera y más evidente referencia es el comic japonés Battle Royale y su posterior adaptación cinematográfica. La detección de esta influencia no es cosa de cuatro críticos sesudos: el propio director la reconoce y explica que este manga era uno de sus refugios en los inicios de su carrera, cuando no tenia un duro y no acababa de conseguir el éxito de ansiaba. En Battle Royale, de Koushun Takami, Japón es un estado de rasgos autoritarios en que la cooperación y la sociabilidad no son bien vistas. En este contexto, el gobierno ha puesto en marcha un experimento en que estudiantes de secundaria son secuestrados al azar, se los abandona en una isla remota y se les obliga a competir entre ellos hasta que solo quede un superviviente. Vestidos con sus uniformes escolares, son obligados a matarse entre ellos.
No hace falta ser un lince para ver los paralelismos: en El juego del calamar se compite por la vida pero también por un cuantioso premio económico y eso despierta la parte más animal y primaria de los participantes, todos vestidos con un chándal uniformado. ¿Isla? Check. ¿Competencia animal? Check. ¿Humanos reducidos a su estado más primario? Check. ¿Estética molona que te sirve para ser el más guay del Carnaval? Supercheck.
Battle Royale no es el único referente manga de El juego del calamar. Su segunda influencia no está muy lejos, ya que se encuentra dentro de Netflix: la serie Alice in Borderland, adaptación en acción real de otro comic japonés, es una influencia directa, tal y como han señalado muchos de sus seguidores y el propio Hwang Dong-hyuk. Aquí también se trata de sobrevivir, pero en este caso los protagonistas son tres jóvenes aficionados a los videojuegos trasladados a un Tokio postapocalíptico. Para salvar su vida deben jugar a diferentes juegos. Si queremos seguir sumando referencias de ficciones sobre supervivencia no puede fallar ‘Los juegos del hambre’, la aportación occidental más evidente.
Colaborar o no colaborar con los otros y el egoísmo inherente en el ser humano son dos de las cuestiones que aparecen en ‘Cube’ (1997)
Si hablamos de estética los juegos infantiles a los que se enfrentan los jugadores permiten construir un macabro mundo colorido y alegre que no desentonaría en una peli o serie de Michel Gondry (las escaleras rosas o el parque donde se desarrolla el juego de las galletas podrían ser un decorado del programa infantil en que trabaja el personaje de Jim Carrey en Kidding). También parece imposible que los monos rojos de los guardianes no sean un guiño a los de los ladrones de La casa de papel, el otra mega hit de Netflix. Podemos detectar alguna influencia más dejando de lado la estética, como la apuesta por el reparto coral e ir desvelando el pasado de los personajes poco a poco.
¿La diferencia? El juego del calamar lo hace de manera más elegante y, gracias a Dios, deja de lado las turras susurrantes en off. ¿Otro motivo por el cual El juego del calamar es muy superior a La casa de papel? Su capacidad para modular la acción y no tener la necesidad de estar siempre arriba, siempre chillando, siempre siendo inaguantable. La coreana también es mucho mejor que la española cuando hace crítica social, un elemento que la acerca a Parásitos, donde también teníamos unos personajes desesperados por abandonar la vida de mierda en que estaban sumidos en una sociedad ultracompetitiva como es la coreana.
Quizás la parte más interesante de El juego del calamar, más allá de su violencia y un cierto sadismo, es el debate que abre sobre las relaciones que se establecen entre los seres humanes, una conversación casi filosófica que nos hace recordar la máxima de Thomas Hobbes El hombre es un lobo para el hombre. Es una de los muchas preguntas que planteaba Cube, película en que cuatro personajes debían encontrar la manera de escapar de un gran cubo al cual no sabían cómo habían llegado. Colaborar o no colaborar con los otros y el egoísmo inherente en el ser humano son dos de las cuestiones que aparecen en Cube pero también en El juego del calamar, donde los jugadores están cerrados en un espacio del cual no saben como han entrado ni como se puede salir.
El destino de los jugadores de la serie surcoreana es controlado a través de numerosas pantallas por un ser misterioso, una situación que recuerda a la vida enjaulada de El show de Truman. ¿Se trata de un juego de supervivencia o el macabro experimento tiene en realidad otro objetivo?
Netflix lleva tiempo apostando por la ficción de Corea del Sur pero hasta ahora ninguna había logrado superar el umbral del público de nicho. En tres semana El juego del calamar ha conseguido ser el equivalente televisivo de lo que BTS o Blackpink son para la música coreana: un fenómeno mundial que supera el tópico de ser productos destinados a cuatro freakys.