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Los remakes seriados de películas de éxito suelen venir precedidos de un nuevo enfoque al tiempo que aprovechan la longitud propia de la serialidad para ahondar en la psicología de los personajes, tal y como sucedía en la revisión a la que Alice Birch sometió Inseparables (2023), dándole un giro femenino a la historia y mirando un argumento en esencia similar al que ordenaba la película de Cronenberg desde una óptica distinta, con la violencia obstétrica y los dilemas entre maternidad y capitalismo como base.
Ocurre, sin embargo, que no todas las aproximaciones son tan perspicaces. Frente a la interpretación frontal y descarnada del clásico del cineasta canadiense que nos brindaron Birch y el director Sean Durkin, nos encontramos con la versión blanda Atracción fatal (1987) aquel thriller erótico y profundamente reaccionario firmado por Adrian Lyne.
La nueva versión supone una suerte de corrección continuada de los supuestos errores ideológicos de la película original
El realizador británico, experto en filmar romances y escarceos sexuales calentados al baño maría (Nueve semanas y media, Una proposición indecente, Infiel o su meliflua versión de Lolita), facturó un hit incontestable apoyándose en un Michael Douglas que, entre finales de los ochenta y principios de los noventa, se especializó en poner rostro a ese prototipo de cuarentón atractivo y de buena posición víctima de sus pulsiones (de esta Atracción fatal a la sonrojante Acoso, pasando por la imbatible Instinto básico), y en una Glenn Close on fire que recibió su primera nominación al Oscar como mejor actriz protagonista y que venía de encadenar otras tres a mejor interpretación de reparto por El mundo según Garp (George Roy Hill, 1982), Reencuentro (Lawrence Kasdan, 1983) y El mejor (Barry Levinson, 1984). Pese a sus ocho candidaturas sigue sin tener ninguna estatuilla dorada que le guiñe el ojo desde la repisa de su chimenea (Patty Hewes ya hubiera demandado a la Academia… ocho veces).
La nueva versión producida por la Paramount y que en nuestro país se puede ver en SkyShowtime supone una suerte de corrección continuada de los supuestos errores ideológicos de la película original. Estamos pues, ante una actualización del filme del 87 que, a su vez, se basaba en Diversión (1979) un cortometraje escrito y dirigido por James Dearden, quien ya firmase el guion del largometraje original y que también ha sido incorporado a la writer’s room de esta teleserie. Si la premisa de la obra matriz podía resumirse en “hombre de bien se topa con mujer histérica a causa de un desliz sexual”, ahora se trata de remedar aquel planteamiento y redistribuir la carga de culpa que en la película de Lyne recaía única y exclusivamente sobre las espaldas de Alex Forrest (Glenn Close), la loca que se obsesionaba con un profesional liberal y ejemplar padre de familia al que no podía (re)tener.
La reescritura de aquel libreto y su incremento de las dos a las ocho horas de duración ha sido liderada por la curtida pareja creativa que forman Alexandra Cunnigham y Kevin J. Haynes, quienes ya trabajaran juntos en Diry John, otra historia basada en un romance corrosivo. Su objetivo, a tenor de los recursos empleados, no ha sido otro que el de trufar de complejidad un relato simple con un huevo frito (Lyne demostró que los huevos fritos -y la simpleza- le gustan a casi todo el mundo y obtuvo seis nominaciones a los Oscar de 1988). ¿Cuáles han sido, pues, esas estrategias? En realidad, pueden resumirse en una sola, la fragmentación narrativa, distribuida aquí en la multiplicación de puntos de vista y en la alteración temporal con continuas idas y venidas entre presente y pasado.
La serie pasa del thriller psicosexual al procedimental de perfil bajo: aquí lo que importa no es saber qué pasará entre Dan y Alex, sino quién mató a Alex
El presente narrativo se sitúa en 2023, año en el que Dan Gallagher (Joshua Jackson) sale de la cárcel tras cumplir 15 años de condena por el asesinato de Alex Forrest (Lizzy Caplan), una trama que puede verse como una adenda al material original, una suerte de secuela incardinada en el cuerpo argumental del filme del 87. De nuevo en la calle, Gallagher trata de retomar la relación con su hija Ellen (Alissa Jirrels) y su exmujer Betty (Amanda Peet), ahora casada con el que fuera su socio Arthur Tomlinson (Brian Goodman) y, además, intenta reabrir su propio caso para demostrar que él no fue el culpable del homicidio por el que le tocó pagar.
El pasado narrativo queda fijado en 2008. Por aquel entonces Dan, un prestigioso fiscal que aspira a ser nombrado juez, mantiene una breve escaramuza sexual con Alex, empleada de la oficina de atención a las víctimas, que desemboca en feroz ruptura y en el asesinato de esta última. En síntesis, aquí se concentra el grueso de la película de Lyne, convenientemente salpicado de modificaciones (los oficios de los protagonistas) y añadiduras (principalmente, un montón de personajes secundarios para alimentar los casi 500 minutos de metraje). De esos dos bloques principales que se yuxtaponen a discreción se salta puntualmente a un pretérito todavía más remoto, como se observa en el séptimo episodio, que dedica un amplio flashback a explicar la niñez de Alex y la peculiar relación que mantiene con su padre.
Esa vuelta a la edad temprana de Alex nos da una pista sobre el otro pilar maestro que trata de sostener la propuesta, esa disposición multifocal que procura dar voz (explicar) a todos los personajes, dotarlos de profundidad para entender que todos tienen sus razones para comportarse del modo en que lo hacen y así evitar meter los dos pies en el lodazal de los clichés. Digamos que la serie cambia de género y pasa del thriller psicosexual al procedimental de perfil bajo: aquí lo que importa no es saber qué pasará entre Dan y Alex (lo sabemos desde la primera secuencia), sino averiguar quién mató a Alex Forrest.
A partir de esos dos elementos – focalización + fragmentación temporal – se construye un mosaico inconexo que se esfuerza por justificar las conductas de los personajes dedicándoles minutos y minutos para saber de dónde vienen y a qué lugar han llegado. Esto es especialmente importante en el caso de Alex, una mujer con desorden de la personalidad, dependiente y mentirosa patológica que trata por todos los medios de amarrar una pareja para paliar la sensación de orfandad que siente desde su adolescencia, causada por un padre adúltero y manipulador que no dudaba en emplearla como coartada frente una madre sola y desamparada.
La serie aspira a elevarse intelectualmente por encima del original aunque para ello necesite apelar a la obviedad discursiva
Ni las sesiones de terapia ni la estabilidad laboral son suficientes para que Alex halle un mínimo equilibrio psicológico, siempre con los pies bordeando el abismo afectivo al que la arroja su padre, temible psicofonía telefónica dispuesta a manifestarse cuando menos se la necesita para hundir a una hija que trata por todos los medios de despegarse de sus temores, de su pasado, de su taimado progenitor.
Si Alex Forrest tiene un desarrollo psicologista y mucho más profundo que el del original fílmico – la serie corrige defectos sin buscar un viraje completo del personaje, sin convertirla solo en una víctima – el Dan Gallagher que interpreta con su habitual aplomo Joshua Jackson no difiere en demasía del buen padre de familia, profesional eficaz y amigo solícito que encarnaba Michael Douglas (la comparación con el Cole Lockhart de The Affair es, esta vez sí, odiosa). En cualquier caso, y más allá de dotar al personaje de cierto halo de oscuridad en los primeros compases de la serie, lo más novedoso lo encontramos en la trama situada en 2023, una investigación policial al uso que solo brilla gracias a la chispa irónica que brota de los choques dialécticos entre Dan y su fiel amigo/ayudante Mike (un Toby Huss mangífico, para variar). Es decir, todo el añadido resulta insulso y harto predecible.
El hecho de que todos los personajes importantes tengan su capítulo termina revelándose como un artero truco de guion. Después de los dos primeros episodios que sirven para lanzar la historia desde el punto de vista de Dan, el tercero está consagrado a Alex y el cuarto a Beth, la mujer del primero. Esos cambios de focalización también se producen en el presente, con una subtrama protagonizada por Ellen en la que ahondaremos después. Esa fragmentación, que desde el punto de vista del diseño de caracteres es apenas relevante, nos permite repasar sucesos idénticos desde perspectivas distintas y atender a la percepción que de ellos tienen los personajes implicados (basta con comparar el inicio del affaire tal y como se cuenta en el capítulo primero y cómo se hace en el tercero), se utiliza, sobre todo, para dar golpes de efecto.
Más allá de que la aparición del cuerpo de Alex se nos escamotee por completo, dedicar el capítulo final a un secundario como Arthur para explicarnos la resolución del caso solo invita a pensar que la serie se estructuró del tal modo para justificar ese twist final, un giro tramposo y bastante torpe que, por cierto, se mira parcialmente en otro clásico del suspense noventero como Presunto inocente (Alan J. Pakula, 1990).
La nueva ‘Atracción fatal’ es tan plana en lo visual como su antecesora
Con todo, el rol más problemático es el de Ellen quien, como vemos en el presente, se ha convertido en una alumna aventajada de Alex (!) a la que solo vio una vez cuando era niña – de hecho, la retuvo temporalmente para seguir acosando a su padre- y a la que imita con impecable implacabilidad. Para colmo, la tesis universitaria en la que trabaja versa no tanto sobre Jung como sobre la larga relación que mantuvo con su paciente y amante Toni Wolff y las teorizaciones que el psicólogo suizo desarrolló para justificar ese trío amoroso (Jung compartió a Toni con su esposa Emma).
La trama de Ellen, que es la que pone punto y seguido a la teleficción de Paramount (termina con el famoso “are you mad at me” que popularizó Glenn Close), abre la puerta a la continuidad y nos deja a la hija de la víctima convertida en sociópata como futura protagonista de, ahora sí, un thriller psicosexual liderado por esta artista de la manipulación. Vivan los giritos. Por cierto, las citas constantes a Jung funcionan como coartada cultural, argumento de autoridad y justificación conductual de Alex/Ellen, en el seno de una serie que aspira a elevarse intelectualmente por encima del original aunque para ello necesite apelar a la obviedad discursiva.
Por lo demás, la nueva Atracción fatal es tan plana en lo visual como su antecesora. Es cierto que la serie posee destellos, como aprovechar la arquitectura del piso de Alex para asociar el primer encuentro sexual con un motivo carcelario (capítulo 2) sinónimo del desenlace de esa relación puntual. O, en el momento en el que adopta el punto de vista de ella (capítulo 3) muestra su personalidad escindida en una secuencia especular en la que también se juega con la luz y la oscuridad para reflejar su ciclotimia.
Sin embargo, pese a esos detalles, basta observar el reencuentro entre Beth y Dan en el episodio tercero, una conversación aplazada casi quince años filmada con planos de escalas idénticas sin importar quién hable ni en qué situación dramática se encuentre, situación que no puede ser más distinta y que debería quedar refrendada por la puesta en escena (por no hablar del innecesario número de planos que la componen). Recordando a Glenn Close cuchillo en mano, diremos que a la nueva Atracción fatal todos los cortes que le sobran en la edición le faltan en el guion.